Diego Maradona picó la pelota un par de metros y, con el guante del pie izquierdo, colgó un gol preciso y precioso. Era el tres a cero del debut de Argentina contra Grecia en el Mundial de 1994, la puntada definitiva a una geometría diseñada con pases afilados a un toque, a cuchillo. Apenas la bola dejó atrás el travesaño, Maradona encaró hacia una cámara al costado de la cancha y gritó su gol con más bronca que gozo. D10S era apenas más viejo que Cristo, tenía varias vidas en el cuerpo y la potestad de hacer milagros en un universo redondo, y en aquel 21 de junio, con ese gol hizo más que atemperar el frío odioso del invierno de Argentina: darme el regalo que pedí para celebrar mis veinticuatro años de vida.
Unos segundos después del bochazo, los jugadores argentinos rodearon a Maradona en un tumulto festivo. Yo, en casa, tenía el mío propio, hundido bajo los cuerpos de mis amigos, que me acusaban, amablemente, de ser un milagroso pedigüeño hijo de puta. Podríamos haber seguido toda una vida así —en el entrevero del amor masculino, que tal vez se case en guerras y redes—, pero el regocijo acabó cuando la TV mostró en cámara lenta la celebración de Maradona: las venas de sus ojos estaban inflamadas y rojísimas, cargadas del veneno del enojo. D10S tenía el diablo en el cuerpo. Nos tomó nada suponer que el grito de gol era otra declaración de guerra a la FIFA del bárbaro más beligerante y famoso. Sólo uno de mis amigos, que entonces emulaba los trances místicos de Carlos Castaneda con cuanta droga hallara, vio a D10S con precisión de chamán, mago o profeta: “Tiene la muerte en el cuerpo”, dijo.
Encontré sentido a esa frase unos años después en un libro donde Juan Nuño asociaba al fútbol con la muerte, presidenta de todo acto humano. El tiempo en el fútbol, decía Nuño, es el tiempo en la vida: los noventa minutos del campo son también noventa en nuestras existencias. Vivimos en tiempo real la agonía de la derrota y el orgasmo de la victoria y el arma que nos pone en la lista de víctimas o de victimarios no es otra que un balón que gira tras la línea de cal, y marca gol.
El gol es criminal. Como sentido primero y último del fútbol, es una experiencia definitiva. No hay goles a medias: su determinismo es fatal. Equipo que mete más, vive; el que más los sufre, fenece. La arquitectura imprevisible y única de la jugada que precede al gol presupone que el crimen puede ser artístico, pero siempre efímero: una vez que la pelota entra al arco, el acto ha sido celebrado, y no queda nada. Una vez a espaldas del portero todo termina y debe volver a empezar con el mismo mandato: meter otro gol, matar al contrario.
A la vez que festejo y triunfo, en el gol hay también condena pues somete al autor al imperativo de tener que hacer más. El delantero que no convierte es un ánima condenada al purgatorio de la suplencia. Sólo marcando se redimirá y volverá a la vida —y, a la vez, a correr el tiempo de descuento hacia la muerte. En el tánatos futbolístico, al equipo que pierde por mil goles no le ganan: lo matan. Colombia mató a Argentina en el Monumental y Alemania a Brasil en su propia Copa, y mientras nuestros irmaos no tuvieron santo a quien pedir por la salvación, nosotros, albos y celestes, debimos resucitar a Maradona sólo para verlo fallecer definitivamente en Estados Unidos. En medio, volvimos a morir inmolados a goles cuando Alemania —esa máquina perniciosa— nos mató en Sudáfrica con D10S en la banca y el Messias en el campo. Cada gol lleva inscrito el deseo —y la orden posible— de una masacre.
Con aquel gol de Maradona a Grecia, todos morimos otro poco y el fútbol me certificó su profundidad clásica de tragedia colectiva. Unos días más tarde, once argentinos deprimidos perderían con Bulgaria y, poco después, esos mismos zombies aturdidos serían eliminados por Rumania. Creo, sin razón ni prueba, que el gol de los ojos poseídos dictó la sentencia del mejor sobre la Tierra. Los médicos encontrarían en su orina un árbol genealógico de sustancias —efedrina, norefedrina, seudoefedrina, norseudoefedrina y metaefedrina— y los Caifás del fútbol decidieron: D10S debía ser crucificado.
El día en que yo festejaba mi vida, Maradona me enseñó que cuando se vive para matar hay que estar preparado para la revancha. Quien a gol mata, a gol muere.