Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir por una tristeza que me llega hasta los huesos. Ha muerto Marcelo Alvarado, un niño de siete años atrapado en el cuerpo de un hombre de 64. Un cuencano sobreviviente de una violación sexual sistemática por parte del cura César Cordero. El sacerdote, hoy acusado por seis de sus víctimas, compraba su silencio con becas educativas —en las decenas de instituciones que fundó en Cuenca— y otros chantajes. Marcelo era un pequeño que soñaba con ser futbolista pero llegaba a casa con su pantalón manchado de sangre y se acostaba con la ropa puesta para tratar de olvidar el dolor, la vergüenza, el terror, la impotencia y la desesperanza a la que su violador lo condenaba.

Lo conocí hace apenas ocho días y contrario a lo que pensaba de mi resistencia a escuchar testimonios de violencia sexual de cientos de víctimas en Ecuador, el suyo me partió algo dentro, con el mismo cuchillo que atravesó su corazón cansado de repetir y repetir su historia. La noche que lo escuché describir su primera violación, Marcelo casi no podía respirar, arañaba fuerzas a ese pecho cansado de sentir tristeza; yo me llené de odio, ira e impotencia. Marcelo fue abusado desde primero hasta sexto grado de escuela. ¿Quién puede hacerle eso a un niño?, me repetía mientras hundía el rostro entre mis manos.

Escucharlo hablar de su vida destrozada como consecuencia de los actos monstruosos a los que fue sometido, fue como abrir un manual sobre las secuelas que experimentamos las víctimas. Marcelo nos contó cómo después de ser violado por primera vez, sintió que había muerto. Desde aquel momento se convirtió en un fantasma que se daba de golpes con la vida. En su adolescencia se refugió en las drogas y el alcohol para anestesiar tanto dolor. Hablaba de una ira extrema que destruyó su matrimonio. “Yo adoro a mis hijos”, dijo esa vez. Fue el único instante en que su voz se despojó de aquella intensa angustia. Sin embargo, el peso del trauma y la incapacidad de relacionarse con otros lo condenó a perder a su propia familia. Por ello, dedicó sus últimos años a orientar y ayudar a muchos jóvenes para dejar las adicciones.

muere víctima del cura Cordero

Marcelo Alvarado marchó en la protesta en contra del abuso sexual dentro de la iglesia en Cuenca. Fotografía de cortesía de Abusos de Fe.

Nunca habló de su oscura etapa con nadie hasta que escuchó a Jorge Palacios contar su propia historia de violación y tortura. Eso lo llenó de valor para confesar lo inconfesable. Pero su fragilidad era mayor, su quiebre muy grande. Marcelo sufrió un infarto mientras concedía una entrevista sobre lo que había vivido, el mediodía del jueves 12 de julio. Marcelo tenía 64 años y se convirtió en una prueba más de que el trauma del abuso sexual puede matar. Un estudio publicado en The Journal Child Abuse & Neglect, realizado por Investigadores de la Universidad de Toronto, reveló  que los hombres que han sido víctimas de abuso sexual en su infancia tienen tres veces más probabilidades de sufrir un ataque al corazón. Esto, debido a que el abuso sexual es un evento traumático que involucra un miedo intenso, una sensación de falta de ayuda y de horror. La víctima vuelve a experimentar o a sentir la misma experiencia que le produjo el trauma, esto se llama síndrome de estrés postraumático. Las consecuencias del abuso sexual son innumerables e insoportables. Cuando las víctimas de abuso sexual llegan a su edad adulta, las llamamos sobrevivientes porque a pesar de este horror están hoy aquí vivos, con la fuerza de aquellos que experimentaron una catástrofe, una tortura, una guerra, y resistieron. Pero no todos pueden sobrevivir. Depende de nosotros —como sociedad— permitirles confiar, hablar y sanar.

