
Gente escampando
El impredecible clima de Quito, retratado.
En Quito, predecir el clima es un lance de dados: en la mañana puede refulgir el sol y los cerros amenazar con prenderse cualquier rato, y cambiar en un instante. En la tarde, cuatro que cinco nubes grises se pueden arremolinar sobre la ciudad y el verano se escurrirá por las alcantarilla porque llovió.

Este ensayo estaba guardado hacía meses, cuando se acabó el invierno, pero el clima quiteño tiene el temperamento del más prodigioso de sus volcanes: de un momento a otro humea o amanece nevado o truena y erupciona.
Uno se acostumbra, aunque no deje de aterrarse. Uno se acostumbra, y entiende que, entre tanta blasfemia, una sola verdad dijo Juan Bautista Aguirre en su Breve diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito. Es esta:
pues vestido de azul velo
nos promete mil bonanzas,
y muy luego, sin tardanzas,
junta unas nubes rateras,
y nos moja muy de veras
el buen cielo con sus chanzas

Cuando eso pasa, todos los quiteños que están en la calle tienen que guarecerse. Con un periódico sobre la cabeza, en un portal, en una parada de bus. Un pique corto y a escampar, como se dice aquí. Porque escampar en otros lados es que deje de llover, pero en Quito es refugiarse de la lluvia, escapar de sus alfileres tan fríos y finos que entran uno por uno por los poros al descubierto.



Las vecis sacan lonas y fundas plásticas para cubrir las manzanas y las limas y los tomates que, hasta hacía poco, coqueteaban con los transeúntes, asomadas bajo los dinteles de las tiendas de barrio como quien espera una serenata.

El señor de la moto del delivery hace de un toldo un pit improvisado y saca el pantalón y el saco impermeable y se bate no solo con el agua que cae del cielo, sino con la que lateralmente le vuela, cortesía de los amables conductores de buses que aceleran como si todo estuviera seco.



Quito, la ciudad donde la lluvia es un capricho, es en sí misma un capricho, una muestra de la voluntad humana. Está acunada entre dos cordilleras, la Occidental y la Oriental, con un volcán vigilante a un costado. Esa geografía es una máquina meteorológica compleja: las montañas obligan al aire a subir, y cuando viene cargado de humedad —sobre todo si sube desde la Amazonía— se enfría a 0,65 centígrados cada cien metros (dicen los meteorólogos, nosotros le creemos), hasta que la humedad se condensa y aparecen nubes, a veces discretas, como cúmulos esponjosos, que crecen en cuestión de minutos hasta cargarse de agua y llevarse el día, arruinar el tráfico y ponernos a correr.


Eso pasa cada tanto y sin aviso suficiente. El calor de la mañana actúa como combustible. La humedad amazónica encuentra en ese calor una tarabita para el ascenso y, pasado el mediodía, el cielo ya da señales de su cambio de ánimo: ya su pecho rebosa, y su frente radiosa y ya el sol no contemplamos más lucir.





La lluvia llega fría, casi helada. Es curioso. Siempre pasa. En la temporada seca quiteña —nombre técnico de nuestro verano de arupos y cometas en el parque— también llueve y truena y relampaguea. Es clima y carácter: son tormentas que se forman rápido, se deshacen rápido, se olvidan rápido —salvo cuando apagan un incendio voraz. Solo entonces se vuelven memorables.
Por lo demás, son simples recordatorios de que las estaciones en Quito son acuerdos frágiles, negociaciones diarias entre el sol y el agua, entre el azul intenso y los nubarrones plomizos que nos gobiernan y nos maravillan y enloquecen, preparándonos la piel con su taladro ultravioleta o vacilándonos encima un resfrío del que solo escapa la gente cuando escampa.


