Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.

Cesare Pavese

[dropcap]S[/dropcap]i hay algo para lo que no estamos preparados es para un país sin Rafael Correa. Hay una especie de equilibrio discursivo en el ambiente que lo tiene a él en el centro. Estamos a su favor o en su contra. Nos afecta o lo ignoramos con determinación. Lo amamos y lo odiamos con la misma intensidad. El punto medio con Correa no existe. O, de existir, dura poco; gana siempre la intromisión en nuestras vidas, la pasión que genera, los diez años de esta figura imponente ante nosotros.

Correa se ha convertido en la medida de lo que está bien y lo que está mal. Nos ha enseñado cómo debe la prensa hacer sus coberturas, cómo debemos percibir denuncias de corrupción sobre su gobierno, cómo entender a movimientos sociales (sobre todo, a aquellos que lo critican y que él ha definido como infantiles), cómo deben vestirse las mujeres, cómo debe actuar la gente que aparentemente está por debajo de él, cómo consumir, cómo ahorrar, cómo aceptar la realidad que el Gobierno expone como realidad

Eso nos va a pesar. Más allá de cualquier otro peso del cual ya se ha hablado en reportajes y análisis en medios nacionales e internacionales. Sobre todo, porque existe toda una generación (chicos y chicas que están en sus veinte) que ha crecido con su presencia poderosa, determinante para muchas de sus concepciones sobre el país y sus instituciones.

¿Qué hay después de un hombre que se ha metido, no solo en la estructura política del país, sino en nuestras conciencias y nuestra forma de relacionarnos con otros? ¿Qué? No tengo respuesta. Quizás suceda algo sano por el simple hecho de que él ya no esté ahí, de ya no verlo en los enlaces ciudadanos, de ya no escucharlo cada semana con sus definiciones arcaicas, misóginas, violentas, anacrónicas. ¿Qué pasará cuando dejemos de estar expuestos a la visión retrógrada que tiene del mundo? Ese proceso, quizás, va a ser doloroso, porque nos enfrentará de lleno a lo que fuimos durante diez años.

¿Qué hemos defendido de Correa y qué hemos criticado? La respuesta no hablaría de él; en realidad nos retrataría como sociedad, ciudadanos, usuarios de redes, grupo de amigos, familiares e individuos. La resaca va a ser tormentosa porque debemos aceptar cuán responsables fuimos de lo pertinente y lo incorrecto que Correa ha generado dentro del país. Y eso nos mantendría en un nivel de confrontación más fuerte, potenciado por la ausencia de la figura a la que hoy podemos recurrir para culpar de todos los males o para pedir auxilio.

Correa, como el tótem mesiánico que es, vino a dividir bandos. No ha permitido tibios (incluso aquellos que quieren mantenerse al margen lo hacen como un ejercicio de rechazo por toda la intensidad que ha generado), ha buscado imponerse y lo ha conseguido. Y nos vamos a quedar sin él.

Este año empieza nuestro proceso de desintoxicación de la que quizás sea el personaje político más importante que hemos tenido en los últimos cuarenta años. Es probable que, a la larga, el resultado sea positivo, pero si no somos capaces de comprender en qué tipo de ciudadanos nos hemos convertido después de vivir el correísmo, no va a valer la pena ningún proceso electoral, ningún cambio.