Cuando mi hijo cumplió dos años, además de los regalos llegaron mis preocupaciones. El retraso en el lenguaje era ya evidente, tenía poco contacto visual con las personas más cercanas y ninguno con extraños. Prefería estar siempre solo, no jugaba y lo más alarmante para mí era que no le gustaba que lo cargara o abrazara. Hacía todo lo posible para que se relacionara con otros niños de su edad, pero él podía estar en un cuarto lleno de personas y su expresión era completamente ajena a lo que lo rodeaba.

Decidí llevarlo a un preescolar muy pequeño, en Punta del Este, Uruguay, donde residíamos. Lo hice para introducirlo en un ambiente donde el contacto con sus pares fuese constante, interactuara con otras personas y así dar comienzo a su independencia materna –esa etapa en la que el niño logra alejarse de su madre sin sentirse incómodo–. Las llamadas de las maestras no se hicieron esperar. Punta del Este es una ciudad con ochenta mil habitantes, tiendas Prada y Louis Vuitton, y solo una sicóloga con una idea clara de lo que podía tener mi hijo.

Para ese momento yo ya no podía vivir en negación y decidí no evitar más el problema. Soy profesora y durante mis años de universidad pude conocer de cerca el trabajo que el Liceo Los Andes hacía con niños con autismo en Guayaquil: si mi hijo estaba dentro del espectro autista debía actuar de inmediato, porque sabía que el tiempo era determinante para su calidad de vida. Esto puede sonar fácil pero ha sido la decisión más dura que he tomado en mi vida.  

Por ese entonces vi una película sobre la vida de Temple Grandin, una mujer extraordinaria que sobrellevó su autismo en una época donde se lo trataba al nivel de la esquizofrenia. Grandin no solo superó los prejuicios médicos de la época –fue diagnosticada en 1950 cuando tenía dos años–, sino que se convirtió en la primera mujer con autismo en dar una conferencia sobre su condición y lograr que el mundo sepa lo que se siente estar dentro del espectro. Leí sobre ella y me di cuenta de que muchos aspectos que describía como síntomas los había tenido mi hijo, y que existía la oportunidad de mejorarlos con atención temprana.

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Un par de meses después de haber entrado al preescolar, mi hijo no mejoraba. Al contrario, las rabietas sin control eran cada vez más frecuentes, su vocabulario se reducía a monosílabos, desarrolló el hábito de pica (pulsión a comer tierra), estaba desganado casi todo el tiempo, seguía rechazando el contacto físico y comenzó a ser selectivo con la comida. Dejó de probar alimentos nuevos limitándose a comer fideos, queso y canguil. Toleraba menos ciertos sonidos como el de la licuadora o el de la sirena de los autos de policía.

Tenía conductas estereotipadas como recoger piedras del mismo color y tamaño, seguir el movimiento de las ruedas de los carros con su dedo, se quedaba congelado en el tiempo haciéndolo. Coleccionaba todo lo relacionado con animales marinos y nunca sonreía, jamás tenía una expresión espontánea o natural. Era como si sus conductas fuesen producto de alguna orden que acataba sin reflexión.

También comenzó a ser evidente su aguda inteligencia constructivista. Era fanático de los dinosaurios y animales marinos y los reproducía (aún lo hace y mayor escala) con detalle en dibujos, legos, plastilina o usando cualquier material posible. A los animales los llamaba por el nombre científico y no el común.

Me di cuenta de que estaba tranquilo y, por lo tanto, más receptivo si tenía a su alcance todo lo que llamaba su atención -como animales marinos y dinosaurios-, así que decidí motivarlo a través de sus gustos. Comenzó a hablar con más fluidez: su primera frase no fue “mamá, dame agua” sino “estegosaurio es jurásico” y “cachalote, orca, mamíferos”. Noté que la televisión era una forma de desarrollar su vocabulario, pues buscaba imitar palabras que escuchaba. Mi trabajo era luego ponerlas en un contexto que sea significativo para él. Mi casa era una juguetería-librería especializada en animales marinos y dinosaurios, donde había desde flash cards hasta películas de Discovery Channel.

Junto con el equipo de siquiatras infantiles, sicóloga, foniatra, logopeda y profesoras de la escuela, comenzamos a juntar ambos mundos: el de mi hijo y el nuestro. Hay una frase que me dijo Nati -la sicóloga que sacó a mi hijo del silencio- y que la uso como mantra hasta hoy: “no sabes cómo será su vida en diez años, lo que sí sabes es lo que puedes hacer hoy para que mañana sea mejor”. Cada día era un reto y un objetivo diferente. Logramos que tolerara ciertas texturas de ropa y lo hicimos usando disfraces de diferentes tipos, tamaños y colores. ¿Por qué disfraces? Porque era divertido y su cabeza lograba concentrar su atención en pasarla bien en lugar de cómo se sentía cierta tela sobre su cuerpo.

Logramos que pudiera controlar las rabietas poniéndole expresiones y palabras a la frustración: comenzamos desde lo más básico que fue enseñarle a apuntar cuando quería algo hasta que luego ya lo podía decir. Logramos que fijara la mirada cuando le hablábamos y eso causó que comenzara a conectarse con los demás: la empatía suele ser natural pero en el caso de mi hijo había que desarrollarla y trabajarla para que su comunicación sea eficaz y por lo tanto la frustración bajara.

