Después de diez años de gobierno, en materia de derechos LGBTI hay un balance mezclado: se dieron ciertos pasos pero padecimos el conservadurismo recalcitrante de Rafael Correa. El Presidente sucumbió a la tentación de imponer discriminación vía políticas públicas retardatarias, autoritarias, invasivas. La Constitución de 2008 —promovida como principal promesa de campaña de Alianza País— coincidió con la tendencia occidental de avanzar en el reconocimiento de las diversidades sexo genéricas. A la Asamblea Constituyente de Montecristi llegó gente muy progresista —Tania Hermida, María Paula Romo, Alberto Acosta— que logró que estos reconocimientos se trasladaran al texto constitucional. Y llegaron en la bancada ganadora del partido de gobierno. Si se revisa las extensas actas de las discusiones de la Constituyente, se puede encontrar a quienes defendían estos postulados que no eran solo sobre los derechos a reconocernos en nuestras identidades sexuales, sino a pensar también en la conformación de las familias más allá del modelo tradicional. Y estas opiniones venían —hay que reconocerlo— principalmente desde la bancada gobiernista. Pero hay que decir que esas conquistas se consiguieron gracias a los esfuerzos de esos progresistas que iban con el envión político del momento y, siempre, a pesar del presidente Rafael Correa.

Correa, autodefinido curuchupa y medio, nunca renunció a su oposición a las diversidades sexogenéricas. Ni siquiera en la época de la Constituyente, cuando las posiciones progresistas de su bancada lo enfrentaron con las formas más conspicuas del poder tradicional. En su campaña a favor de votar NO a la aprobación de la Constitución aprobada en Montecristi, el entonces presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana monseñor Antonio Arregui dijo que había puntos que para la Iglesia Católica no eran negociables:  la defensa de la vida desde la concepción, la familia y el matrimonio monogámico heterosexual. Todas posiciones con las que Correa coincidía. Ya hacia el final de la campaña del reférendum, en 2008, el gobierno sacó unos spots en los que se veía a un pelucón francés repitiendo las mentiras con las que la oposición quería desprestigiar la nueva carta fundamental. Entre las cosas que decía la caricaturesca figura a la que le iba a creciendo la nariz era estaban la desaparición de la propiedad privada: “Y te van a quitar todos tus bienes: tu casa, tu carro, tu plasma, hasta tu perro” decía en un momento. Y en otro “Y con la prohibición de asesinar animales nos quitan la libertad: ni cangrejadas podremos comer”. Y en medio de todo eso “y los hombres se podrán casar entre ellos, imagínense ¡los hombres!”, y “con el Sí legalizarán la droga, el matrimonio gay y volverá el Sucre”. Un asunto de igualdad de derechos para todos y todas enredado con los temores más arraigados en el Ecuador: perder lo poco que se tiene, que los hijos se pierdan en la droga y el retorno del Sucre, la moneda que fue símbolo de la debacle económica y social de finales del siglo veinte. Un shampoo malicioso con el único propósito de ganar votos, en el menos sucio de los casos, o con la intención de perpetuar una discriminación en contra de la población LGBTI.

Para entender a Correa y su gobierno y su relación con las minorías de diversidad sexogenéricas, hay que entender al Ecuador. En 2007 habían pasado apenas una década desde la descriminalización de la homosexualidad. Pero fue una victoria dolorosa. En este país no estaba penalizada la homosexualidad entendida como la atracción entre dos personas del mismo sexo, sino la penetración anal entre hombres. Era uno de los tipos penales más crueles y violentos que uno podría imaginar: no solo criminalizaba doblemente a los homosexuales varones, sino que invisibilizaba a las mujeres. Un delito por el que, según los registros, jamás fue alguien a la cárcel, pero era la estructura legal que mostraba el gran prejuicio social que existía. Y la sentencia que lo declaraba inaplicable lo era el remate de la perversidad: no declaraba ilegal esa disposición del código penal con fundamento en la garantía básica de que nadie debe ser discriminado por su orientación sexual, sino porque la homosexualidad era una desviación, una enfermedad y la ley dice que los incapaces mentales no pueden ser penalmente responsables. Ya no éramos criminales, sino enfermitos. Todo el prejuicio metido en las palabras de la ley. En medio de todo ello, hubo ciertos intentos por darnos visibilidad: la activista Elizabeth Vásquez registró ante un notario una unión civil en términos de un contrato. Era una época en la que había que hacer interpretaciones de la ley como ejercicios creativos para buscar reconocimientos. Ese fue el Ecuador al que le tocó la coyuntura de su Constituyente de Montecristi.

