El cuerpo de las mujeres no nos pertenece desde que somos muy pequeñas. Cuando tenía 9 años una tía me dio una nalgada y me dijo “qué suerte que tienes porque tienes poto”. Lo dijo como un cumplido pero en realidad era una invasión. Lo mismo pasa en la calle: cuando caminamos por donde sea los hombres nos dicen mamacita reinita bombón que camina mi amorcito, o nos lanzan un fuerte chiflido para que regresemos a ver. A veces —casi siempre— esas palabras pasan a vulgaridades más grandes: tú con esas curvas y yo sin frenos, mucho jamón para este par de huevitos, con ese culo has de cagar bombones, mamacita. Cuando esto nos pasa caminamos más rápido, intentamos alejarnos lo antes posible de los gritos y los chiflidos estridentes. A veces no decimos nada, nos encogemos de hombros y miramos al piso. Y cuando les respondemos porque sus palabras nos agreden, nos dicen locas, se ponen más bravos, nos agreden con otras palabras, nos recuerdan: mujeres, el espacio público no les pertenece como a nosotros.
Durante décadas, a esta forma de violencia se la llamó, románticamente, piropo callejero. Un nombre más preciso es el que se usa actualmente: acoso callejero y es parte de la rutina diaria de muchas mujeres. Según la organización estadounidense Stop Street Harassment, es “la interacción no solicitada en lugares públicos entre gente desconocida” que “hace a esa persona sentirse molesta, incómoda, enojada, humillada, o asustada”. Un estudio realizado en el 2014 por esta misma organización halló que el 65% de las mujeres encuestadas en Estados Unidos dijo haber experimentado algún tipo de acoso callejero en sus vidas. La cifra es parecida en otros países y ciudades del mundo. En Lima, el 90% de las mujeres entre 18 a 29 años dice haber sido blanco de una modalidad de acoso callejero —silbidos, besos volados, manoseos, exhibicionismo, gestos vulgares.
En el Ecuador, sucede también: un estudio realizado por ONU Mujeres en las zonas de Quitumbe y Eloy Alfaro, al sur de Quito, encontró que el 64% de las mujeres fue blanco de frases como ‘mamita’, ‘reina’, ‘qué buena que estás’. Todas dichas por hombres. El 48% recibió miradas morbosas y gestos alusivos a su cuerpo. Son porcentajes que guardan experiencias dolorosas, incómodas e incluso traumáticas. Según María Amelia Viteri, coordinadora y directora de esta investigación que forma parte del del Programa Global de Ciudades Seguras para las Niñas, Adolescentes y Mujeres, los resultados se enfocan en estos barrios porque ONU Mujeres determinó que son los más violentos para las mujeres, niños y niñas de la capital.
La calle es para nosotras un espacio de tensión: la recorremos como quien recorre un campo minado. Nos sentimos como un objeto. Según un estudio publicado en el British Journal of Social Psychology, el acoso callejero produce baja autoestima y afecta a la personalidad en las víctimas. Pamela Olmedo, investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) dice que el acoso está naturalizado. “Cuando el constructor te grita, te mueres de las iras, bajas la cabeza y continúas caminando. Si en un bus te piropean, te agachas y te bajas rápido o te cambias de puesto”, dice Olmedo. “No estamos acostumbradas a parar y enfrentarlo y no le sorprende ni al hombre ni a la mujer que esto pase”. ¿Cómo habitar una ciudad si tenemos que caminar más rápido, cruzarnos de lado de la calle, o procurar salir —siempre que podamos— acompañadas?
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Estas agresiones verbales tienen un lugar donde hacen caldo de cultivo: las obras en construcción. El problema es tan evidente, que algunas promotoras inmobiliarias han hecho promesas institucionales de frenar el acoso. En la malla externa de los sitios de construcción de la constructora Rosero hay un letrero que dice: En esta obra no silbamos a las mujeres y estamos en contra del acoso callejero. Hace ya dos años, el presidente de la compañía, Jorge Rosero, ha trabajado con la concejala del municipio de Quito, Daniela Chacón, para dar capacitaciones a sus trabajadores para erradicar las chiflidos, los “mamacita” y otras vulgaridades. No es el único lugar donde esto pasa, ni los albañiles los únicos que lo hacen, pero donde sí hay una concentración: “Decidimos que queríamos empezar en los sectores donde hay más violencia” dice Chacón.
Aunque no todas las constructoras a las que Chacón se acercó le contestaron, la de Rosero y la distribuidora de materiales Holcim sí lo hicieron. Cuando contacté a Holcim para que me cuenten cómo les fue con estas capacitaciones me pidieron que les mande las preguntas para la entrevista. Las envié, pero después de días me respondieron que no podrán atender mi solicitud porque “la información es extemporánea”, y que no podrá juntarla porque tienen varios eventos en esta época.
