El mensaje viene de todas partes: el mundo como lo conocemos está al borde de algo realmente malo. Desde la derecha, escuchamos que Occidente y la Civilización judeo-cristiana están entre las pinzas de extranjeros infieles y encapuchados extremistas locales. La convicción de la izquierda del declive habla de golpes de Estado, gobiernos policiales y el inevitable —aunque escurridizo— colapso del capitalismo. Para Wolfgang Streeck, el profético sociólogo alemán, es capitalismo o democracia. Como muchos creyentes del declive, Streeck presenta o el purgatorio o el paraíso. Como tantos antes que él, insiste en que hemos pasado el vestíbulo del infierno. “Antes de que el capitalismo se vaya al diablo”—dice en Cómo terminará el capitalismo (2016)— “colgará en el futuro próximo en un limbo, muerto o a punto de morir de una sobredosis de sí mismo, pero aún muy presente, porque nadie tendrá el poder de quitar del camino su cuerpo decadente”.

La idea del declive es una en la que los extremos de izquierda y derecha concuerdan. Julian Assange, la encarnación del populismo apocalíptico, recibe felicitaciones tanto de neonazis como de ‘progres’. Assange le dijo a un reportero que el poder estadounidense, fuente del mal planetario, estaba en declive como el de Roma. “Este podría ser el comienzo” susurró con una sonrisa, repitiéndolo como al mantra de un ángel vengador.

El declive de Roma asecha como precedente. Los historiadores han jugado su parte como agoreros del fin del mundo. En la misma época en que el historiador inglés Edward Gibbon publicó el primer volumen de La historia del declive y caída del Imperio romano (1776), los colonos americanos les decían adiós a sus gobernadores. Hubo quienes leyeron aquello como una profecía. La Primera Guerra Mundial trajo el fin de la era moderna. La más famosa interpretación fue El declive de Occidente (1918) del historiador alemán Oswald Spengler. La masacre de Flanders y la plaga de influenza de 1918 —que arrasaron con el cinco por ciento de la población mundial— hizo que El declive de Occidente aparezca más que oportuno. Spengler añadió un giró más: para el final del siglo, predijo, la Occidente necesitaría un ejecutivo todopoderoso para rescatarla, una idea que los autócratas han abrazado desde entonces con especial regocijo.

Esperar que la fiesta termine más pronto que tarde es casi parte de la condición moderna. Lo que varía es cómo vendrá el final. ¿Será un cataclismo bíblico, un gran nivelador? ¿O será algo más gradual, como un hambre malthusiana o un desplome moralista?

Nuestra era declivista es relevante por una razón. No solo son los occidentales quienes están en problemas: gracias a la globalización, el Resto también. Estamos todos, como especie, en este enredo: nuestras cadenas de suministro y el cambio climático nos tienen listos para una sexta extinción masiva. Deberíamos preocuparnos menos sobre nuestro estilo de vida y más sobre la vida en sí misma.

Los declivismos comparten ciertas características. Venden más en tiempos de incertidumbre y agitación. Son proclives, también, a pensar que los círculos del infierno se pueden evitar solo a través de un gran catarsis o de una gran figura carismática.

Pero, sobre todo, ignoran los síntomas de mejoría que apuntan a soluciones mucho menos dramáticas. Los declinistas tienen un gran punto ciego porque están más atraídos por osadas y totales alternativas que por el monótono gris de las soluciones modestas. ¿Por qué ir por lo parcial y paulatino si se puede dar vuelta a todo el sistema?

Los declivistas dicen ver la película completa. Sus retratos son grandiosos, subsumidores, totales. Por ejemplo, Los límites del crecimiento (1972) del Club de Roma, uno de los best-sellers de todos los tiempos. Con más de 30 millones de copias vendidas en 30 idiomas, esta ‘proyección del predicamento de la Humanidad’ le mostró a sus lectores alarmantes retratos de muerte y mapeó con sombría confianza la relación entre ‘realimentación’ e ‘interacciones’. De hecho, tenía mucho en común con el buen reverendo Thomas Malthus, incluyendo la obsesión con los rendimientos decrecientes. Obsesionado con el declive de la tierra trabajable, Malthus no podía ver fuentes de rendimientos crecientes —al menos no al inicio. Con el tiempo, unos amigos lo convencieron de que la maquinaria y el colonialismo resolverían el problema de tener poca comida para demasiadas bocas: ediciones posteriores de su Ensayo sobre el Principio de la Población (1798) atravesaron contorsiones para resolver ese punto. De igual manera, los analistas de sistemas del Massachusetts Institute of Technology simularon todo el mundo, pero no pudieron admitir pequeñas imágenes de ingenio, resolución de problemas y adaptación —alguna de las que tuvieron el efecto perverso de develar tantas fuentes de carbono con las que empezaríamos a achicharrar el planeta varias generaciones después.

