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[dropcap]W[/dropcap]inston Churchill —el hombre que lideró Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial— solía decir que la suerte es el cuidado de los detalles. La suma de éstos constituye quizás el mejor testimonio de lo que realmente es una persona. Observarlos en un político es esencial: esos pequeños gestos y maneras, a pesar del esfuerzo que sus equipos ponen en presentarlos casi perfectos, los delatan.

En el mundo contemporáneo lo que una cámara no ve, no existe. Los detalles más reveladores de los políticos están en los breves momentos en que son menos su personaje proselitista y más la persona que lo interpreta.

Cinco de los ocho candidatos presidenciales aceptaron darnos una entrevista. Antes de que se prendan las cámaras y luego de que se apaguen, pude fijarme con atención en algunos detalles, que, sumados, quizás determinen la suerte del ganador —y de los perdedores—, y por lo tanto también, la suerte del Ecuador.

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La rodilla izquierda de Cynthia Viteri

La rodilla izquierda de Cynthia Viteri habría pasado desapercibida el día que la entrevistamos, pero su equipo de comunicación se encargó de darle un protagonismo inesperado.

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Al acomodarse en el mueble, el largo de su falda se acortó y dejó ver sus rodillas. Tenía un moretón. Una de sus acompañantes pidió que se lo maquillen.

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La presencia de Cynthia Viteri es imposible de ignorar. Su estatura, su melena rubia, su piel bronceada, su espalda erguida y su brillante sonrisa —a veces exagerada— le dan una elegancia que puede llegar incluso a ser intimidante. Entró a la sala del hotel en el que pidió que se haga la entrevista: fue la única candidata que no aceptó ir hasta el estudio en el que se entrevistó a todos los demás. Llevaba un vestido gris ceñido al cuerpo, que parecía sacado del armario de Claire Underwood, la primera Dama calculadora e inexpresiva de House of Cards. Se sentó en el sillón del centro. No sabía que parte de su equipo estuvo cerca de veinte minutos probando qué butaca calzaría mejor para su imagen, poniendo luces, pretendiendo modificar el estudio y los tiros de cámara a su antojo. Cuando llegó, Viteri se sentó, pero no se sentía cómoda. Varias personas de su equipo se acercaron y movieron el almohadón que tenía en su espalda, hasta que estuviera a su gusto. Su hermana le pidió que juntara las rodillas y que pusiera las piernas hacia un costado. Al acomodarse en el mueble, el largo de su falda se acortó y dejó ver sus rodillas. Tenía un moretón. Una de sus acompañantes pidió que se lo maquillen. “Se ve feo”, dijo. Ella, sin mucho convencimiento, se dejó, sin dejar de justificarse: hacía unos días, dijo, se había caído en un acto de campaña. Pero la imperfección no cabe en la imagen de Cynthia Viteri.

Es como si tratase de ser la representación de lo que otras mujeres aspiran a ser. Así lo refuerza en su discurso de superación personal: la joven estudiante de colegio que quedó embarazada a los 16 años, ante el juicio no siempre silencioso de una sociedad machista y conservadora, que irónicamente se ve representada en la ideología que su partido, el Social Cristiano, promueve. En esa época no abortó, a pesar de que le advirtieron que su hija podía nacer con una discapacidad. Hoy se enorgullece de eso y es una opositora acérrima del aborto, en cualquier caso, incluso de violación.

Su equipo no fue recatado: ni eran pocos ni les importó demostrar con énfasis su voluntad de imponer. Interrumpieron varias veces a la directora de cámaras, pusieron una luz extra, pretendían indicar el encuadre que consideraban mejor. Antes de empezar, la candidata no desaprovechó la oportunidad de abrazar a los pequeños hijos de mi compañero John Dunn, que fueron ver cómo su papá la entrevistaba. Se tomó fotos y bromeó con ellos. Fue simpática, con la naturalidad de quien disfruta de los niños —o la de una política en campaña.

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Cuando empezaron las preguntas que no le gustaron, Viteri quiso aplomarse y mostrarse firme, pero ciertos gestos parecían contradecirla: los músculos de las mejillas tensos, los labios y los ojos entrecerrados.

