Las noches del 25 de enero y 5 de febrero de 2017, los candidatos a la presidencia del Ecuador fueron invitados a debatir. Recogiendo varias nociones de diccionario, un debate sería un acto de comunicación donde se exponen ideas distintas sobre un mismo tema. Debatir implicaría además, que las ideas presentadas estén sólidamente argumentadas, y que a medida que se exponen, fortalezcan su lógica. ¿Pero qué sucede cuando se presenta un debate que más bien parece una muestra de pequeñas tarimas, donde no hay preguntas sino temas generales, donde no existen contraposiciones sino ataques personales y donde se sueltan más números que ideas? El imperio de la cifra contraataca. Muere la política.

Guy Deboard dijo en La sociedad del espectáculo (un texto escrito en 1967) que la política se parece cada día más al entretenimiento. Cuarenta años después, vemos cómo la comunicación masiva que se vierte en el tweet, la respuesta rápida, el video emotivo, la foto, el meme, la polémica y las cifras dejan de lado, en los rincones de lo innecesario, al pensamiento. Es decir, al conjunto de ideas que definirían un Estado, a cómo operar la polis.

Parece que los políticos ecuatorianos tienen miedo a decirnos qué piensan. ¿Por qué? Solo ellos estarían autorizados a darnos esa respuesta, pero podríamos recordar lo que planteaba el poeta francés Stéphane Mallarmé: “un pensamiento engendra una tirada de dados”. Decir realmente cómo se piensa un Estado sería un riesgo: implicaría hablar de todos esos temas incómodos para el marketing político que se mueven fuera de la noción de la solución fácil, de la promesa  de cambio inmediato, y exigen una toma de posición.

En este contexto que más se asemeja a una subasta que a la exposición de proyectos de gobierno, los debates solo lograron mostrarnos la supuesta certeza que da la cifra. Cada candidato empezaba su respuesta dando una estadística para de ahí decirnos cómo la cambiaría. “Seis de cada diez ecuatorianos no tienen empleo adecuado, entonces… yo  voy a hacer que 10 de cada 10 tengan empleo adecuado…”, por parafrasear algunas respuestas de ambas noches. Fuimos testigos del despliegue de un discurso donde alguien se limita a decir que sabría más —y ofrecería más— que el otro candidato sobre el problema en cuestión y su solución. Ocultando, como suele hacer la perorata de tarima, la condición esencial y rara vez asumida del ejercicio del poder y de cualquier ejercicio: siempre hay algo que no se sabe, que se escapa. Más aún, si el candidato que gane —inclusive el propio Lenín Moreno— se encontrará con un aparataje estatal de diez años sumamente complejo, que tal vez nadie conoce realmente, ¿por qué nadie habla de transición?

La pobreza de los debates no sería una casualidad o un capricho arreglado entre candidatos y quienes convocaron a estos eventos. En Occidente, electorado y políticos parecen encontrarse —si es que a eso se le puede llamar encuentro— en las encuestas, en los gráficos de tendencias que reflejarían las necesidades populares más elementales. Cada vez hay menos líderes, cada vez hay más seguidores de preferencias. La campaña por lo tanto, sería una construcción de respuestas fáciles ante el clamor popular. El electorado tragaría la píldora de la cifra porque no querría pensamientos complejos que trasciendan su generación y la de sus hijos, que le tomen tiempo para entender y le exijan algo a cambio. Se parte de la suposición de que los votantes quieren respuestas simples porque además son considerados no sólo como una masa ávida de soluciones, sino también como una masa más o menos idiota, que se come el cuento de la promesa de campaña, que refleja los números que ese candidato hará realidad.

El pueblo pide fórmulas salvadoras, los políticos se las dan. En principio eso parece ser solo una estrategia inmediatista para ganar votos y solo luego pensar lo importante, pero cuando esa es la única o mayor estrategia, estamos enfrentados a la supresión del pensamiento. La desaparición de la política. Alain Badiou, filósofo francés, dice que la política es el proceso de transformación real de las leyes del mundo, siendo estas leyes las que sostienen la economía, la sociedad o el Estado”. Si tomamos como referencia esta definición, nuestros candidatos deberían decirnos cómo es el Estado que ellos imaginan, cómo regularía las relaciones entre los implicados y desde ahí, y solo desde ahí, cómo determinarían sus acciones, reflejadas, algunas de ellas, en cifras.

Cuando nos dicen un número de empleos y su forma de crearlos, no nos están diciendo cómo el Estado regulará las relaciones laborales, sino cómo proveerá de trabajo. Esto último sigue siendo de suma importancia, pero si está aislado del pensamiento político, cae en el riesgo de volverse más fin y menos medio para alcanzar la sociedad  que ese Estado imaginado desearía alcanzar.

Las cifras son necesarias, indispensables para el ejercicio de la política pública, pero tal como han sido presentadas por los candidatos no resisten mayor análisis. Las podemos calificar como la que “más me gusta” desde el lado más emotivo, como verdaderas o falsas desde un lado más riguroso, pero si no devienen de un pensamiento político estructurado no producen debate, no demandan mayores argumentos. Todo quedaría en un ejercicio comparativo sin trasfondo lógico, donde al final, cualquier puede terminar diciendo “yo ofrezco más…”.

Ambos debates fueron escenarios de la agonía política del Ecuador y de la falta de renovación. Los candidatos tienen ciertas propuestas, ciertas acciones definidas y asesoradas por el discurso del marketing, pero no sabemos qué pensamiento político impulsa esas acciones. Qué Estado —además de un Estado superhéroe— nos ofrecen. Es posible que ese pensamiento exista, que se haya trabajado, pero no ha sido ni repasado brevemente durante los debates, además de estar bastante ausente en los planes de gobierno, con una —aparentemente no ganadora— excepción.

Toda muerte necesita de palabras, de otros pensamientos para darle significado, sentido. Por lo pronto, para esta muerte política que vivimos, la primera palabra accesible parecería ser el voto. Palabra mínima que apenas se expresará en una papeleta. Pero después de esa palabra primera habrá que pensar, seguir pensando, pedir que pensemos y resistir a las ofertas fáciles que aparecen igual de seductoras en la vitrina que en la palabra de los llamados políticos de nuestro país.