La intolerancia en el Ecuador es irritante, lacerante y purulenta. He abandonado varios grupos de WhatsApp, he divergido frontalmente con familiares y amigos por tildar de pendejos, borregos o burros a todo aquel que piense (o vote) diferente y he optado por auto-prescribirme eliminando también a varios contactos de mis redes sociales por sus discursos tóxicos y destructivos. Los ecuatorianos nos malgastamos unos a otros solo por pensar diferente. La RAE define a la intolerancia como la falta de voluntad a tolerar algo, sin embargo, la definición médica me parece más precisa: dice que es la incapacidad innata o adquirida del organismo para asimilar ciertas cosas que, aunque no resulten tóxicas, producen una reacción alérgica incontrolable.

Esta intolerancia nociva y crónica, obnubilada a veces por clasificaciones al mundial de la selección de fútbol o terremotos, perdura en nuestra sociedad a nivel individual y colectivo. El problema de ahora viene con un momentum propio de una de las elecciones más reñidas de nuestra historia, sumado al veneno de políticos irresponsables que mezclados con las redes sociales conforman una hecatombe civil.

Los últimos años la confrontación, los malentendidos y los odios han sido evidentes, pero no es Rafael Correa per se el que nos “separó” como muchos quieren que creamos, sino la tendencia política adquirida del correísmo y anticorresímo. El odio a todo aquel que milita, luce o piensa diferente ha acompañado nuestra historia desde siempre. La transición del poder político ha sido siempre violenta: desde la insurrección de los republicanos hacia la Corona española, pasando por los asesinatos del Mariscal Sucre o de Eloy Alfaro hasta la no tan lejana eliminación de líderes sociales y políticos,  matanzas colectivas y aquellas nunca olvidadas desapariciones forzadas que tanto daño nos hicieron.

La intolerancia no es propia del Ecuador y su origen, aunque es complejo, ha sido analizado y explicado por varios académicos. “Political Intolerance in the Context of Democratic Theory” establece cuatro factores desencadenantes de la intolerancia: el nivel de autoestima, la inseguridad psicológica, el autoritarismo y la estrechez mental o rigidez psicológica. Si bien estos factores son comportamientos difíciles de identificar, la intolerancia política ha sido claramente identificable entre los actores políticos de turno y actualmente muy visible entre la sociedad ecuatoriana. Esta intolerancia y falta de respeto es evidente: es cuestión de hacer un comentario político en redes sociales o en el lugar equivocado y nos exponemos a improperios y descalificaciones; tu amigo (actualmente tu rival político) te ataca a ti y no debate tu argumento, algo que se conoce como Ad Hominem.

La libertad de expresión es el fundamento para alcanzar una sociedad más justa, libre y democrática, pero en los últimos años las redes sociales se han vuelto tarima pública de muchos ciudadanos donde la libre expresión camuflada muchas veces en el anonimato transforma nuestros pensamientos en un discurso lleno de odio, epítetos, violencia, amenazas, racismo y xenofobia.

Esta batalla no solo está en las calles entre amigos y familiares sino también en los principales medios de comunicación —públicos y privados— donde las directrices claramente obedecen a intereses políticos de ambas partes. Medios —públicos o privados, tradicionales o digitales— han contribuido a generar polémica de una manera tan personal, polarizada y parcializada que lapida todo intento democrático de hacer oposición. Medios privados con claras posturas políticas y aquellos medios incautados son también una plataforma política parcializada que ahonda aún más esta brecha que los ecuatorianos buscamos evitar.  

Jonathan Haidt, autor del libro The Righteous Mind, Why Good People Are Divided by Politics and Religion, dice que las personas no estamos hechas para escuchar y que mientras hablamos, nuestros patrones de activación cerebral indican que buscamos defender el porqué de nuestra postura, mas no el de contribuir a un diálogo o debate saludable y bidireccional. Por ejemplo, en el Ecuador gran parte de los ciudadanos, por A o B razón prefiere defender el  #FueraCorreaFuera ante toda lógica política en vez de luchar por los ideales respetables que van de la mano de una u otra tendencia política. Hasta antes del correísmo la objeción histórica en este país había sido entre la derecha neoliberal y la izquierda socialista, con sustento ideológico y político válido. Antes de Correa salíamos a las calles para protestar por medidas económicas que laceraban nuestro existir. Un ejemplo es la marcha en contra del feriado bancario en Quito que ocurrió al mismo tiempo que la liderada por León Febres Cordero —llamada marcha de los crespones negros— a favor del Banco del Progreso en Guayaquil. Actualmente, la lucha se reduce al dualismo de ser correístas o anticorreístas.

La inmadurez y la apatía política del ecuatoriano es evidente. Un día aquellos forajidos que lucharon en contra de las medidas antipopulares que tumbaron a Lucio Gutiérrez, comparten tarima con él. Otro día aquellos que defienden la equidad de género no dudan un segundo en salir a las calles y gritar “el que no salta es borrego maricón”. Y otro, aquellos que  aplaudieron a la Misión Manuela Espejo como obra positiva irrefutable de Lenín Moreno no dudan en compartir improperios que hacen referencia a su paraplejia. La intolerancia parece estar codificada en nuestros genes, el mismo doctor Jonathan Haidt argumenta que necesitamos fomentar una cultura de «generosidad de espíritu» a través de la cual la gente extienda a su contraparte debatiente el beneficio de la duda en lugar de suponer que existe una sola verdad absoluta y esto se logra con educación, exposición pluricultural y respeto.

Es evidente que el balotaje de segunda vuelta nos ha dejado muchas lecciones. Ha traído desazón y desesperanza para la mitad menos uno de los ecuatorianos y un sentimiento de alegría empañado de autocrítica y re-estructuración política a la mitad más uno. Estos últimos días hemos evidenciado las consecuencias de vivir en un país donde la política se basa en percepciones y no en realidades. Aquellas percepciones empujadas por los nunca exactos “exit-polls” avivadas por actores políticos simulando a los trompeteros de la apocalipsis, por veedores que antitécnicamente proclaman empates técnicos y por acciones impensables y poco atinadas del Estado han caldeado los ánimos de los ecuatorianos.

El malestar, la desazón y la inconformidad de muchos de los ecuatorianos es entendible pero ya es tiempo de regresar a la calma. Todos tenemos familia y amigos que están de uno u otro lado de la contienda electoral, y enfrentarnos unos con otros solo profundiza la polarización y la desunión. Como dijo el coach de football Terry Neill, “El cambio es una puerta que solo puede abrirse desde dentro”.