Llegamos a entender que mi hijo recibía la información que estaba a su alrededor pero su cerebro la magnificaba al procesarla. Sus filtros para clasificarla eran pocos, por eso parecía más lento al entender una orden pero lo cierto es que su cabecita trabaja muchísimo más que la nuestra y sus receptores de los sentidos a veces hacían cortocircuito. Por eso es que ciertos sonidos y sabores le molestaban y otros no. En base a muchos estudios y experiencias previas, sabíamos que el cerebro de todos los niños es modificable y maleable hasta los siete años, cuando los canales nerviosos se comienzan a endurecer. La neuroplasticidad, es decir, la capacidad del cerebro para formar nuevas conexiones nerviosas en respuesta a la información nueva o estimulación sensorial, es mucho mayor en los seis primeros años de vida. Por lo tanto, estos años de trabajo eran preciosos.

Mi hijo llegó a tener hasta catorce horas de terapias cada semana, desde ocupacionales hasta de lenguaje. Asistíamos a un centro integral en Maldonado, ubicado camino al centro de Punta del Este, donde mi hijo recibía sesiones de estimulación temprana y de motricidad gruesa y fina, logoterapia y sesiones con la foniatra. También había un seguimiento a cargo de la sicóloga: cuatro veces por semana ella lo observaba en el centro de terapias, en el jardín de infantes y en mi casa. El trabajo era extenuante y costoso, y tenía que involucrar a toda persona que estuviera cerca de él.

Hasta mis vecinos en algún momento fueron parte de esta etapa. Desde el punto de vista de una madre, todo este proceso es desgarrador, desesperanzador y terrorífico. Durante meses dormía entre dos y tres horas leyendo e investigando sobre qué hacer mejor el día siguiente, comía cuando recordaba que tenía que hacerlo o cuando alguien se percataba que no lo había hecho. La desesperación e incertidumbre se apoderaban de mí cada vez que la terapia no funcionaba y había que modificarla hasta lograr un progreso. Mi corazón se rompía en pedazos cuando le decía a mi hijo que lo quería y jamás me respondía, cuando cada vez que lo abrazaba, él me rechazaba.

Tenía que buscar la forma de que su relación conmigo cambie. Así que me armé de fuerza, me tragué las lágrimas y comencé a obligarlo a aceptar afecto. Para abrazarlo, tenía que agarrarlo dormido y apretarlo a mi corazón para que sintiera mi cariño. Le decía mil veces al día cuanto lo quería, no importaba si estaba en pleno berrinche o se estaba bañando.

María Montessori, pedagoga y humanista italiana, decía que los niños son como esponjas. Mi hijo tenía una inteligencia muy receptiva así que dejé de tratarlo diferente (porque lo hacía) y cambié mi acercamiento: era un niño como cualquier otro, no tenía por qué tratarlo con condescendencia o privilegio, era capaz de hacer mejor las cosas que muchos otros niños por su hipersensibilidad y su inteligencia diferencial. Mi trabajo era encaminarlo, no facilitarle la vida.

Durante dos arduos años asistió a terapias integradas con varios especialistas incluyendo una profesora de natación, pues investigando opciones para calmarlo encontramos que el agua era un excelente conductor para liberar sus frustraciones. Mi hijo pasó de tener berrinches explosivos a llantos comunes, se comunicaba con sustantivos y verbos, y comenzó a demostrar afecto de forma espontánea y a dar abrazos y besos. Finalmente pudo decirnos lo que pensaba, lo que quería, lo que necesitaba y esto cambió completamente su relación con los demás.

Llegamos a Ecuador hace casi cuatro años, y lo primero que notamos es que en el país no existían centros integrados para niños con diagnóstico del espectro autista e inteligencias diferenciales. Para entonces mi hijo estaba mucho mejor pero aún necesitaba ciertas terapias y seguimiento; fue imposible encontrar especialistas en el área en un solo lugar. Hasta hoy, hemos tenido tres terapistas de lenguaje, dos logopedas, una psicopedagoga y una sicóloga. Quien lleva el seguimiento soy yo. En Ecuador no existen cifras oficiales sobre la incidencia de autismo, pero la Fundación Entra a mi Mundo –dedicada a tratar a niños con autismo– dice que en el país, una de cada ciento cuarenta y cuatro personas es autista. Según el Centro para Control y Prevención de Estados Unidos, uno de cada sesenta y ocho niños es diagnosticado dentro del espectro autista. No hay diferencia entre raza o estrato social, y ocurre cinco veces más en niños que en niñas.

Varios años han pasado de las terapias y noches de angustia. Hoy puedo escribirlo sin derramar una lágrima o sentirme triste. Es un orgullo ser la mamá de mi hijo y jamás hubiera querido que las cosas fueran de otra forma. La vida me preparó para él y es un privilegio ser parte de sus avances y logros. En la escuela está en el grado que le corresponde, tiene “panas”, juega, sale solo con sus tías y primos, dibuja maravillosamente, le encanta escuchar música y se comporta como un niño de su edad. Poco queda de aquel niño desconectado con la realidad, tal vez es un poco inocente aún y tiene ciertas preferencias curiosas como los monstruos japoneses o Kaijus, la música de Peter Gabriel o las enciclopedias de todo tipo. No espero que sea cómo todos los niños, yo quiero que mi hijo sea él mismo.

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Lourdes Serrano
Máster en Pedagogía y TICs (UPN en México). Profesora
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