[dropcap] L[/dropcap]a incertidumbre fue la gran ganadora de la primera vuelta electoral de 2017. Fue un resultado que venía firme de la mano de ese enredo en que se convirtieron las encuestas previas al domingo 19 de febrero. El alto porcentaje de indecisos que mostraron todas las encuestas, sumado a los dispares resultados que arrojaban y a la cantidad de rumores y cifras sobre quién quedaba en qué lugar del podio, generaron un clima de ansiedad que solo se incrementó el día de las elecciones. Fue como esas novelas de suspenso decimonónicas: por boletines —primero los exit polls y luego los cómputos oficiales— que mostraban que Moreno lideraba, pero todavía no alcanzaba el 40%, con Lasso en un claro segundo lugar pero a más diez puntos de distancia. El problema es que todavía falta mucha tela que cortar para saber si la contienda se acaba ahora o sigue hasta abril. Y si sigue, nadie puede apostar qué ocurrirá. El país se encuentra, literalmente, en ascuas.

Pienso que no debería haber sido así. El sistema inventado por Alianza País para definir el triunfo en primera vuelta o el paso al balotaje mostró sus falencias este domingo. La ansiedad generalizada baila al ritmo de las décimas que acumula el binomio Moreno-Glas y la distancia que lo separa de la fórmula Lasso-Páez. Pero si se lee el mensaje del voto, como era el caso hasta antes de las reformas a las elecciones presidenciales -que modificaron la regla de mayoría simple para ganar en primera vuelta, por el de una mayoría calificada al binomio que alcanzara 40% de los votos válidos y con distancia de 10% sobre el segundo-, lo concreto es que hay dos candidaturas favoritas y una digresión del voto que eventualmente puede quebrar la balanza para cualquiera en una segunda vuelta.

La fórmula oficialista no alcanza: ni en la fórmula de votos válidos ni en la de votos totales, se logra el 50%. Su proporción es bastante menor, con cerca del 40% de los votos válidos, lo que habla que su voto duro todavía se sostiene y le da ventaja sobre el resto. Pero no puede afirmar que cuenta con un apoyo de mayoría simple, que es la fórmula más común —y lógica— con la que funciona la gran mayoría de sistemas democráticos. Lo concreto es que estamos en ascuas por un mecanismo que cierra la puerta a un esquema más perfecto (el balotaje, sin fórmula previa) para elegir presidente.

El problema es evidente: la incertidumbre genera muchas sospechas. La posibilidad de un fraude era parte de la discusión política previa a las elecciones. Razones había de sobra: el CNE ha mostrado una clara tendencia a facilitarle la vida a las candidaturas oficialistas y a dificultársela a la oposición: la intención del llamado de Yasunidos para el referendo que planteaban sobre la explotación de petróleo en el parque nacional que Rafael Correa autorizó en 2013 fue la quintaesencia de lo que en términos futbolístico se conoce como árbitro vendido: las trabas que sufrió el proceso contrastaron con la facilidad con la que, por ejemplo, el colectivo Rafael Contigo Siempre (que buscaba permitir la reelección del presidente Correa) avanzó.

Después de la elección del 19 de febrero, la discusión se trasladó a la posibilidad de que pueda darse una manipulación de las cifras en el CNE para forzar un triunfo oficialista en primera vuelta. El drama de las décimas de más o menos por las que pende el resultado de la primera vuelta es un sinsentido que abona a la inquietud. Y que se pudo solucionar con un sistema que permita el balotaje sin más requisito que dos binomios mayoritarios y con un porcentaje menor al 50% cada uno.

La pregunta clave es si el oficialismo pudiera perder en una segunda vuelta. Y la respuesta, con los resultados que muestran el conteo del 88% de las actas, es clara: sí es posible que la fórmula oficialista sea derrotada en el balotaje. La suma de los votos de las dos opciones de la derecha —Lasso y Viteri— alcanzaría un 44% de las preferencias. Si bien no se puede asumir que esta suma sería perfecta, dadas las crispaciones entre las dos candidaturas que pugnaban por el segundo puesto, lo cierto es que los binomios de CREO y el PSC están en las antípodas de Alianza País. Lo esperable es un acuerdo político entre las dos fuerzas, que se anticiparía gracias al llamado de Viteri a apoyar a Lasso en una segunda vuelta.

Con este escenario, la baraja de los apoyos se jugaría en el campo de los binomios que obtuvieron resultados más marginales. En ese sentido, el voto de rechazo al correísmo, que ha sido el denominador común de las campañas de Abdalá Bucaram y Paco Moncayo, en cierta forma implicaría una mayor posibilidad de sumarse al apoyo a Lasso-Páez. No sería la primera vez que entre dos males —los cortes ideológicos con Moncayo sobre quién es más de izquierda o entre izquierda y derecha; la disputa de la base electoral (Bucaram)— el voto contra Alianza País decante un apoyo mayor hacia Lasso. Como ocurrió con Macri en 2015, el voto castigo al gobierno podría darle el triunfo a CREO en el balotaje. Además, como recuerda Simón Pachano, la norma en el Ecuador desde el regreso a la democracia es que el binomio que quedó segundo en primera vuelta gana en el balotaje. Algo que quisiera impedir Rafael Correa, considerando que el timing para la segunda vuelta, particularmente con el caso Odebrecht, podría jugar aún más en contra de su binomio.

Más allá de este episodio de suspenso innecesario, las elecciones del domingo 19 de febrero mostraron que el voto duro del correísmo es una fuerza nada despreciable. Pero, a su vez, que el voto contra Correa es mayoritario. Lo esperable en democracia sería una pulsada de fuerzas en una segunda vuelta para que los ciudadanos podamos expresar qué es mayoría en Ecuador: la fidelidad al proyecto correísta o la desilusión y el hartazgo que ha producido en tantos otros.