Es difícil no notar la neurosis de la campaña presidencial 2017. Los candidatos Moreno y Lasso hablan de dos países totalmente distintos: uno habla del Ecuador de escuelas, carreteras, seguridad social y becas para las mejores universidades del mundo; el otro habla del Ecuador que vendrá —poderes independientes, sin periodistas perseguidos, sin desquiciantes casos de corrupción, con un ambiente menos polarizado. Escucharlos durante semanas implica sintonizar dos ondas que corren paralelas pero jamás se tocan. Si se los escucha por separado, parecería difícil concluir que están hablando del mismo lugar. Pero la brecha que separa a las dos candidaturas que han llegado a la segunda vuelta electoral del 2 de abril es tan grande, tan abismal, que uno corre el riesgo de olvidar que el 3 de abril de 2017 —de no mediar un cataclismo cósmico— está destinado a existir. Estamos llevando esta elección como una pelea a muerte, que no nos está dejando hacer las preguntas precisas para un futuro que tiene una sola certeza: solo uno va a ganar.
La pelea entre Lasso y Moreno es preocupante porque no es un debate de propuestas ni ideas, sino la lucha por imponer uno de dos temores. En las proyecciones simbólicas de Moreno y Lasso, su adversario representa el mal —llámese feriado bancario, llámese correísmo— y ellos el bien. Nada se habla de la incapacidad de cada parte de presentarnos una idea clara de ejecución de sus propuestas. Hay serios cuestionamientos que ni Moreno ni Lasso resuelven. Por ejemplo, en educación ambos se quedan de año. “Si tu candidato no sabe cómo cambiar la educación, cambia de candidato” fue la consigna que el movimiento ciudadano Contrato Social por la Educación (CSE) posicionó exitosamente en la campaña del 2002” —escribió el experto en educación Milton Luna— «Hoy, en esta segunda vuelta, si la consigna fuera acogida por la población, no habría por quien votar». Según Luna, Lasso carece una mirada integral en la materia y Moreno tiene una atadura política con el gobierno actual que le impedirá hacer los cambios necesarios. Pero a ninguno de los dos les estamos haciendo las preguntas de profundidad que precisamos hacerles sobre una materia tan delicada como la educación: estamos enfrascados en detener cuatro años más de corrupción correísta o bancocracia inhumana. Hemos comprado con facilidad el argumento de que la elección es un evento apocalíptico y nos toca estar con dios o con el diablo.
Y no: el país va a estar ahí al día siguiente.
El 3 de abril de 2017 nos encontrará enfrentados a los mismos desafíos que ya tenemos, que esta década —no creo que ni ganada ni perdida, pero definitivamente imaginada— no resolvió, sino que en muchos casos apenas visibilizó y en otros empeoró. Por ejemplo, como un acierto de Moreno se cita siempre la misión Manuela Espejo (dedicada a la atención de las personas con discapacidades en el Ecuador) pero —quizá por corrección política— no se ha hecho un análisis serio de su alcance. Lo mismo pasa con Lasso: ¿es en realidad el hombre de negocios que sus asesores pintan?
¿Podríamos hacernos estas preguntas sobre ambos candidatos sin que enseguida alguien juegue las cartas apocalípticas de continuismo y bancocracia? El amor por nuestros caudillos es una forma de reafirmar las ideas que nos hacen sentir seguros. Pedir una lectura histórica con sentido crítico sobre sus obras nos desestabiliza emocionalmente. Como si nos pusieran a dudar quiénes somos. Por eso lo más fácil en esta campaña ha sido refugiarnos en los motivos para los anti-votos. Los ensayos que he leído para justificar el voto por Lasso y Moreno son, en buena parte, razonamientos para evitar a Moreno y a Lasso, a Lasso y a Moreno, según quien escriba. No nos detuvimos a leer propuestas, a analizar viabilidades de planes de campaña, porque nos han convencido de que estamos primero enfrascados en la tarea de salvarnos del mal que suponemos es más grande: que gane el otro.