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Cuando empezó la entrevista, Viteri demostró que conoce y juega bien en la cancha mediática: los políticos no suelen responder preguntas, sino repetir mensajes. Su velocidad para responder a los primeros cuestionamientos resultó un desafío, pero quedó claro que está acostumbrada a exponer sus ideas ante las cámaras y en poco tiempo (algo que no sucedería con nosotros, pues le habíamos pedido una hora para conversar). A la derecha del set improvisado en una salita del hotel, se sentaron su esposo Joaquín Villamar, su hermana Nathalie, y Susana González, exasambleísta por Madera de Guerrero, hoy jefa de campaña de Viteri. Cuando empezaron las preguntas que no le gustaron, Viteri quiso aplomarse y mostrarse firme, pero ciertos gestos parecían contradecirla: los músculos de las mejillas tensos, los labios y los ojos entrecerrados. La frente le brillaba un poco. Alzó la voz, exageró la sonrisa, movió el cuerpo y en un momento abrió los brazos y lanzó la cabeza hacia atrás, como defendiéndose de las preguntas.

A medida que la conversación avanzaba, su equipo, fuera del cuadro, hablaban con enojo: “¿Qué son estas preguntas del pasado?”, dijo Susana González, sin ningún problema en decirlo en voz alta. “Teníamos que pedir el libreto antes de aceptar”. La exasambleísta se paró de su silla varias veces volvió a alzar la voz en medio de la entrevista, claro que no estaba contenta. “Solo le están preguntando sobre el pasado”, continuó, “ni una de sus propuestas”. Sus quejas fueron constantes durante toda la conversación. Al final, el movimiento en el estudio improvisado aumentó: gestos, señales para dar por terminada la conversación aunque no hubiera concluido el tiempo pactado, malestar entre su equipo. Poco antes de acabar y ante una pregunta que incomodó a Viteri, la misma asesora se levantó de golpe y entró abruptamente a la salita armada para la grabación: frente a las cámaras, en medio de la entrevista, dijo que Cynthia tiene otros compromisos. Viteri esbozó una sonrisa forzada: “No, no, tranquila”, le dijo, como intentando que la intromisión parezca menos invasiva de lo que ha sido.

Los minutos finales fueron de respuestas incómodas, un poco atropelladas, y un aplauso final de su equipo, como recordando que a donde va, Cynthia lleva barra propia. Cuando se apagaron las luces, la sonrisa ya no fue tan amplia, ni las palabras tan fluidas. Su gente la rodeó y se fueron rápidamente, sin despedirse, como en el debate presidencial de la Cámara de Comercio de Guayaquil donde fue la única candidata que no le dio la mano a sus contrincantes. A la salida de la entrevista, ya no parecía tan alegre como a la entrada. Su rodilla —no había motivos para dudarlo— seguía perfecta.

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Guillermo Lasso y el vaso de agua especial

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Guillermo Lasso parece estar convencido de que ya llegó a Carondelet y emula ciertas prácticas inherentes al oficio presidencial. Tiene un equipo de avanzada: varios carros de seguridad, personal para custodiarlo, gente de relaciones públicas, manejo de agenda y un camarógrafo. La mañana del lunes 29 de enero de 2017, sus guardaespaldas lo rodearon mientras avanzaba hacia el estudio de grabación donde lo entrevistamos. Los hombres serios y con auriculares en las orejas, se miraban entre ellos y hablaban en voz baja. No quedaba duda de que Guillermo Lasso se cuida de algo.

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¿Sufre ya el candidato de CREO del temor de todo político que aspira a la grandeza de morir burdamente envenenado?

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En la mesa ubicada en el centro del estudio, frente a las sillas que ocuparíamos los entrevistadores y el entrevistado, había tres vasos con agua. Antes de que Lasso entrase, una persona de su equipo cogió el vaso que le correspondía al candidato y botó el agua. “La acabamos de servir”, le explicó una persona de producción. “Es que él toma un agua especial”, respondió y sacó una botella plástica sin etiqueta. Solo de esa agua beberá Guillermo Lasso. ¿Sufre ya el candidato de CREO del temor de todo político que aspira a la grandeza de morir burdamente envenenado?