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Mi esposo y yo rompimos el silencio públicamente hace un año diez meses y desde que dijimos “Fuimos abusados sexualmente por familiares en nuestra infancia”, decenas de mujeres y hombres empezaron a confesarnos sus historias diariamente: con llamadas, por WhatsApp, por las redes sociales, al vernos en las calles o al abrazarnos en un centro comercial sin previo aviso. Vestir la camiseta de nuestra organización que dice “Ecuador Dice No Más Abuso Sexual se ha convertido en un calvario. Nos miran, leen las palabras gigantes, agachan la mirada y con los hombros encorvados tratan de disfrazar su vergüenza y su dolor. Pero para nosotros es demasiado tarde porque ya lo sabemos: también han sido víctimas. Sin hablar, nuestras miradas se cruzan y sus secretos se desnudan. Al dar la cara, como sobrevivientes, nos volvimos sin remedio depositarios de verdades impronunciables. Una historia tras otra. Es un transitar en los caminos del abuso, tortura y dolor que nunca para. Al mes de haber empezado la campaña nos vimos moralmente obligados a crear grupos de apoyo para sobrevivientes de abuso sexual. Habíamos dicho en televisión que teníamos este proyecto y las víctimas nos pedían ayuda. Fue una luz de esperanza. Por ello, desde el primero de octubre del 2016 empezamos terapias grupales y cientos de historias han sido escuchadas.

muere víctima del cura Cordero

Los grupos de apoyo de la organización Ecuador Dice No Más son esenciales para el proceso de sanación de las víctimas de violencia sexual. Fotografía de Ecuador Dice No Más

Es demasiado para nosotros. Insoportable. Desgarrador. Agotador. Y hemos pagado un alto peaje en nuestras vidas y las de nuestros hijos. Sin embargo, hemos visto el empoderamiento y paz que traen los grupos de apoyo a la vida de las y los sobrevivientes. La importancia de darles herramientas para soportar un día más. Hemos visto a muchos atravesar el infierno con sus historias y a través de la terapia, encontrar un camino a la esperanza. Todas han dejado huella. Todos necesitan apoyo. Todos pueden y tienen derecho a sanar. El estado debe desarrollar un sistema de salud mental que asegure la recuperación completa de las víctimas de abuso sexual. Eso no existe. Y lo exigimos quienes hemos tenido que luchar para no morirnos de depresión y pánico, para no suicidarnos o anestesiarnos en el alcohol o las drogas. Son males sociales que son indicadores del precio que pagamos todos al no prevenir o intervenir apropiadamente ante la pandemia de la violencia sexual.

Con la intervención apropiada, los sobrevivientes podrán sanar. Es nuestro deber como autoridades, políticos, periodistas, organismos internacionales, sociedad civil y como otros sobrevivientes reconocer el derecho que tiene la víctima a ser protegido tras confesar su historia de abuso sexual. La necesidad de recibir apoyo psicológico inmediato o acudir a una terapia grupal apropiada. Es un derecho prioritario. No es opcional y menos importante que cambiar las leyes o marchar: es de vida o muerte para la supervivencia de la víctima, sea que tenga 7 años o 64. Esta intervención es un reto en un país en el que el profesional de psicología no estudia sobre abuso sexual durante su carrera. Hemos hablado de esta gran paradoja desde el día uno y a casi nadie parece importarle. Lo minimizan o lo ven como algo opcional. No lo es. La intervención psicológica y el acompañamiento terapéutico apropiado es cuestión de vida o muerte para quien ha sido torturado sexualmente.

La muerte de Marcelo no puede quedar en la nada. Debe enseñarnos a cuestionar nuestras prioridades. Necesitamos apoyo y nos faltan manos capacitadas. Nos ha tocado a los sobrevivientes especializarnos y empezar a impartir cursos para formar adultos protectores: psicólogos, maestros, orientadores, tutores, fiscales, peritos, abogados que sean capaces de intervenir efectivamente para ayudar a las víctimas.

