Hay un señor del pasado que se comunica con el presente a través de las redes sociales. Es tal vez el mayor triunfo del mundo digital: servir como un portal de tiempo, entre un tiempo de violencias retóricas y falsos dilemas, y el presente que queremos construir, uno en que cada caso se mira, se analiza y se entiende dentro sus contextos. Pero es la gran derrota del señor que tuitea y tuitea. Cada tuit suyo no es más que un intento por no ser olvidado, por no ser relegado a esa dimensión a la que ahora pertenece: a lo que ya fue, a lo que pasó —probablemente, a lo que no volverá a pasar
El Ecuador no ha cambiado demasiado desde el tiempo de ese señor que vive atrapado en el espejo digital donde se mira y proyecta vanidoso, pero hay pequeños signos que refrescan el escenario. Es como si una ligera llovizna hubiese caído después de meses de sequía: el leve roce con el agua nos ha recordado que la lluvia existe, y que esperamos que pronto caiga un aguacero, a pesar de tanta gente que lo quiere impedir. Por eso es importante olvidar, para siempre, desterrar de nuestra lengua, exiliar de nuestras sobremesas y dejar de consentir la irrupción de ese pasado en el presente.
Ese señor que busca nuestras reacciones a cada uno de sus tuits está inmerso en un desesperado intento de sobrevivir. Por eso, lejos de enfadarse con que muchos quieran reportarlo, denunciarlo, ponerle carita brava con los cachetes rojos y mostrar nuestra indignación, el mejor remedio para este bully sin aparato ni ejército que lo respalde es ignorarlo. Dimensionarlo en su justo tamaño, ponerlo en la perspectiva de lo que es: pasado, oblivio, ausencia de futuro, oscuridad.
Parece algo sacado de Harry Potter. El señor que perdió su cuerpo político quiere volver, hecho bit, transmutado en pixel, decodificado del binario, porque se hizo cadáver político en cuestión de días. Quien le dio las más determinadas paladas de tierra a su tumba fue un antiguo colaborador suyo, a alguien que no puede acusar de quererlo perseguir, porque toda la vida le sirvió, lo alabó y lo celebró —pero ahora empieza a dar giros propios de un Snape. Un hombre menos brillante que él, menos encantador, menos bravo y menos mitológico que él —un hombre que parece más terrenal, menos heróico. Un tipo sobre el que desde el principio, al igual que con el discreto Severus, nos costaba ver como parte de los mortífagos, ahora parece tener una agenda oculta —al menos distinta— después de tantos años de pretender servir al señor que hoy quiere volver.
Por supuesto, ese hombre, ese Snape andino, no será el héroe de nuestra historia. Es probable que sea apenas un vaso comunicante, un punto entre venires y porvenires. Pero tenerlo a él en la palestra es mucho mejor que soportar al señor que tuitea y tuitea y debe ser olvidado. Sus vanos intentos, sus escritos en el Daily Prophet de la propaganda estatal son intentos por salvar el último de su horcruxes, que habita en un espacio digital, y que a medida que pasan los días se va apagando.
Cada día ese señor que odia, y que tuitea su odio, que pide guerreros digitales cuando el Ecuador lo que necesita es simple buenos vecinos y empáticos seres humanos, se va convirtiendo más en carne de pretérito. Sus músculos políticos se debilitan, la piel se le está pegando en los huesos y tiene frío. Sabe que ya no es presente. Sabe que muy pronto su tiempo al frente de todo —que fue un época de cambios abruptos, de avances que disfrazaban atropellos, como tantas veces lo vio el mundo ya— será reseñado como un tiempo de convulsión y pocas victorias, todas materiales y reversibles. Pronto se dará cuenta que no hizo un solo cambio trascendental: permitió que las mujeres sigan muriendo en tugurios clandestinos por no legalizar el aborto, perpetuó la inferioridad legal de las personas por su orientación sexual y, aunque al principio quiso aliviar la carga de los microtraficantes de drogas al final los persiguió como si no supiese que esa persecución jamás acabará con la violencia del narcotráfico, sino que terminará con más gente pobre, con la última hebra del extremo más débil de esa cuerda narcótica. Pronto sabrá que no fue el viejo luchador que quiso emular, sino que más bien pasará a la historia como un santo del patíbulo más.
Por eso es vital dejarlo gritar como quien deja gritar a un niño malcriado en medio de una plaza para que se canse. Muy pronto le sucederá lo que al uranio con el paso del tiempo: se hará plomo, que es la forma material del olvido. La diferencia es que al uranio le toma una eternidad, y a él le ha pasado en pocos días. Cada vez su marca es menos evidente. Cada vez está más cerca su partida. El 30 de junio se irá a un reino lejano, desde donde seguirá intentando llegar al presente al que ya no pertenece. Su mayor frustración es que su época no es tan lejana pero se ve tan distante, tan anacrónica, tan de otro tiempo que no fue mejor, y que la tenue luz que alguna vez irradió está por extinguirse, para bien de todos, muggles y magos, moros y cristianos, tirios y troyanos. Así que hagamos ese compromiso, y recitemos uno de los conjuros más poderosos que existen: el de prescindir por completo de aquellos que se creen indispensables, el de minimizar a aquellos con complejos de grandeza, con la demoledora magia del silencio.