Al estudio Lasso tampoco llegó solo: lo acompañaban su esposa, María Lourdes, uno de sus hijos, dos hermanos y una persona encargada de medios. Su esposa parecía admirarlo constantemente: cuando hablaba, cuando saludaba, cuando se quedaba quieto para que lo maquillen. “Pero poquito, porque no le gusta” le pidió la directora de medios de su campaña a la maquillista. Pronto Lasso se ubicó en el sitio que le correspondía con un aire de cansancio, retraimiento incluso; parecía ajeno al movimiento a su alrededor. A ratos lo sentí incómodo, ansioso; como quien tiene prisa de que acabe un trámite tedioso, un paso obligado para alcanzar el objetivo que se ha planteado. Antes de empezar, intenté romper un poco el hielo: cómo le va, qué tal avanza la campaña. Me respondió distraído, con pocas palabras. Su esposa le preguntó si iba a salir con el rompevientos azul que traía puesto. Él le contestó con un breve movimiento de la cabeza: sí, con el rompevientos. Era como si quisiera verse más casual, más cercano, intentando quizás romper la imagen de banquero rico y distante que el gobierno tanto se ha esforzado en construir.

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Ante las preguntas sobre aborto, se esforzó en intentar una empatía que se disolvió cuando sugirió que las mujeres pueden fingir una violación para abortar.

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Durante la entrevista, la sensación de incomodidad se mantuvo, aunque quedó claro que Lasso se ha entrenado bien. Hay una diferencia abismal entre el candidato de 2013 y el de 2017. El que se sentó a conversar con nosotros deja claro que se cree ganador y ha aprendido a evadir lo que no quiere responder, con un discurso estructurado en lo políticamente correcto. Cuando hablamos de la banca, aprovechó para insertar su mensaje de trabajo honesto. Cuando le preguntamos de tasas de interés y chulqueros, le dio la vuelta al discurso mencionando sus logros como banquero. Ante las preguntas sobre aborto, se esforzó en intentar una empatía que se disolvió cuando sugirió que las mujeres pueden fingir una violación para abortar. Ha aprendido a utilizar a su favor un cuestionamiento que podría ser una debilidad, evitando responder. Quizás no tiene claro aún que la prensa y los periodistas no serán una mero trámite si llega a Carondelet, pero de la seguridad y los cuidados con alimentos y bebidas parece estar ya seguro.

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La sombra de Paco Moncayo

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William Samaniego acompaña siempre a Paco Moncayo. Fue su secretario particular desde 2002, en la Alcaldía y desde entonces es su hombre de confianza. Suele aparecer un paso atrás de él, en todo evento al que asista el exgeneral. Su rostro podría ocultar cualquier sentimiento o pensamiento. Siempre está con Moncayo pero es casi imperceptible, como si se camuflase en el escenario, el recorrido, el estudio de televisión. No habla, no interactúa, pero conoce al candidato presidencial de la Izquierda Democrática a la perfección: tanto que puede adelantarse a sostenerle la chaqueta o pasarle el celular sin que el candidato haya tenido siquiera que pedírselo. Es como si interpretara cada uno de sus gestos y sus necesidades, incluso antes de que Paco Moncayo sepa qué es lo que le hace falta.

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William Samaniego no habla, no interactúa, pero conoce al candidato presidencial de la Izquierda Democrática a la perfección

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Moncayo parece haberse acostumbrado a su sutil presencia. El día de la entrevista llegó con él y con Lorena Mora, su relacionista pública. Era una comitiva modesta para un candidato presidencial de un partido que ya puso presidente una vez.

Paco no aparenta los 76 años que tiene. Su estado físico delata el pasado de un militar acostumbrado a ejercitar su cuerpo. Entró al estudio con pasos firmes, como si el hábito de andar con la cabeza alta y la espalda erguida no se hubiera ido a pesar de su retiro. Lo mismo ocurrió cuando se sentó: su torso quedó perfectamente paralelo al espaldar de la silla, las piernas en un ángulo de noventa grados y aunque de vez en cuando nos miraba a los dos entrevistadores, la mayor parte del tiempo le habló a una sola cámara.

Paco Moncayo rompe con la imagen del militar distante, conservador y serio. Se rió con facilidad, saludó y conversó con el equipo de producción. Eso sí, parece no agradarle la idea de maquillarse para las cámaras; apenas se dejó poner un poco de polvo en el rostro para evitar el brillo. Preguntó dónde y cuándo saldría la entrevista. “¿Ah, en el Internet?”, dijo y un miembros del equipo de producción le contestó con la misma broma de siempre: “Sí, puede decir todas las malas palabras que quiera”. Pero Moncayo no se rió: le alzó la mirada y le hizo una mueca como si fuese un instructor militar diciendo “no sea maleducado”. Moncayo no fue intolerante ante los cuestionamientos. Respondió haciendo largas pausas, pero con firmeza y elocuencia, como quien se dirige a una multitud inexistente, en un tono de político formado en una época de encuentros con multitudes más que de poblaciones segmentadas.
Mientras duró la entrevista, sus acompañantes permanecieron silenciosos, observando discretamente. No grabaron, ni tomaron fotos, como si no tuviesen la necesidad de guardar un registro. Simplemente lo acompañaban. William Samaniego permaneció de pie, como un edecán leal, sin hacerse notar pero sin quitarle la mirada a su general, sentado con dos civiles que le disparaban preguntas sobre su pasado como alcalde, político y sus propuestas presidenciales.