En ese momento en que hubo el primer gran retroceso: dimos un salto hacia atrás de cincuenta años. Desde 1945, las Constituciones del Ecuador no hablaban de una institución entre un hombre y una mujer. El Código Civil hacía esa distinción, no pensando en las parejas del mismo sexo —para entonces estaban criminalizadas, y por ende incapaces de contrato alguno—, sino para evitar la poligamia. Es decir, lo que la ley quería ahí resaltar era un hombre y una mujer. Los asambleístas constituyentes de la época nos deben una explicación de cómo terminó el artículo 67 redactado de esa manera y, también, de cómo fue que la adopción terminó restringida solo para parejas de diferente sexo, pero no es descabellado pensar que fue una imposición de Rafael Correa.

***

El gobierno de Alianza País de 2007 a 2017 se caracterizó por sus ambivalencias en temas sensibles. En materia ambiental, propuso la no extracción del crudo debajo del parque Yasuní, pero en 2013 no solo que declaró que lo explotaría sino que fustigó a los ambientalistas que lo criticaban y se entregó de cuerpo entero a la minería a gran escala. Lo mismo sucedió en educación, donde se construyó infraestructura nunca ante vista en el país, pero de funcionalidad y eficiencia puesta en entredicho por expertos. Esa misma paradoja se vivió en los derechos de los migrantes: fuertemente defendidos para los ecuatorianos residentes en el extranjero, pero arbitrarios y legalistas con los extranjeros residentes en el Ecuador. En materia de derechos GLBTI, la tónica fue idéntica.

La primera bipolaridad en ese tema fue que se haya reivindicado ciertos derechos pero que el matrimonio igualitario haya quedado enterrado por mandato constitucional, la norma máxima de este país. Es decir, un paso adelante de los movimientos progresistas y saltos hacia atrás de las huestes ultraconservadoras, encabezadas por Correa.

Fue ahí cuando hubo una especie de efecto contrario: cuando se le cerró el paso al matrimonio igualitario en la Asamblea Constituyente fue cuando mayor fuerza cobró la causa. Esa negativa trajo al debate público temas que antes habían sido marginados en medios y espacios legislativos. Conceptos que en el pasado fueron tratados de forma lírica o somera fueron consolidándose: de pronto, el Ecuador empezó a hablar de orientación sexual, identidad de género y el libre desarrollo de la personalidad. Cuestiones que, después del 2008 hasta hoy —y también por la influencia del mundo occidental— ganaron terreno. Mucha gente, ya sin el riesgo legal de la criminalización, salió del clóset; para constituir una familia, o simplemente para poder asumirse como persona de forma pública. Así que por mucho que los artículos 67 y 68 de la Constitución quedaron —y fueron mayoritariamente votados— con una redacción brutalmente discriminatoria y retrógrada, la norma fue totalmente contraproducente para los esfuerzos de quienes querían cerrarle el paso a las discusiones que nos eran relevantes. Era, también, denunciar la primera ambigüedad  de una Constitución que se suponía era casi perfecta (e iba a durar 300 años).

Sobre esa inconsistencia —o mejor dicho, contra esa inconsistencia— comenzamos a avanzar hacia la aceptación de la diversidad. Primero fue el caso de la niña Satya Rothon, la hija de Helen y Nikkie, una pareja de mujeres británicas que vivían en las afueras de Quito y a las que un funcionario del Registro Civil les negó la inscripción de su hija usando un reglamento de 1978. Su negativa se fundamentaba “en procura de precautelar la seguridad jurídica de la filiación paterna, y en virtud de que nuestra legislación no contempla la duplicidad de filiación materna en una inscripción de nacimiento”. La resolución entraba en directo conflicto con el reconocimiento constitucional de los distintos tipos de familia. Por ejemplo, una en la que hay dos mamás y una hija. El Estado ecuatoriano, por supuesto, terminó por alinearse con los principios más retardatarios y los sesgos impuestos desde el Ejecutivo, pero ya no había manera de desviar la atención de lo que era, y es, un tema que tarde o temprano terminará por aceptarse, social y legalmente. La pregunta es cuándo. Y tal vez ese sea el desafío del próximo gobierno.