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Hoy Marcelo marca un hito. Él salió a marchar en Cuenca junto a Jorge Palacios, su hermana María y otros valientes. Él se atrevió a describir la tortura. Le puso un rostro al dolor. Dio la cara y le entregó la vergüenza a su abusador. Era un compañero más que empezaba la batalla. Nos llenaba de esperanza.

Un día antes de conocerlo, habíamos tenido un grupo de apoyo con las víctimas del padre Luis Fernando Intriago. El tercero desde que rompieron su silencio y contaron sus historias para acabar con la sórdida oscuridad del anonimato que permite a los abusadores seguir abusando. Un día antes de conocer a Marcelo también habíamos hablado en el grupo de apoyo sobre la importancia de protegernos, de no revictimizarnos. De evitar leer historias parecidas a las nuestras o de repetir una y otra vez cómo fuimos abusados. Mi esposo y yo buscábamos darles las herramientas que nosotros no tuvimos al abrir nuestra propia caja de pandora. Enseñarles a poner límites. Oxigenarse. Poner una gruesa barrera entre la causa y la casa. Aprender a no dejarlo todo en esta lucha. Para evitar que, como a Marcelo, un valiente sobreviviente cuencano, el cuerpo les diga basta.

Mientras Marcelo hablaba de su vida rota, yo sentía el dolor de todos en la pequeña habitación. Era la primera reunión de sobrevivientes de tres ciudades de Ecuador. La primera vez que todos los que habíamos dado la cara en Guayaquil, Cuenca y Quito nos reuníamos para construir un frente de sobrevivientes que nos permitiera lograr la imprescriptibilidad retroactiva de las penas de los delitos sexuales en contra de niños, niñas y adolescentes.

Al final del relato de Marcelo estábamos petrificados. Luego su testimonio se puso peor: nos contó que recientemente el obispo lo había mandado con una psicóloga en Guayaquil, quien lejos de darle la vital atención que necesitaba, le exigió que pida perdón al sacerdote que lo violó brutal y sistemáticamente durante su infancia. Eso me mostró que Marcelo Alvarado, Jorge Palacios, Juan Bayas y quienes se atreven a señalar a un violador con sotana además del horror de su propio dolor deben enfrentar la embestida brutal de una sociedad que no les perdona manchar la santidad de su Iglesia. Esa noche del grupo de sobrevivientes leí los mensajes llenos de odio que estas víctimas reciben en sus cuentas de redes sociales: se los llama satánicos o poco hombres porque a los “verdaderos hombres” no les pasa. ¡Cuánta ignorancia! Se los acusa de tener un plan para desprestigiar a la iglesia. Se los ofende. Se los ataca. Se los cuestiona una y otra vez. Es ahora el sistema y parte de la sociedad la que vuelve a traicionarlos y con su crueldad, a violarlos. Impensable. Reprochable. Insoportable.

Y qué hay de todos las niñas, niños, adolescentes, mujeres y hombres que diariamente deben someterse al peor escrutinio y recorrer el sistema mendigando justicia, reviviendo su historia, una y otra vez, igual que Marcelo. Narrando el horror de su dolor hasta quedar desnudos y sin esperanza. Siendo traicionados por un Estado que debe velar por su seguridad y sus derechos y una sociedad que, en lugar de cuestionarlos o desacreditarlos, debería escucharlos para aprender cómo proteger a sus propios hijos.

Marcelo nos dejó una lección: las víctimas de abuso sexual sufren un daño irreparable a su integridad física, psíquica y moral. Pierden la confianza en las personas, en sí mismos y en la vida. Cargan a cuestas un trauma tan grande que puede arrancarles la vida misma. Las víctimas necesitan ser escuchadas, creidas, protegidas y apoyadas.

Cuántas víctimas más debemos perder para aceptar que esto es una emergencia nacional. ¿Cuántas?