
Ir por la ciclovía es pedalear contra corriente
En Quito, usar las ciclovías no es militancia, es fe en una ciudad que intenta conectarse mejor.
Es noviembre y el cáncer del tráfico del fin de año empieza a tomarse las calles de Quito. En una intersección, un ciclista espera entre dos corrientes de autos. Detrás, el aire vibra con bocinas y motores; delante, el semáforo verde brilla sobre un carril que se desdibuja veinte metros más adelante. La ciclovía —esa promesa de otro modo de moverse— parece terminar donde empieza el tráfico.



Quito tiene 131 kilómetros de ciclovías utilitarias, según el municipio. Lo dice la Empresa Pública Metropolitana de Movilidad y Obras Públicas con el mismo tono con que se enuncian los avances de un plan. Pero en el asfalto las cifras se vuelven otra cosa: una línea que se interrumpe, un tramo que no conecta, una curva sin señal, un fin inesperado y abrupto, que no se explica, solo sucede. Las bicicletas se mezclan con buses, taxis, peatones, perros, huecos.


Durante la pandemia del covid-19, ir en dos ruedas fue un acto inmunológico de la ciudad. Se decía que el uso había crecido hasta en un 600 %; las calles, antes vacías, se llenaron de pedales que daban vía al acto más liberador de ese tiempo: quitarse la mascarilla. Había una sensación nueva de control, una ilusión de ciudad posible. Pero con el fin del encierro, el tráfico regresó, más espeso que antes, y con él una evidencia: la bicicleta no basta si el resto del ecosistema urbano sigue diseñado para los autos.

No solo eso: hay una forma de entendernos como ciudadanos que no da espacio para un objeto tan ligero y discreto como la bicicleta. Enre los pocos datos públicos disponibles, uno encuentra un estudio que dice que entre 2017 y 2023 en las ciclovías situadas sobre avenidas como la Ciclovía de la Amazonas, Ciclovía de Naciones Unidas y Ciclovía de la Eloy Alfaro se registraron 29 accidentes y 3 fallecidos en una ciudad donde apenas el 0,5 de la población se mueve en bicicleta.


El parque automotor de Quito no deja de crecer —más de medio millón de vehículos se contaba ya en 2023— y con él aumentan las horas perdidas en el tráfico, los choques, el ruido, la impaciencia. Los datos de la organización ciudadana Quito Cómo Vamos muestran que más del 80 % de los viajes diarios siguen siendo motorizados. El carril de la bicis, en cambio, se volvió una franja simbólica: visible, pero vulnerable.

Pedalear hoy por la ciudad es una forma de resistencia. Contra el diseño urbano, contra el smog de los buses que no cesa, y contra la impaciencia e incomprensión de los automovilistas, que desde que empezaron a florecer las ciclovías por Quito, se quejaron de que les quitaba espacio a sus carros, sin darse cuenta que nada quita más espacio y transporta menos gente que un auto privado. Entonces, el casco se vuelve una segunda piel, el retrovisor un sexto sentido. La temeridad e impericia de muchos ciclistas, un riesgo.



Porque la bicicleta en Quito no es solo un vehículo: es una lectura del territorio. Revela las pendientes, los baches, los miedos. Muestra las zonas a las que no llega la inclusión y sobra el asfalto. Expone las diferencias entre los barrios que sí tienen ciclovías y los que siguen sin verlas pasar.



Quizá por eso, pedalear aquí sigue siendo un acto político. No de militancia, sino de fe: creer que la ciudad puede cambiar su ritmo, aunque duela la subida. Las ciclovías son la huella de esa intención. A veces están vacías, otras llenas de vida. No son el futuro todavía, pero son el ensayo de una ciudad que busca reconciliarse con su ritmo.




