Sandra tiene dieciséis años. Todas los días se levanta a las cinco de la mañana para ayudar a su mamá a recoger fresas y moras, ordeñar las vacas y darle de comer a los cuyes. Hoy es martes 17 de diciembre de 1985. Sandra se despierta, se quita la pijama y se baña con una olla de agua caliente que María, su hermana mayor, le ha dejado al lado de la cama que comparten. Se cepilla los dientes y se peina el pelo cincuenta veces como ritual de mantenimiento para esa larga melena negra que nace en el flequillo y termina apenas debajo de la cadera. Sandra y María se sientan al borde del colchón a tejerse trenzas. “Para que no se te ensucie. Tienes un cabello hermoso, ñaña”, le dice María. Su camaradería trascendía el común de estas relaciones de hermanas. Mantenían un cariño fortalecido por las tradiciones indígenas que compartían. Tradiciones impartidas por una mamá y papá con raíces cañaris y karanki.  Ñaña significa hermana en quichua y muchos años después, su tía y su madre discreparán sobre su ascendencia indígena: una dirá que son cañaris de la Sierra sur del Ecuador, la otra dirá que no, que son karanki de la Sierra norte del país. Pero esa mañana de mediados de los ochenta, Sandra está solo preocupada por la ropa que se pondrá. Elige un a pieza de ropa interior térmica que le envió su papá desde Estados Unidos, un pantalón de lana, una camisa de algodón, una chompa para evitar el rocío matutino y botas de caucho pintadas con margaritas, su flor favorita.

Antes de salir se mira en el espejo de cuerpo completo que tiene detrás de la puerta de su habitación y sonríe. Una sonrisa confiada de su aspecto y su futuro. Aún no lo sabe, pero este día su sonrisa se convertirá en una mueca agridulce: conocerá a su esposo.

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Sandra era la hija menor de mi tía abuela. Nunca la conocí. Murió seis meses antes de que yo naciera a manos de su esposo. Muchas veces escuché a mi abuela contar la historia. Su matrimonio fue arreglado por su papá desde los Estados Unidos, donde trabajaba, en Nueva Jersey, en una fábrica de textiles. A finales del siglo XX aún se concretaban uniones por conveniencia en el Ecuador, una tradición que aún no está del todo erradicada en ciertos pueblos.

Mi tío abuelo pensó que sería una buena idea ofrecer a su hija menor a uno de los hijos de un importante comerciante cuencano. Una buena idea en términos económicos. “Me llamó para decirme que en quince días se tenían que casar. Que no había excusas”, recuerda mi tía abuela. Su padre le explicó por qué el matrimonio era tan buen negocio: “Nuestras haciendas no sólo compartirán tierras sino los dividendos que produzcan a través de la unión de nuestras familias”, le dijo. Mi tía abuela se quedó en blanco.  “No sabía cómo darle la noticia a Sandra. Ella tan joven, ofrecida a un muchacho de 28 años”.

El expediente está en la Fiscalía de la provincia del Azuay. Mi tía abuela tiene una copia. La causa de muerte es por múltiples traumatismos: una pierna y tres costillas fracturadas, el bazo y pulmón izquierdo perforados y la cuenca del ojo izquierdo rota. Sandra duró tres días en cuidados intensivos del hospital Vicente Corral Moscoso. Una hemorragia interna se la llevó la noche del 13 de mayo de 1986.

Su matrimonio duró menos de cinco meses.

“Sandra no quería barreras, primo. Ella quería estudiar e irse a donde estaba papá. Para ayudar en la hacienda con dinero”. María me recibe en su casa cerca del cementerio de San Diego al sur de Quito. Vive con su esposo y tres hijos. Poco después de la muerte de su hermana, se mudó a la capital y estudió para auxiliar de enfermería. Sobre un buró de la sala, con toques del estilo rococó francés y raspones que le han dejado al menos una docena de mudanzas, hay una serie de marcos con fotografías. Muestran la vida familiar, los viajes a Estados Unidos. En otro, uno muy especial: color crema, con el vidrio empañado por los años y una de las esquinas unida con cinta hay una foto de las hermanas. María, siete años, y Sandra, cinco. Están en uno de los cuartos de la hacienda que aún tienen su padres. Con vestidos blancos, casi idénticos, y un velo que les cubre parte del rostro. Es el día de su bautismo. “Es la única foto que mantengo de ella. Las otras las tiene tu tía”.

Mi tía, la que tejió esos vestidos. La que también tejió el vestido de bodas de Sandra a partir de un largo retazo de tela de algodón. Puntada a puntada sentía una mezcla de alegría y angustia sobre el futuro de su niña. A nadie le gusta que le cosan el futuro.