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Para los tiempos de la inmediatez y la estridencia de las redes sociales, Moncayo es un tipo aburrido.

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El candidato con mayor edad de la papeleta es amable. No confrontó, no atacó, no respondió a provocaciones. Era demasiada amabilidad para un político. Tanta que puede adormecer a los espectadores, sobre todo luego de una década acostumbrados a un Presidente que domina el show, imitando a sus adversarios, burlándose de sus debilidades, incitándolos a la pelea. Para los tiempos de la inmediatez y la estridencia de las redes sociales, Moncayo es un tipo aburrido. Quizás por eso sus detractores se aprovechan de su tono monótono, de su voz pausada, de sus ojos entrecerrados y la poca expresividad de su rostro para recalcar su edad como una debilidad. Una característica que, en realidad, es el menor de los defectos que puede tener un político.

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Después de casi una hora de entrevista, William seguía pie. Como una estatua. Su brazo doblado forma una L, en la que sostenía la chaqueta de Moncayo. Al terminar, Moncayo agradeció la entrevista con una sonrisa. Se levantó, caminó hacia su gente, e intercambiaron unas palabras. William, como siempre, estaba allí, con el rostro ilegible. Moncayo se despidió dándoles la mano a cada uno de los que estaban en el estudio. Samaniego, no. El sólo caminó detrás de su comandante, a la sombra, imperceptible pero siempre presente.

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La soledad de un candidato

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Quien fuera uno de los hombres de confianza del presidente Lucio Gutiérrez, es hoy uno de los candidatos presidenciales menos opcionados para llegar a Carondelet.

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Al ver entrar a Patricio Zuquilanda, acompañado únicamente por Daysi Peralvo —su asistente personal y encargada de la comunicación—,  fue difícil imaginarlo como Canciller de la República, con seguridad, chofer y personal propio. Quien fuera uno de los hombres de confianza del presidente Lucio Gutiérrez, es hoy uno de los candidatos presidenciales menos opcionados para llegar a Carondelet.

Entró al estudio de grabación preguntando. Como no tenía equipo de avanzada, no estaba seguro si era el sitio correcto. Llevaba un terno oscuro, una camisa blanca y una corbata roja con puntos blancos. Saludó con formalidad, con un tono de voz alto y profundo. Se lo sentía un tanto nervioso.

Antes de empezar, se dejó maquillar. Conversó un poco mientras se arreglaban los últimos detalles del estudio. “¿De qué vamos a hablar?”, preguntó con algo de recelo, “no ha de ser de cosas personales, que si la esposa, que si los hijos… yo vengo a hablar de cosas que le interesan al país, esas cosas no le interesa a nadie”. Su aclaración me hizo pensar que ya tuvo alguna otra entrevista que se tornó personal, y no le gustó. Le explicamos la dinámica de la conversación. “A mí pregúntenme todo lo que quieran, sobre todo preguntas difíciles”, dijo con la solvencia que sólo la inexperiencia ante las cámaras puede otorgar.

Su acompañante pasó desapercibida. Su presencia se desvaneció entre el equipo de producción. Ella tampoco parecía tener mucho recorrido en toures mediáticos. Su tono de voz era casi imperceptible, su respuestas casi inaudibles, su amabilidad parecía un pedido de ayuda desesperado. No llevó cámara ni grabadora. Pidió una copia del material, con la ingenuidad de quien no ha manejado medios. Ni campañas. Ni candidatos.

Durante la entrevista, Zuquilanda intentó salir ileso ante los cuestionamientos a un tema incómodo: su pasado como alto funcionario de un gobierno derrocado por la protesta popular. Respondió lo mejor que podía, sin molestarse, aunque tuvo ciertos gestos de fastidio. Fue enfático en su discurso de mirar al futuro —pues el pasado en el que ya gobernaron podría ser contradictorio con sus propuestas—y defendió a Lucio Gutiérrez, líder de Sociedad Patriótica, partido por el que Zuquilanda corre. Pocos minutos antes de que terminase la entrevista, Zuquilanda protestó: “No me han dejado hablar de mis propuestas”. Sacó de un bolsillo unos apuntes hechos en papel, los puso sobre la mesa e intentó decirlos rápidamente. Terminó agradeciendo y felicitando por el programa con una naturalidad que pareció sincera.

