Quiero empezar por donde corresponde: son innegables los avances de estos diez años en salud, educación, vialidad, infraestructura del Estado y estabilidad política. Por ejemplo, ahora las personas tienen un centro de salud, clínica u hospital relativamente cercanos a sus casas. Vas y te dan un turno (que a veces puede demorar meses) pero al fin y al cabo accedes a la atención de un médico, algo que antes era muy difícil y a ratos hasta imposible: aun cuando hay mucho que mejorar (especialmente en la calidad de atención, los medicamentos y suministros) el acceso en sí es una diferencia enorme en la vida de miles de ecuatorianos. En educación, el avance principal para miles de ecuatorianos también es ese: poder acceder a una escuela pública, sin tener que sobornar a nadie para lograr enrolar a sus hijos. Además, existe un sistema más claro para el acceso a universidades y un sistema importante de becas para estudiar en el exterior. La vialidad es de las obras más tangibles para una población: todos la vemos, todos la transitamos, y transforma la vida de quienes que se benefician de sus conexiones. La infraestructura estatal mejoró: desde el registro civil hasta los Centros de Policía Comunitaria, desde la Policía Judicial hasta los complejos deportivos. Ha existido un importante gasto en mejorar las instalaciones y, por ende, la forma en que se sirve al ciudadano. Finalmente, ha habido estabilidad política: diez años con el mismo presidente, cuando en la década anterior a esta habíamos tenido seis. Entonces, si existen avances que se ven, tangibles, innegables, que tienen un profundo impacto en la vida de los ciudadanos, ¿por qué votar por Lasso? ¿Por qué si todos los políticos han robado, por qué si antes no teníamos todo esto, por qué votar por un movimiento político nuevo?

Para responder esta pregunta, hay que entender el contexto en que todo lo anterior sucedió. El precio de estos avances ha sido coartar la libertad de expresión, concentración de poderes limitando efectivamente las tareas de justicia, uso ineficiente de recursos, altos niveles de corrupción, serias acusaciones de ilegalidad en el uso de recursos públicos, y una intromisión del Estado en muchas áreas de la economía volviéndose dependientes del poder estatal. La estabilidad política ha venido a costa de dividir al país, descalificar e insultar al que piensa diferente, amedrentando a opositores, reprimiendo con exceso de fuerza, enjuiciando y encarcelando a los que protestan.

Las cosas hay que hacerlas bien hechas y no podemos sacrificar la libertad de expresión, ni el derecho a enjuiciar al que hace mal las cosas y que pague por sus actos. No podemos aceptar el abuso de poder para beneficio de unos, no podemos justificar la forma en que se han conseguido todos los avances mencionados, por más profundos y trascendentales que sean. No está bien aceptar estos logros sin fiscalización, sin control, sin contrapesos y balance de poderes.

Más allá del tema de principios y valores —es decir más allá de que todos podemos reconocer que el fin no justifica los medios— no podemos permitirlo porque desemboca en una ineficiencia social y económica que ya estamos padeciendo: El Estado controla todo, los que están conectados con él están por encima de la ley, que se aplica solo cuando conviene a los intereses estatales (por ejemplo, varias empresas chinas que operan en el país han tenido graves cuestionamientos laborales y ambientales).

El Estado existe para darnos servicios que son más eficientes centralizarlos que hacerlos individualmente (por ejemplo, la seguridad externa). Sin embargo, cuando se involucra en todas las actividades, muchas veces es para servir intereses políticos, para dar poder a los influyentes por sobre los que están afuera. Esta asignación de beneficiarios no es en función de la eficiencia económica, es en función del poder y eso degenera en una sociedad que no logra las cosas por méritos, una sociedad que no opera de forma justa. En una sociedad de este estilo se pierda confianza en que es posible tener resultados a través de procesos y mecanismos claros (lo que coloquialmente se llama hacer bien las cosas) y se pasa a una donde todo se consigue por la fuerza: imponiendo, atropellando, corrompiendo. Ejemplos de ese camino hay en el mundo. Están en Haití, Corea del Norte y Venezuela. eso nos lleva indudablemente a una sociedad como la venezolana,  donde la pobreza no es solo económica, sino espiritual, donde no se vive, sino que se sobrevive y espiritualmente, sociedades de supervivencia.

Tenemos todo para ser una nación próspera. Existen los recursos y la capacidad para hacerlo (como es evidente en los avances logrados en esta década). El tema está en hacer las cosas de tal manera en que sean un ejemplo no solo material, sino de procesos, gestión y aplicación equitativa de la Ley. El proyecto político de Rafael Correa ha cumplido su ciclo. Es necesario que llegue un gobierno que cambie lo que está mal, que pongan fin a la corrupción y rompa para siempre las argollas, que instaure contrapesos, que devuelva al sector privado el lugar que le corresponde en la economía. Todo esto se puede hacer sin dar marcha atrás en lo logrado, sino, por el contrario, mejorándolo. El candidato que ofrece esto sin duda es Guillermo Lasso.