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Roberto era alto, moreno, con el pelo negro cortado al ras y usa unas pesadas gafas de pasta negra. Sin ellas no veía. En su primer encuentro con Sandra, esa mañana de de diciembre de 1985 en que Sandra se peinaba con su hermana, ambos se dijeron menos de cinco palabras. Ella por pena, él por fastidio.

Roberto había llegado hacía poco de España y su papá quería que se ocupara de las cien piezas de ganado que mantenían con recelo. Tuvo que regresar porque se gastó parte del patrimonio familiar en fiestas por Madrid y viajes a la playa por Valencia. “Se veía en los ojos que estaba obstinado. Que no quería estar ahí. Ahora que te lo cuento, todo parece de novela mexicana. Muchas veces uno no se da cuenta que la vida nos lanza esas incongruencias para probarnos” dice María y escarba en su memoria para recopilar cada uno de los detalles de esa primera cita. Una cita a la que acudieron ambas familias. Hubo chancho asado, arroz con vegetales, choclos al horno y alcohol para el brindis.

Unos días después de esa primera cita, sin amor de por medio, se casaron. Sandra fue la novia más linda de Cuenca el 3 de enero de 1986. Sólo se hizo la ceremonia civil en la casa familiar del novio con la aprobación de ambos padres. Una casona de una planta con un patio central y seis habitaciones. El trámite se resolvió en el patio con algunas sillas de madera y una mesa para firmar los documentos correspondientes. La decoración constó de cadenas de flores -cayenas blancas- colgadas en las columnas que sostenían el techo y un arreglo floral que sirvió de bienvenida a los pocos invitados en el lobby de la casa. De torta: un ponqué de vainilla cubierto con masa pan. Después, con más calma, según convinieron ambas familias, se haría la eclesiástica. Los recién casados vivirían en una casa anexa a la hacienda de mi tía abuela. Una decisión que les haría evidenciar el horror que se vivió el 10 de mayo de 1986.

Nadie en mi familia tiene claro qué fue lo que sucedió. Los gritos alertaron a María, que salió corriendo a la casa de su ñaña. Encontró a Sandra en el suelo, inconsciente y con moretones por toda la piel. Roberto, su esposo, huyó a casa de su padres buscando el consuelo de los cobardes, mientras Sandra iba camino del hospital.

Una delegación de la policía llegó y empezó a hacer las preguntas de rigor ante uno más de la larga lista de casos violencia contra mujeres en el Ecuador. En un estudio realizado por la organización Plan Internacional, en julio de 2017, en las provincias de Pichincha, Cotopaxi, Cañar, Chimborazo y Azuay determinó que mujeres, en especial las menores de edad, son propensas en un 82,5% a sufrir cualquier tipo de agresión. Los espacios de riesgo están en la vía pública —cuando caminan hacia su casa, lugar de trabajo o escuela—, en el campo —en actividades de agricultura o pastoreo—, mingas comunitarias y sus propios hogares. Plan Internacional también encontró que muchos casos de violencia no se denuncian, por desconocimiento de los procedimientos judiciales. En muchas de estas comunidades de la Sierra ecuatoriana rigen las leyes indígenas, y el agresor puede escapar de un proceso penal tras un acuerdo entre los líderes de las comunidad. En estos acuerdos, se estipula cosas como que las penas por agresión van desde trabajos forzados sin salarios, azotes con ortiga y agua fría, pedir perdón a ambas familias o la pena mayor, para el ámbito indígena, que el culpable sea expulsado de su comunidad, lo que significa la mayor deshonra para su familia.

Un matrimonio arreglado para lograr negocios muy occidentales terminó en un crimen resuelto con tradiciones indígenas.

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Lo que queda de Sandra es una tumba en el cementerio municipal de Cuenca y un pequeño altar dentro de la casa de mi tía abuela. Todos los días le enciende velas y le reza lamentos.

Roberto huyó a los Estados Unidos. Se abrió una investigación penal pero nunca pisó la cárcel. Mi tía abuela habla de lo que pasó casi en sollozos: “El papá de su esposo nos recompensó con algunas cabezas de ganado y una porción de tierra de su hacienda. Se disculpó y nos dijo que su hijo nunca volvería a Cuenca. Que cualquier otra cosa que nuestra familia quisiera, para mantener el honor, podíamos pedirlo”.  Es difícil de tragar esta respuesta. Más cuando en la Fiscalía del Azuay aún está activa la orden de captura en contra del asesino, pero no se le ha dado mayor seguimiento porque se da por hecho que el crimen, sucedido hace 31 años, se resolvió bajo leyes indígenas. Sandra murió a golpes, sin causa, a manos de un hombre que se casó con ella pero que apenas conocía y todo quedó en un expediente sin resolver, aún abierto, y algunas cabezas de ganado.