Puerca política
Aunque una ordenanza en Quito obliga a los partidos y movimientos políticos a descolgarlos, viejas propagandas electorales permanecen en postes, paredes y esquinas.
Debe ser extraño salir a la calle y encontrarse con uno mismo pegado en la pared. Hecho pegatina, colgado de un poste hecho póster, recortado en tamaño natural en cartón, pintado dentro de los bordes definidos de un stencil, aún joven y sonriente, pero arrugado por el sol y el viento, desfigurado y casi basura. Pero esa es la vida de los políticos. Cada tantos años —o meses, en el Ecuador todo es posible— la propaganda electoral se trepa por la ciudad como una hiedra ponzoñosa y la deja escarada y nos muestra rostros y promesas, caretas y mentiras a plazo fijo.
Hay ofertas de paz, empleo y ya sabemos todas esas otras cosas que les florecen de la boca a los políticos con la misma descontrolada y engañosa buena apariencia con la que le crecen susanas de ojos negros a las quebradas de Quito. Todas esas promesas se plasman en una suerte de fórmula de primer año de la carrera de diseño: eslogan + rostro + número de lista + llamado a la acción —vota todo, todo todito, tu voto por…
Nunca dicen nada sincero como, por ejemplo, “por este man no vale la pena sacar el certificado de votación” o “haremos todo lo posible pero quizá fracasemos” o “estoy aquí solo por los fondos” o “dudo que mi propia familia vote por mí” o “¿me repite la pregunta?”.
Pero no. Todo es grandilocuente y épico. La patria vuelve, se está poniendo los zapatos a la vuelta de la esquina, el Ecuador renace —va como por su milquinientísima reencarnación—, llegó la esperanza que todos queremos —suponemos que llegó por Tik Tok (que por lo menos no destiñe las paredes), barrio seguro desde el 20 de agosto. Y así, dependiendo del año y del problema de turno, que siempre son los mismos y nunca son iguales.
Es curioso: los anuncios de vía pública, como les dicen, tienen más vida que sus candidatos. ¿Quién este señor que sonríe hecho plástico en la 12 de Octubre? O sea, ahí está el nombre, pero daría lo mismo que dijese Perico de los Palotes, John Doe o el Soldado Desconocido. Quizá el último acto de dignidad política de esa gente sería ellos mismos dedicarle un sábado y un domingo a descolgarse de cables y postes, a echarse encima un litro de pintura blanco hueso y dejar firmando un perdón. Otros permanecen dentro de propiedades, asomados a la calle como asoma el Estado su ojo vigilante sobre quienes disienten con el poder.
Esos anuncios que se descascaran como se descascara la democracia, son recuerdos de una derrota que han terminado de enloquecer a sus líderes máximos, de victorias improbables a pesar del acartonamiento, de aventuras electorales desbocadas.
A veces, lo que queda de los colgantes es una metáfora clarísima de lo que fueron los partidos que auspiciaban a esos candidatos: plásticos huecos, deslucidos, apenas sostenidos por la desidia de quienes estaban obligados a descolgarlos y por la negligencia municipal quiteña de no multarlos por no hacerlo.
La ordenanza es bastante clara: los partidos tienen diez días laborables después de la elección para retirar su propaganda o enfrentarse a multas de hasta cuatro salarios básicos, casi dos mil dólares. Pero no todos cumplen. Prefieren que los rostros de campaña se pudran a la intemperie antes que asumir la tarea de limpiar bien la ciudad. Entonces, los folletos y carteles en la calle y los afiches en los postes terminan durando más tiempo en la pared de la casa de la señora Anita que toda la carrera de esos políticos.
Así, la política termina convertida en mugre oficial, a veces a imagen y semejanza de aquellos a los que muestra, en papel mojado que se vuelve parte del paisaje, compitiendo por un cáncer de garabatos y obscenidades sin sentido, dejando a sus delfines y patriarcas a merced del tiempo.