La constructora Rosero, por otro lado, sí me contestó. Según Chacón, cuando ella se acercó al dueño, Jorge Rosero, la empresa ya había colgado el letrero en contra del acoso acoso callejero pero no habían realizado charlas. La concejala dice que comenzó porque la hija del dueño había sufrido acoso en la calle. Pero cuando le pregunté a Rosero, dijo que no era cierto, que las capacitaciones comenzaron como parte de algo más grande, dentro de sus charlas de seguridad:“El trasfondo de todo no es solo el respeto a las mujeres que pasan por la calle, el trasfondo es el respeto a sus compañeros y a sus directivos” dice Rosero. Lo mismo me contestó su jefe de seguridad, Jonathan Almeida: medidas de seguridad y respeto en la empresa.
Las charlas que daba la concejala de Quito eran antes de las ocho de la mañana, cuando todavía no comenzaba el turno de trabajo de los albañiles. Ella dice que al comienzo parecían desinteresados e, incluso, con predisposición a rechazar lo que les iba a decir. Pero, según Chacón, eso cambió cuando les compartió sus propias experiencias de acoso callejero y cómo la hacían sentir. Dice que algunos le agradecieron, diciéndole que no sabían que estaban siendo violentos hasta ese momento; otros le dijeron que no todos son así, y que a veces se sienten presionados por sus compañeros. “Yo me hacía el que no escuchaba, me hacía el que me apartaba y si habían personas que silbaban así me decían: ‘oye dile algo, dile algo, dile algo’”, dijo Patricio Rojas, uno de los trabajadores que fue a la charla de Chacón. Él dice que le impactó entender “que las mujeres no quieren sus piropos sino su respeto”.
Cuando la charla terminaba, Chacón les entregaba un panfleto con información del acoso callejero para que lo discutan en casa, con sus hijos y esposas. Ella dice que uno de los trabajadores fue a su casa y que al hablarlo con su hija ella le respondió “ay papi por fin”. Cuando le preguntó si eso le había pasado a ella, le respondió que varias veces. “Si al menos llegamos a una persona algo estamos logrando.” dice Chacón. Jonathan Almeida, el jefe de seguridad de Rosero, dice que los resultados con los obreros fueron positivos “no hemos tenido ningún inconveniente por parte de nuestros trabajadores”.
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Y a pesar del supuesto éxito, las contradicciones saltan muy pronto en las conversaciones. Cuando le pregunté al presidente de la compañía, Jorge Rosero, sobre cómo reaccionaron sus trabajadores él respondió que forma positiva pero que “también es el tema de que dicen bueno entonces ya no les digamos nada a las mujeres, no hay como ser galanes”. Dice que ahí hay un punto crítico porque “a una mujer le debemos galantería, un piropo bien dicho, hay que trabajar con ellos que pueden ser galantes pero sin perder el respeto”. Está equivocado el presidente Rosero: el acoso siempre es acoso, si es que no es solicitado, no importa si es una procacidad o un soneto. En esa misma entrevista, cuando llegué, me confundió con alguien que buscaba trabajo. Me dijo que me iba a contratar “con solo verme”.
Las contradicciones y lecciones aprendidas mal o a medias a la concejala Chacón continuaron. Rosero también dijo que muchas veces encuentran “que hay mujeres que son intolerantes, que tienen mal carácter, es decir que no les gusta ni el bien ni el mal”. Se refiere a las mujeres que, cuando reciben un silbido o un “piropo” se dan la vuelta, exigen respeto, les paran el carro a los albañiles. Lo que Rosero propone es encontrar un punto medio entre que digan algo que sea bonito sin pasarse de groseros. Pero dice que las charlas y las capacitaciones deben seguir, que no deben ser una “calentura del momento”. Y aunque sus intenciones son esas y sus trabajadores han recibido la información, está claro que el mensaje no ha calado en su real dimensión.
No es difícil de entenderlo en un país donde la construcción social hacia las mujeres es de pertenencia. Al menos Rosero y su empresa han emprendido una campaña de la que pueden hablar públicamente. Otras, ni siquiera quieren hablar del tema. Eliminar el acoso callejero por completo todavía es un trabajo muy largo. La capacitación ayuda, pero enfocarla en que los piropos valen cuando son bonitos, o bien dichos, o no incluyen vulgaridades, es un error. Es ignorar que detrás de esas palabras hay una cadena de violencias que permiten sigamos siendo objetos de entretenimiento. Es ignorar que lo primero que muchas personas nos dicen cuando nos quejamos de estas agresiones es que es nuestra culpa. Por andar por las calles equivocadas, por vestirnos provocativas, por movernos de cualquier manera cuando caminamos. Si no se aborda el tema del acoso callejero como lo que es, estamos ignorando un trasfondo de violencia más grande y que, en definitiva, se nos está negando nuestro derecho a ocupar y vivir el espacio pública sin amenazas.
Valdría saber qué opinarían estos mismos hombres si otro, al verlos pasar por la vereda, les dijera desde papacito hasta alguna galentería sin palabrotas, pero no solicitada ni deseada. Seguramente cambiaría los límites de lo que se considera intolerancia. Quizá en esas circunstancias, con ellos como objeto del agravio, quedaría más claro que el ‘piropo’ callejero es agresivo no por su contenido, sino por la falta de consentimiento que implica.
Este reportaje se hace gracias al apoyo del programa de Ciudades Intermedias Sostenibles de