A inicios del 2015 conocí a Slobodan Praljak, el criminal de guerra bosniocroata que se suicidó después de oír que el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY) ratificara su condena de 20 años. “Slobodan Praljak no es un criminal de guerra y rechazo su veredicto», dijo el militar de 72 años sentenciado —junto a otros cinco acusados— por haber ideado y dirigido una limpieza étnica contra musulmanes bosnios entre 1993 y 1995. En 2013, dentro del caso denominado Prlić et al., el TPIY los declaró culpables de haber formado “una asociación criminal con el fin de crear una Gran Croacia que precisaría una modificación de su composición étnica”. Inconforme con el fallo, el grupo apeló. Y fue por esa apelación que lo conocí. Ahora que su suicidio ha dado vueltas al mundo, recuerdo el día en que lo conocí y pienso en cómo su sórdido final ha distraído al mundo de lo que era realmente importante: el caso por el que era juzgado, y la posibilidad real de que la justicia internacional persiga a los autores de los crímenes más atroces posibles.

En 2015 yo realizaba una estancia profesional en la Sala de Apelaciones del TPIY. Fui asignada al equipo de redacción de la sentencia del caso Prlić, llamado así porque el principal acusado era Jandro Prlić, expresidente de la república de Herzeg-Bosnia, un país que existió —sin el reconocimiento internacional— en Bosnia Herzegovina entre 1993 y 1996. Prlić lideró al grupo que esa mañana de invierno entró a la sala para una audiencia preliminar en el TPIY.

Recuerdo a Praljak y a sus compañeros en la pequeña sala. Iban de traje y corbata, y tenían un aire de normalidad. Traté de buscar algún indicio que me confirmara que me encontraba frente a hombres acusados de haber cometido actos atroces contra otros seres humanos. Pero no lo encontré. Al contrario, parecían amables y educados. Mientras esperábamos que inicie la sesión, bromeaban entre ellos, y se reían. Crucé mirada con algunos. Se veían incómodos.

Me pregunté qué los habría llevado a cometer esos crímenes horrendos por los que ahora estaban acusados. Sentí compasión por ellos y por sus familias. Luego pensé en mi papá, quien tuvo que huir de Chile después de ser prisionero político durante la dictadura. Me hubiera gustado estar así, frente a frente con sus captores. Mirándolos a los ojos. Triunfante. Pero esos delitos no tuvieron un tribunal independiente que los juzgara.

La posibilidad de que cortes para ese tipo de crímenes existiesen es la esencia de la importancia del TPIY. El TPIY fue creado en 1993 mediante una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Tenía el mandato específico y temporal de juzgar a los responsables de crímenes de guerra, genocidio y delitos de lesa humanidad cometidos durante el conflicto en los Balcanes, ocurrido en los años 90. Desde su creación, el TPIY cambió para siempre el panorama mundial, enviando un claro mensaje de que aquellos actos constituían una amenaza para la paz internacional, y que, por lo tanto, debían ser juzgados.

El caso Prlić era el último que conocía el TPIY. El que dictaban ese día era el último de sus fallos, y para sus empleados y colaboradores era el día final de su trabajo en el tribunal. La dramática muerte de Praljak ha desviado la atención de lo que debió ser el día más importante para el tribunal internacional.  

A Praljak, como al resto de procesados, se lo condenó por haber sido parte de un plan criminal conjunto para realizar una limpieza étnica de los bosnios musulmanes. El plan consistía en una variedad de crímenes como desplazamiento forzoso, detención de civiles, asesinatos, saqueo y destrucción de propiedades y trabajos forzados de población encarcelada.

De acuerdo al TPIY, Praljak fue uno de los miembros más importantes de  la ‘empresa criminal’. Ejercía control directo sobre el ejército del Consejo Croata de Defensa (HVO) y la policía militar, dándoles incluso instrucciones sobre cómo implementar las operaciones militares. Estos hallazgos son los que el mundo debe recordar para siempre, pues representan el triunfo de la justicia internacional.

Todo el horror se disolvió en un video que se ha viralizado. En lugar de hablar de los terribles crímenes que cometieron Praljak y los otros sentenciados, el mundo se ha centrado en el sórdido final del militar de 72 años. Habría que ver si la noticia de su condena podría haber recorrido el mundo con la fuerza con que su muerte dio la vuelta. EL TPIY daba sentido a la premisa de la justicia internacional: que no hay paz sin justicia y que la impunidad nunca más será una opción.

Para mí, ver a los procesados del caso Prlić tan humanos, en apariencia inofensivos, fue un recordatorio de que esta gente no respondía a los estereotipos de monstruos que muchas veces imaginamos —uno que es capaz de ser tan arrogante de suicidarse antes de aceptar una condena, o tan malvado como para enterrar en fosas comunes a miles de desaparecidos. No, los monstruos son gente como nosotros, abuelos en apariencia afables, sonrientes solo que fueron capaces de lo más atroz, de lo más cruel, en nombre de una creencia, una idea o una ideología. Los acusados eran un recordatorio de esa capacidad humana para la destrucción. El TPIY era un recordatorio de esa otra capacidad humana: la de buscar y dar justicia, en especial por los peores delitos inimaginables. El suicidio de Praljak no debería empañar ese legado.