Ya cuando las cámaras se apagaron, se paró y conversó un poco más. No mostraba ningún apuro por irse. Su agenda parecía menos apretada que la de otros candidatos que tienen los minutos contados. Nos aseguró que disfrutó de la entrevista, “aunque no sé si usted también”—me dijo—“ha sido dura para preguntar”. Siguió hablando sobre su plan de gobierno y volvió a decir que no le habíamos dejado hablar de él y sus propuestas. Le respondemos que está explicado en nuestro sitio web  y le explicamos que insertaríamos una corta biografía suya antes de la entrevista. Entonces se acordó de Daysi. “¿Si les mandó mi hoja de vida actualizada?”. Un poco nerviosa, tímida, en voz baja, respondió que sí y volvió a desvanecerse mientras el candidato conversaba y bromeaba.

Antes de despedirse, tomó el saco que se había quitado para grabar. Daysi salió antes que él, silenciosa y discreta, como si nunca hubiese estado allí. Patricio cruzó el umbral de la puerta, con la chaqueta al hombro, solo.

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Las iniciales en los puños de la camisa de Washington Pesántez

Washington Pesántez no pierde la formalidad de su antiguo oficio: fue durante años fiscal distrital de Pichincha y fiscal general del Ecuador. El traje oscuro combinado con una camisa blanca que llevaba sus iniciales bordadas en los puños, hacía juego con las mancuernas negras con bordes dorados, el aro de matrimonio, y el pelo bien fijado al cráneo. Washington Pesántez podrá haber dejado de ser fiscal, pero conserva la apariencia. Entró como si fuese a ser recibido por una multitud. La cabeza erguida, como si enseñara su mejor perfil para las fotos, el mentón ligeramente alzado, su mirada hacia el vacío. John Dunn y yo nos presentamos. Cuando le dije mi nombre, tuvimos un breve intercambio.

— “De usted sí me acuerdo, de la televisión”.
— “Qué buena memoria”, respondo.
— “Imposible olvidarla”, me contestó.

Para ser un candidato sin mayor esperanza de ganar, Washington Pesántez se toma en serio su título de presidenciable. Llegó a la entrevista con equipo propio para cámara y fotografía. Algunos tenían acento argentino, y parecían tener claro su trabajo en el set.

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Quizás por ser docente, político o abogado, Washington Pesántez pretende emanar algún tipo de autoridad propia de aquel que impone sus temas ante auditorios obligados a escucharlo.

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Cuando empezó la entrevista, Pesántez no respondió a la primera pregunta sino que se  tomó el espacio para recordar lo que considera sus triunfos. Era claro que le gusta hablar de sí mismo, que no hay modestia en sus palabras. Su forma de expresarse, el tipo de mensajes que elige, los gestos con los que se expresa, dejan ver la imagen de una persona acostumbrada a hacerse escuchar. Quizás por ser docente, político o abogado, Washington Pesántez pretende emanar algún tipo de autoridad propia de aquel que impone sus temas ante auditorios obligados a escucharlo. En la entrevista habló de sí mismo en tercera persona, dándole cierta teatralidad a sus intervenciones. Él está convencido de que debe ser Presidente.

Aunque las intervenciones en medios no son nuevas para el exfiscal, teme equivocarse —o peor aún, tener que reconocerlo—. Le costó trabajo, por ejemplo, encontrar fallas a su administración como Fiscal General. Parecía benevolente a la hora de juzgarse a sí mismo, y eligió minimizar o ignorar sus errores, antes que enfrentarlos. Por eso, repitió varias veces su machista frase de que no nombraría a una Ministra de Defensa mujer. Lo dijo ya en otros medios, fue ya criticado, pero a pesar de que se le presentaba la oportunidad de enmendar, la dejó pasar. Se enredó diciendo que él tiene esposa e hija, que son profesionales, que él no es machista pero que no cree en el feminismo. De Washington Pesántez —el hombre cuyas camisas llevan bordadas sus iniciales y no se despeina— contrastan el cuidado de su apariencia y la incapacidad de revisar con el mismo detalle su pasado como funcionario público.