El correísmo nos deja varias tristes postales: el presidente Correa gritando a la gente durante el terremoto de abril de 2016 que al que gritaba lo metía preso, el mismo Presidente bajándose de un carro para ponerse cara a cara con un niño que lo ofendió (o cuando la Secretaría Nacional de Comunicación montó una cadena nacional de réplica contra ese mismo muchacho), o la negativa del Presidente de hablar con mujeres de la amazonía que lo fueron a buscar y que acamparon en un parque de Quito, la deportación de hecho de la académica Manuela Picq por tener una idea política (como la tienen el canciller francés Guillaume Long), los allanamientos desproporcionados a las casas del activista político Fernando Villavicencio, la agencia de publicidad de la campaña de Guillermo Lasso y la encuestadora Cedatos, el día que salió con una cara de fierro a decir que el mundo nos había fallado en lugar de hacerse cargo de su propio fracaso y anunció que explotaría el Yasuní ITT. También podríamos recordar las fotos en las que posa sonriente con el ex gerente de Petroecuador y sindicado por corrupción Alex Bravo y luego su rostro sin rubores diciendo que ni lo conocía, o las imágenes y la invitación al evento de desagravio de su primo Pedro Delgado, a quien —según el gobierno y sus ciegos acólitos— la prensa corrupta injuriaba y que, después de reconocer sus culpas, se fue a Miami a una boda sin final que ha terminado por ser una metáfora precisa y triste de la parranda del despilfarro y el autoritarismo en que se convirtió el gobierno embriagado por su popularidad, imágenes tan vergonzosas como los abrazos y los cantos de cumpleaños feliz y las metidas de cara en la torta de Pareja Yanuzelli —un funcionario que trabajó nueve años en el gobierno pero a quien el Presidente llamó infiltrado cuando se descubrieron sus actos de corrupción. Lo trágico de todo, tal vez lo más doloroso, no son las cuentas en Panamá, ni los correos de intimidades cruzados entre el más alto representante del Estado ecuatoriano y un prófugo de las justicia, sino la capacidad de mirar cada tanto a cientos de cámaras y decir frente a cientos micrófonos que a esos, los caídos en desgracia, los cogidos con las manos en la masa, no los conocían, no los habían puesto ellos, que eran funcionarios de carrera, cuando quedaba claro que eran no solo parte clave de la administración del bien  más caro de la economía ecuatoriana, el petróleo, sino, además, corifeos no solo de la política sino de las guitarreadas, las fiestas y las celebraciones. El correísmo nos deja momentos de inverosímil abyección: como aquél en que un superintendente rabioso dijo sin que nadie se inmute cómo debían titular los medios y dijo como cualquier censor de la Italia fascista, la Unión Soviética o la dictadura militar chilena cuáles eran los titulares apropiados: “Espero que mañana no salga el titular: $ 633.000 ha cobrado la Superintendencia en los tres años de trabajo. Aspiro. Dicen que guerra avisada no mata gente, decía mi abuelita”. O después podría uno hacer un poco de memoria y volver a escuchar las palabras tristes del secretario jurídico de la Presidencia, Alexis Mera, cuando dio su sincera y torcida opinión sobre el momento en que las mujeres deberían comenzar su vida sexual, o aquella vez en que, celebrando su cumpleaños, el presidente Correa dijo que de Cuba le habían mandado habanos y ron, puro vicio, y que solo faltaba que de la caja que le llevó el embajador cubano hubiese salido una mulata y jiji, jajaja, o esa otra vez en que pidió la importación de la virreina de Monterrey y  el mashi Maldonado (su traductor al quechua en el gólgota del pudor y la prudencia que son las cadenas de radio y televisión de cada sábado( le contestó que no no hacía falta importar: “Producto local bueno es”. Y de nuevo, la risotada, la chacota, la conversación de machos en camerino de la que hablaba Donald Trump, pero en público, en vivo y en directo y en la boca desmesurada del hombre más popular del país, ese que ha confundido la fama con la infalibilidad, la popularidad con la ley. Hay una lista interminable de ocasiones en que el presidente Correa, o sus adlateres, pudieron ser más grandes que sus opositores pero todas las veces, sin excepción alguna, eligieron no solo ponerse a tono con sus atacantes (como cuando lo citó al político Andrés Paéz para irse de golpes), sino que fueron más pequeños, de espíritu y actitud, con el agravante de tener todo el aparato estatal detrás de esa forma de actuar. Nos lo recordó cada vez que su escolta de encapuchados que no se identifican detuvo para cuestionar a los que, a veces con palabras, a veces con gestos, le hicieron saber que lo desaprueban. Podría llevarme las manos a la cabeza solo de recordar que, nada más hace pocos días, otros encapuchados se bajaron de un carro del Ministerio de Justicia, un nombre hecho paradoja, para tomar fotos. Podría preguntarme qué harán los otros miembros de ese Ministerio que ni siquiera los fotógrafos, el más inofensivo de los oficios donde algo se dispara, quieran dar la cara. Podría hacer que esta lista que ya es bastante larga y está dicha como en un solo tirón sea aún más extensa. Pero hay una muy reciente, tan reciente que aún parece mentira: aquella en que una Isabel Robalino, anciana defensora de los derechos sindicales, una mujer de noventa y nueve años, en una silla de ruedas deba ir a un juzgado a defenderse porque uno de los funcionarios mimados del correísmo, el contralor Carlos Pólit, la tiene a punto de ser sentenciada judicialmente, como a los ocho miembros de la Comisión Anticorrupción. La demanda presentada por Pólit se basa en la declaratoria de malicia y temeridad de la denuncia presentada por la Comisión por supuesta corrupción en la Refinería del Pacífico, el fracaso emblemático del intento del gobierno de Rafael Correa por cambiar la matriz productiva que todo lo que ha logrado es cambiar unas toneladas de tierra de un lado a otro. Según el abogado de Pólit, la causa será llevada a sus últimas consecuencias. La fotografía de los miembros de la Comisión, mayores y sonrientes, sentados ante la Corte que el contralor busca se les imponga la máxima pena por el delito del que los acusa (2 años) y recibir una indemnización de 900 mil dólares es tal vez la más triste de las postales que nos deja el gobierno que se acabará el 24 de mayo de 2017 para bien de todos los ecuatorianos.