Esa misma paranoia fue la que hizo que ambos bandos gritasen fraude cuando los resultados no eran los que esperaban. Es la misma neurosis que tiene a cada lado alertando de un fraude que solo sucederá, claro, si es que el conteo final no los favorece. Es la misma razón por la cual suponen que el 3 de abril hay una lucha final por la democracia. Porque hay que tener claro que en Alianza País y en CREO dicen estar peleando por la salvación de la democracia. Uno podría pensar que lo hacen por cínicos, por simplemente llegar o mantener el poder. Pero suponer eso sería compartir ese cinismo y, además, abanderar un falso dilema. Lo sensato es suponer que los motivos son diversos e insondables, pero que ciertamente en ambos extremos del espectro hay gente sincera y honradamente convencida de que su pelea es institucional y democrática.
En ambos lados hay una racionalidad detrás de las posiciones electorales, pero en ninguna orilla podrían dar por legítimo el argumento de que en el otro lado hay gente que tiene motivos democráticos para decidir su voto. Y estoy segura que en ambos partidos no hay nadie que entienda que lo más probable es que la democracia está en estirar las manos hacia la brecha que los separa del otro, y que en ese espacio inmenso hay mucho hastío y escepticismo.
Hemos vivido una década de cambios sin diálogo. Antes de eso, tuvimos una de diálogos sin cambios. Fue tal la incapacidad de la clase política ecuatoriana de llevar sus discusiones a políticas públicas desde 1996 hasta 2006 que en el país llegamos a equiparar diálogo con corrupción: cuando los partidos hablaban entre ellos era para la componenda. Desde 2007, los cambios se dieron sin conversar y hemos caído en la peligrosa idea de que recuperar la necesidad de buscar el compromiso es una forma de debilidad e ingobernabilidad. Pabel Muñoz, hoy asambleísta electo por PAIS, lo reconoció: “la cultura política de los ecuatorianos es poco proclive al buen debate”. No sé si sea capaz de aceptar que un movimiento ha sido uno de los propulsores de que el debate no mejore. Su Presidente fue el que marcó al disenso como traición. Del bando de Lasso las cosas no han sido distintas. Andrés Paéz ejecutó al peluche de un borrego —como despectivamente se refieren a los correístas— en las protestas afuera del Consejo Nacional Electoral. Ramiro Aguilar, excandidato vicepresidencial de FE, dibujó este panorama en una entrevista con Plan V donde decía con claridad que ese convencimiento de que la política es lo que se siente en el norte de Quito le iba a costar la elección a Lasso. Pero muchos de sus seguidores han propuesto la idea de que criticarlo y hasta no querer votar por él es, también, una forma de traición. ¿No es el mismo argumento con el que Correa castigó a Fernando Bustamante o a las asambleístas que proponían la despenalización del aborto en ciertos casos? Disentir no es ser enemigos. Es hacer política.
Las campañas de Lasso y Moreno nos presentan el escenario del Día de la Independencia. Ambas candidaturas me recuerdan a esa película de la infancia en la que los extraterrestres llegaban a colonizar la Tierra, y todos los líderes mundiales decidían poner sus problemas a un lado hasta matar a los malvados alienígenas. Y sí, al final Will Smith y sus amigos los mataban a todos pero lo que no nos dábamos cuenta es que el mundo iba a seguir igual de jodido como la semana anterior a que llegaran los monstruos del espacio sideral. La elección presidencial de 2017 se le parece porque ambos contendientes están tratando a su adversario como un mal alienígena a nuestra realidad, como si fuese una plaga de otra galaxia dispuesta a vampirizarnos, cuando, en realidad, los dos son productos y proyecciones de nuestra forma de ser en el Ecuador. Ambos proyectos políticos precisan de ser escrutados y cuestionados. El gobierno que sale debe, como toda administración pública, rendir cuentas sobre su gestión, pero esa misma rendición de cuentas no debería —en el supuesto de que Lasso gane— poner en espera nuestro juicio sobre un potencial gobierno de CREO. Ya muchas veces le hemos dado margen al supuesto salvador y, como sucedió con Correa, cuando nos llevamos las manos a la cabeza fue demasiado tarde.
El 3 de abril de 2017 habrá un gobierno nuevo que precisará de que, para no repetir los errores del pasado, su escrutinio empiece en el instante en que se juramente. Deberemos hacerlo sin apasionamientos, sin condescendencias con los caudillos (que son, a la larga, condescendencias con nosotros mismos) y convencidos de que hay un país y por ende un futuro después de la elección ensombrecida por los nubarrones apocalípticos bajo los que estamos parados.