
Por el puente 8
Los puentes de la gran avenida quiteña no solo conectan barrios: son referencias geográficas y culturales.
La autopista General Rumiñahui atraviesa el Valle de los Chillos como una puntada de más de doce kilómetros. Cada tanto, separado por unos cientos de metros, aparecen como diademas de hierro nueve pasos peatonales que unen los barrios a cada lado de la gran vía: Conocoto, San Rafael, la Armenia, y se adentra al vecino Sangolquí. Son, además, puntos de referencia convertidos en marcas de pertenencia: cada uno está marcado por un número, que se muestra como el escudo de armas sobre el frontón de cada estructura.


Vivir en el valle es decirlo con la numeración de su puente. “Viví en el puente 8”, dice Diana Salazar, que no es la ex fiscal, sino la directora de arte de GK. “Ahí vive también el más querido”, explica, sonriente, en referencia al popular cantante Gerardo Morán, ilustre residente del 8. Alguien vive en el 3, en el 2. Otros cogen el bus en el 5. Hay quienes tienen su pequeño local de almuerzos al pie del 4.


En el Valle se usan los puentes como se usaban a los ríos y los árboles en las viejas escrituras. “Llega hasta el manzano y colinda con el río”, solían decir antes de las mediciones topográficas y los GPS los títulos de propiedad. En Costa Rica permanece aún la costumbre de que las direcciones de las casas sean apuntes como “200 metros pasando el Colegio”, “frente a la iglesia de Belén”.

En el Valle de los Chillos los puentes cumplen la misma función. No son los armatostes de hierro de otras partes de la ciudad: justifican muy bien su existencia por su uso peatonal y la referencia comunitaria, sobre una superautopista que sería imposible de cruzar de otra forma.



En tiempos prehispánicos, el Valle de los Chillos fue habitado por los Kitu Kara y, luego, reorganizado por los incas en dos zonas: Anan-Chillo y Urin-Chillo, origen de los actuales Conocoto y Sangolquí. Durante la Colonia se convirtió en un enclave agrícola esencial —el “granero de Quito”— con haciendas productoras de maíz y cebada administradas por órdenes religiosas.

Su identidad se forjó en torno al trabajo rural, la fertilidad de su suelo y la cercanía con la capital. La apertura de la autopista General Rumiñahui en la década de 1970 —y ampliada en 1994— transformó ese paisaje campesino en un espacio suburbano: un valle que mezcla lo urbano y lo rural, donde aún sobreviven las fiestas, las huertas y la vista al Antisana como memoria de su origen agrícola y su espíritu de valle.



Desde entonces, la Rumiñahui se convirtió en un corredor de alta velocidad con unos cuantos puentes peatonales que lo complementaban. Pero a veces los humanos construimos algo y no sabemos qué ruta tomará su existencia.

Poco a poco dejaron su literalidad y se convirtieron en GPS orales. Marcaron punto de encuentro, de salida. Ubican a los perdidos, despiertan a los despistados, consolidan la autoridad de los conocedores de este Quito inmenso que se desparrama por sus valles colindantes, atravesados por kilométricas autopistas donde un parpadeo hace perder una salida, decena de minutos, quintales de paciencia.

Por eso, estar atento a la altura de qué puente de la Rumiñahui sucede la vida —mientras uno hace otros planes— es como tener un mapa gigante pegado en el concreto y el hormigón de cada paso peatonal.