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Una voz disidente en la década de 1970 fue la de Albert O. Hirschman. Estaba preocupado por el encanto del anuncio del fin del mundo. Las oscuras predicciones, advertía, pueden cegar a los observadores de la ‘película completa’ e impedirles ver fuerzas compensatorias, historias positivas y destellos de soluciones. Hay una razón para ello: los declivistas confunden los crecientes dolores del cambio con los signos del fin de sistemas enteros. El declinismo niega la posibilidad de que, detrás de las viejas formas podría haber nuevas emergiendo.

¿Por qué seduce el declivismo si la Historia rara vez confirma sus predicciones? Según Hirschman se debía a un estilo profético, uno que apela a los intelectuales proclives a explicaciones ‘fundamentalistas’, que prefieren señalar a las causas de los problemas sociales como intratables. Para los revolucionarios, lo que queda es una alternativa utópica. Para los reaccionarios, la distopía. El resultado es un modo de pensar ‘antagónico’, una creencia de la que Historia va de un gran, integrado y total sistema a otro. Comparado con avances modestos, compromisos y concesiones (que suenan tan aburridos), la magnificente visión del cambio total tiene demasiados encantos.

Preferir lo grandioso y atrevido conlleva riesgos. La incapacidad de ver logros inesperados y señales esperanzadoras en la vorágine por el cambio suele, a menudo, traer más destrucción que construcción. Hirschman había visto el precio del declivismo. Creció en la Alemania de Weimar, y vio a su país caer en una trampa ideológica y bifurcarse en extremos a inicios de la década de 1930, cuando comunistas y fascistas llegaron al acuerdo de destruir la república en busca de sus utopías enfrentadas —en todo lo demás solo tuvieron desacuerdos.

Décadas más tarde, Hirschman observó cómo los latinoamericanos perdieron las esperanzas en los proyectos de reforma democrática. La caída latinoamericana en lo que él llamó ‘fracasomanía’ —la propensión de ver fracasos en todas partes— bloqueó graduales avances reales y logros que no estuvieron a la altura de grandes expectativas. Y la razón por la que no estuvieron a la altura fue porque el declive de Latinoamérica había agarrado al reformismo democrático. El resultado fue poner fe en las visiones más extremistas y la tentación de la acción directa. Estudiantes de la Universidad de Buenos Aires se unieron a las filas de las guerrillas urbanas. En el otro lado del espectro, los reaccionarios argentinos lamentaban el fin de la civilización Occidental y se aliaron con escuadrones de la muerte paramilitares. Cuando el golpe de Estado finalmente llegó en marzo de 1976, la junta militar se bautizó a sí misma como el ‘Proceso de Reorganización Nacional”. Cuando sus amigos cercanos tuvieron que esconderse o huir, Hirschman sintió los pinchazos del déjà vu. Empezó a tener pesadillas sobre las trampas ideológicas de su juventud. Cuando una editorial alemana le pidió escribir un prefacio especial para la traducción alemana de su clásico Salida, Voz y Lealtad (1970), las memorias del Berlín de 1933 regresaron en estampidas.

El problema con el declivismo es que confirma las virtudes de nuestras más altas e imposibles soluciones a problemas fundamentales. También confirma las decepciones que sentimos de los cambios que, de hecho, hemos logrado. Esto no quiere decir que no haya problemas profundamente arraigados. Pero verlos como la evidencia de un fin ineludible puede empobrecer nuestra imaginación a través de la seducción del canto de sirena del cambio total o el fatalismo.


**Este texto se publicó originalmente en inglés en aeon magazine y fue traducido y republicado bajo licencia CC BY-ND 4.0.

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