En las ciudades afectadas por el terremoto del 16 de abril de 2016 las realidades de los afectados cambian en pocas cuadras


La tarde del lunes 18 de abril Margarita López, de 43 años, bromeaba con su vecina. Estaba sentada en una silla de plástico fuera de su casa en la calle uno y avenida dos en la parroquia Tarqui en la ciudad de Manta, una de las zonas más afectadas por el terremoto del sábado 16 de abril de 2016. La pared frontal de su vivienda de una planta y los muros interiores estaban resquebrajados, pero ninguna estructura se había derrumbado. Por eso —y porque nadie hasta esa hora nadie les había pedido que la desalojaran— ella y los 17 miembros de la familia López Chillán se quedaron ahí, pese a que no tenían agua ni luz. La casa era la herencia de años de trabajo de su padre. “Vamos a ser fuertes, tomar la calma, pues. Si nos toca, pues no toca. No tenemos a dónde ir”. Después de un desastre, las urgencias son tener comida, un techo, atención médica, la posibilidad de ir hacia un lugar más seguro. Las opciones, sin embargo, no son iguales para todos.  ¿Cómo es que a unos les llega más rápido la ayuda que a otros?

A pocos pasos de ahí estaba el barrio La Ensenadita. Allí funcionaban los hoteles Umiña, Panorama Inn, Miami y otros cuatro que se desplomaron. En la esquina de la avenida 107, una decena de curiosos —cercados por un cordón policial hecho con los cables rotos del alumbrado público— miraban el rescate de dos cuerpos. Tiendas, farmacias, carnicerías, un edificio comercial, la mayor parte de construcciones de este sector era escombros o estructuras inservibles. Empanadas con café, pinchos de carne y rodajas de piña eran los pocos alimentos disponibles en puestos callejeros cercanos. En la noche, los únicos puntos de luz en Tarqui eran las luminarias gigantes con las que trabajan los rescatistas de Ecuador, Perú, Chile, Bolivia y Venezuela. Hasta el jueves 21 de abril —cinco días después del terremoto— se había rescatado a 10 personas en Tarqui. En la tragedia, la posibilidad de sobrevivir parece cuestión de suerte.

En la zona rosa de Manta, cerca del hotel cinco estrellas Oro Verde, a 10 minutos en taxi de Tarqui, en cambio, el alumbrado público funcionaba. Los edificios allí estaban en pie, aunque cuarteados. Los locales comerciales también estaban cerrados. El Hostal María Fernanda, sin embargo, atendía. Los 35 huéspedes que habían estado allí hasta la noche del sábado se habían ido tras el terremoto y las habitaciones estaban disponibles a $15 por persona. Unas cuadras más allá, un asadero de pollos y una panadería eran los únicos locales abiertos a las seis de la tarde. Las ventas, en ambos, eran regulares. A la mañana siguiente, la farmacia Fybeca y el supermercado Supermaxi de la avenida Flavio Reyes abrieron a las 09:00. En ambos locales, se pedía a las personas que hicieran fila para evitar aglomeraciones en los almacenes. Las compras comunes de los clientes eran botellones de agua, atunes, verduras, pan. ¿Cómo es que a tan poca distancia, entre un barrio y otro, las realidades se abisman?

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En Portoviejo, a media hora de Manta, la única forma que tenían los afectados de conseguir unos cuantos de esos productos era acercarse al ex aeropuerto Reales Tamarindos. La fila era extensa. Madres con bebés en pañales, ancianas con la cabeza cubierta con toallas, hombres sin camiseta y con niños llorosos de la mano esperaban su turno. Estaban bajo el sol sofocante, agrupados en un cerco metálico hecho por los militares que patrullan la ciudad (el gobierno del Ecuador ha desplegado diez mil soldados a la zona de la catástrofe). Quienes ya habían recibido su funda, se las mostraban a sus amigos o vecinos que seguían en la fila: jabón, galletas, atún, papel higiénico. Dentro del aeropuerto, en la pista, a una puerta metálica de distancia, a esa misma hora se servía el almuerzo —arroz con pollo y trozos de plátano— a las 150 personas que estaban albergadas bajo 30 carpas dadas por el Gobierno. Dolores Espinoza, de 58 años, había dormido allí, con su hermana, sobre un mismo colchón. Su casa, en el barrio Los Mangos, no se había desmoronado, pero miembros de la Defensa Civil la desalojaron y la llevaron hasta el albergue. “En las noches —dijo Espinoza— dormimos seguros, no ha habido problemas”.

A quince minutos de ahí, en la calle Francisco de P. Moreira, en el centro de Portoviejo, una familia de 18 personas, en cambio, durmió en la calle. Se quedaron frente a la casa que no querían abandonar por miedo a los saqueos pero que no podían habitar porque podía desplomarse. Durmieron en la vereda, sobre los colchones que pudieron rescatar. Hacía un par de horas había pasado un camión de ayuda que les donó carpas con el logo del Ministerio de Turismo, pero los niños pedían agua y los adultos medicinas para una mujer mayor que tenía problemas cardíacos. Media cuadra más adelante, Bélgica González, presidenta de la Junta Cívica de la Parroquia San Pablo, se acercaba a quién podía para pedir ayuda y atención para su zona. Agua es lo que más faltaba: en horas pasó de venderse a un dólar con cincuenta centavos a nueve dólares por galón. Le preocupaba, además, las opciones laborales para los moradores de San Pablo que eran, en su mayoría, tricicleros, albañiles, comerciantes. ¿Por dónde se empieza a reconstruir una vida, un barrio, una ciudad, un país?

En una misma ciudad, a minutos o puertas de distancia, unos tenían agua, otros sed. Unos habían conseguido dormir un poco, a otros la incertidumbre no los dejaba descansar. Unos reclamaban ayuda y otros, al parecer, ya la tenían. ¿Cómo es que, en momentos así, las vidas de unos parecen importar más que las de otros?