La inseguridad es una de las plagas de las que huyen los venezolanos. Según el Observatorio Venezolano de la Violencia, gracias a encuestas realizadas desde 2014, un 78% de los caraqueños percibe a su ciudad como insegura. Cuando me mudé a Quito, hace dos meses, buscaba, también, un lugar más seguro para mi familia. Y como la vida del inmigrante, al menos al principio, está marcada por la austeridad y el aprovechamiento de las oportunidades, tuve la suerte de conseguir un departamento en una zona del centro de la ciudad: el barrio de San Juan. Desde ese momento, he dejado que un sentido de paz y tranquilidad inunde mis poros mientras camino por sus calles. Mientras voy a la tienda del señor Santiago —convenientemente ubicada a dos cuadras de mi casa— o llevo a mi hijo al parque. Esta zona me recuerda al terruño donde me crié en Caracas. Me recuerda aquellas cosas que deje en un país que ya no existe. Sin embargo, lo primero que me dijeron los quiteños sobre mi nuevo barrio me dejó desconcertado:

— San Juan es zona roja.

El primero fue Juan. Un agradable cobrador de pasajes de autobús que conocí mientras viajaba por la avenida Amazonas a una entrevista de trabajo. Cuando me subí, le pregunté a Juan donde debía bajarme, y luego de explicarme entre monedas que bailaban en sus manos y el talonario de tickets que gasta en cada recorrido, notó mi acento y nos pusimos a charlar. Le dije que vivía en San Juan. “Es peligroso porque es muy solo”—me dijo mientras vigilaba que todo el mundo pagara sus 25 centavos— “Amigos míos los han robado caminando por ahí, por estar muy borrachos. Los roban con cuchillo”.

Luego de ir a la entrevista y conseguir el trabajo, conocí al señor Néstor. Un vigilante privado que desde la seis de la tarde hasta las seis de la mañana cuida las instalaciones de la empresa donde trabajo. Emigrante que regresó al Ecuador desde Italia porque, dice, extrañaba a su familia. Según él Quito es peligroso por falta de policías y exceso de ladrones. “Tres veces me han robado en el Ecovía. Voy escuchando música y me doy cuenta que me robaron porque ya no escucho la canción: me sacaron el teléfono del bolsillo”. Lo dice entre risas y los puños apretados por la rabia. “El único lugar donde me siento seguro es en mi casa. En mi barrio, donde todos me conocen, hasta los ladrones”.

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En los primeros años del siglo veintiuno, el número de homicidios creció en el Ecuador. Un estudio titulado Diagnóstico sobre seguridad ciudadana en el Ecuador publicado en 2002 por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), sede del Ecuador, explica que durante el primer quinquenio del nuevo milenio la tasa de homicidios nacional era de 18,1 personas por cada cien mil habitantes. Un aumento considerable en comparación con la última década del siglo anterior, cuando la tasa se mantuvo en 10,3. El sociólogo Edison Palomeque Vallejo, autor del estudio explica que las provincias más violentas del país eran Esmeraldas, Sucumbíos y Los Ríos. Pichincha y Guayas eran las que más crecerían en su tasa de homicidios, para ubicarse en 4,6 asesinatos diarios.

Entre 2000 y 2010, Ecuador vivió su peor ola de violencia ciudadana. Durante ese decenio se registraron, por año, un promedio de 2 mil 600 muertes violentas.  En una versión actualizada de este trabajo, publicada en 2016, se explica que los homicidios en Ecuador bajaron al segundo lugar como el delito de mayor incidencia en el país: 5,6 personas asesinadas por cada 100 mil habitantes. El robo ocupa el primer lugar con un 58% de repetición. Los datos aportados por la Dirección General de Operaciones del Ministerio del Interior y el Sistema Integrado de Administración de Fiscalías (Siaf) para esta actualización también hablan de una percepción de inseguridad del 38% en la sociedad ecuatoriana. Principalmente en los delitos de hurto y robo con personas lesionadas por armas de fuego o cuchillos. Sin embargo, el grupo de investigación de datos Verisk Maplecroft ubicó al Ecuador como el tercer país más seguro para vivir en América del Sur, sólo superado por Chile y Bolivia: una cosa son los datos y otra cosa lo que siente la gente en la calle.

El señor Santiago, el dueño de la tienda cerca de mi casa es de Manabí, una provincia costera. Para él, Quito es tranquilo, muy solo por las noches pero con “gente que no se mete con nadie”. Asegura que en su provincia natal, las cosas son diferentes: “La gente se queda hasta la madrugada hablando en la calle, y hay muchas peleas por la mala bebida”. Vive hace quince años en San Juan y lo han asaltado dos veces.