Que los temas estén sobre la mesa es tal vez el más grande los avances. Algunos procesos que se iniciaron al amparo de esa nueva luz pública aún no se han cerrado. Otros, como la iniciativa Mi género en mi cédula —que buscaba que las personas trans pudieran identificar su género en el documento oficial— fue un avance en cuanto al reconocimiento del Estado de la existencia de la diversidad genérica, pero que requiere un engorroso trámite y que terminó legislado de una forma distinta a como estaba inicialmente pensado. Fue un paso importante para efectos prácticos poder mostrar, a la luz pública, oficializado por el Estado un elemento determinante de la identidad propia. Pero como efecto pedagógico posterior, para enseñarnos a no pensar en género solo cuando vemos a una persona trans, cuando deberíamos pensar en género cuando nos vemos todos, no se logró. Y tuvo, como siempre, el mismo detractor de siempre: Rafael Correa. Es difícil olvidar aquella sabatina en que dijo que lo que él llama despectivamente ideología de género no resistía el menor análisis académico y que destruía familias. Sobre la ley que permitía el cambio de estos datos en la cédula, si bien defendió que las personas puedan registrar el género al que se sienten que pertenecen, enseguida empezó con los peros propios de los discriminadores: dijo que no iba a ser tan fácil porque había que “hay que ser mayor de edad, hay que tener testigos que dos años esa persona se ha identificado con ese género». Y terminó por volver a enroscarse en el caparazón de sus prejuicios: “Siempre vamos a defender la familia tradicional, de un papá, una mamá, hijos de ambos sexos”. Una vez más: los pasos de los progresistas dentro del proyecto político de Alianza País y las conquistas de los activistas se veían revertidos por la opinión moral del personaje más influyente que ha tenido el país. Lo mismo sucedió con el cruce de tuits que tuvo con la activista del matrimonio igualitario, Pamela Troya, a quien le dijo que plantearía una consulta popular sobre el tema, desconociendo que los derechos fundamentales no se consultan, se reconocen y protegen.

***

Las mejores cosas en materia de derechos LGBT se lograron hacer en esta década cuando pasaron por debajo del radar de la moralina presidencial. Uno de los mejores ejemplos de esta realidad fue la caída en desgracia de la Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar y Prevención del Embarazo en Adolescentes (Enipla). La Enipla no era solamente un programa de uso de métodos anticonceptivos, como se quiso presentar, sino que, además, era un enfoque progresista de la sexualidad, e incorporaba el tema de las familias diversas. El terror del Presidente en ese momento era que a los niños en las escuelas se les hablara con claridad, frontal y naturalmente de las diferencias sexuales, de la diversidad de las familias y no solo, como decía Correa, de las que se produjeron después de los quiebres sociales de la crisis generada por la quiebra bancaria de 1999, sino también las que existen al margen de la heteronormatividad —y que seguirán existiendo, aun a falta de reconocimiento legal, y que no presentan ningún riesgo ni amenaza para el modelo tradicional.

En definitiva, ha sido una década entre la tensión entre los esfuerzos (y logros) de activistas y funcionarios progresistas y un presidente reaccionario. Los mayore éxitos del gobierno que se acaba se dieron en visibilidad: fue el primero en tener funcionarios de la diversidad sexual —aunque la ministra Carina Vance no haya sido todo lo activista que hubiésemos querido—, y muchas políticas forjadas en el silencio del trabajo diario, fuera de la discusión pública que ponía en alerta a los sectores más retardatarios de la administración, generaron un cambio que —dicho sea con justicia— se habría visto muy en riesgo si hubiese llegado Guillermo Lasso al poder. Los retrocesos, que fueron varios, tuvieron su peor ejemplar en el retroceso del reconocimiento a la diversidad familiar: desde el texto constitucional presionado por Correa y las esferas conservadoras religiosas, pasando por la negativa a la adopción y terminando en la constante denuncia alharaquienta en contra de una supuesta ideología de género terminaron por dejar al gobierno de Alianza País del lado más triste de la historia, en un mundo que da pasos cada vez más rápidos hacia la igualdad.

El desafío de Lenín Moreno será renunciar a marcar su gestión con el sello de su moral personal (sea cual fuere), reivindicar no solo la igualdad sino la diversidad e insistir en combatir las formas de violencia que aún padece la población LGBTI (sean trans violentados en la calle, o personas homosexuales internadas contra su voluntad para ser “curadas”) y combatir la homo, trans y lesbofobia en todos los ámbitos de la sociedad, desde escuelas y colegios hasta en los espacios públicos. Solo así podrá dejar de dar la así llamada ‘Revolución Ciudadana’ un paso hacia adelante y muchos otros para atrás.