La primera, una mañana que llegaba temprano para abrir su negocio, un indigente se le acercó con el pico de una botella y le exigió “unos centavitos para el pan”. Más por lástima que por miedo, le dio un dólar. La segunda vez, fue tras cerrar el negocio a las nueve de la noche. Unos motorizados lo detuvieron mientras caminaba a la parada del bus y le pidieron la billetera a punta de pistola. “Me robaron quince dólares y mis documentos de identificación. Ellos estaban más asustados que yo”.

Aún no he tenido esas experiencias en Quito. Aún no se me va la paranoia caraqueña y procuro estar pendiente de lo que mis sentidos me alertan puede ser peligroso. Sin embargo, como me dice mi esposa, siempre es de sabios escuchar consejo de los que saben. De los que tienen años recorriendo esta ciudad —y este país— de norte a sur. Así que tomo nota y algunas veces caigo en las comparaciones odiosas que hacen los que no tienen mucho conocimiento del tema y digo cosas como: “no me roban en Caracas y me van a venir a robar aquí. JA”. 

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La percepción sobre la seguridad —e inseguridad— es universal. Por ejemplo, en otro trabajo publicado por la Flacso: “La violencia en América Latina y el Caribe” en 2012, escrito por los investigadores Mayra Buvinic, Andrew Morrison y Michael Shifer se explica que cada país vive involucrado en su nicho de violencia sin considerar los problemas de países vecinos.

En México, la percepción de inseguridad ciudadana se ubica en un 80%, a pesar que la mayoría de los delitos violentos se cometen hacia las regiones del Pacífico y el norte del país por la guerra declarada entre el Estado y los carteles de la droga. La capital: Ciudad de México, ha escapado de esto en parte, al ser una zona neutra entre estas dos facciones. En los últimos cinco años, el femicidio también ha crecido en esta región, no sólo en México, sino en otros países centroamericanos como Honduras, El Salvador y Guatemala. Donde un alarmante 45% de los asesinados son mujeres. Otro ejemplo es Colombia, que aún sufre los lastres de los más de cuarenta años de guerra contra la guerrilla, y sus ciudadanos perciben que el país es inseguro en un 42%.

En Venezuela, los números están por sobre toda media. El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal de México, en 2017 nombró a Caracas la “ciudad más violenta del mundo”: durante 2016 se registraron, cada mes, 130,35 asesinatos por cada cien mil habitantes. Entre las diez primeras ciudades del ranking global figuran otras tres venezolanas: Maturín, Guayana y Valencia.  Es algo que se repite tanto en los medios de comunicación locales e internacionales:  la mayoría de los venezolanos no conocemos el concepto de seguridad ciudadana. Nos sentimos extraños al emigrar a otros países y observar el tratamiento legal y cívico de sus ciudadanos ante un crimen o una falta en las leyes. Ese sentido de adaptabilidad al hecho de que la vida de uno no corre tanto peligro, tarda en asentarse dentro de nuestra paranoia bolivariana. Todo esto pasa por un cambio en la percepción. En dejar de sentirse pájaro de mar por tierra.

Recuerdo la primera vez que me robaron. Vivía en el centro de Caracas y tenía quince años. Desde el colegio donde estudiaba bachillerato hasta mi casa habían unas veinte cuadras. En un punto intermedio de la ruta que siempre tomaba estaba la plaza La Concordia, conocida por albergar a microtraficantes de droga. Siempre que pasaba por ahí, activaba mis cinco sentidos al máximo. Iba solo al colegio desde los doce años, un logro en la construcción liberal que nos da la adolescencia. Pero ese día, mi libertad se fue por el caño: un par de rateros me atraparon al lado de una jardinera y con puñal en mano me pidieron todo lo que llevaba encima. No me quitaron los zapatos porque negocié mi dignidad: “son los únicos que tengo para ir a clases”, les dije. Desde ese día, cada vez que caminaba por esa plaza, sentía un hormigueo en la boca del estómago. Un hormigueo que nunca se fue. Eso que todos llamamos miedo.  Un hormigueo que aparece y desaparece, según nuestras percepciones. Así como yo me siento tranquilo caminando por San Juan a las nueve de la noche mientras llego del trabajo, no olvido lo que me dijo mi casero el día que me arrendó el departamento: “esto es tranquilo. Sin embargo, le recomiendo no salir tan tarde por ahí. Los demonios están en todos lados y vienen en diferentes formas”.