Bienvenidos a las cloacas
En una ladera de Guápulo, un desagüe gigantesco hace fluir los desechos de la ciudad. Se ha convertido también en un suerte de sitio de culto para el graffiti y parkour.
Se sentía como si estuviésemos entrando a algo más que una estructura hidráulica. Era un cuerpo. El reverso de Quito. La sonda conectada a su intestino. Uno de esos mecanismos internos del funcionamiento de la ciudad. Un sitio mil veces visto desde lejos, sin saber qué es, cómo es y que solo se descubre en su real dimensión cuando se pisa: las cloacas de Guápulo.
Son gigantes. No hay cómo medirlas con palabras. Son túneles de concreto arqueado, pintados de verde musgo, del tamaño de una capilla dedicada a nuestra Señora del grafiti, visibles desde lejos, asequibles solo bajando por un camino de tierra y bajando y subiendo por pequeñas e improvisadas escalinatas de tierra. Ya dentro, sus líneas grises rectas y sencillas parecen haber sido diseñadas por Shigeru Miyamoto, el japonés que creó Donkey Kong para Nintendo.
El parque debajo parecía dormido, y arriba, sobre la ladera de esa brutal quebrada que se quemó sin compasión el verano pasado, las cloacas de Guápulo se revolvían en arcadas fétidas e incontenibles, como un Gargantúa con chuchaqui, o una cascada a la que valdría más bien jamás meterse.
Son ruinas pero tienen la belleza de las construcciones humanas tomadas por la maleza y el viento y el sol y la erosión, entre árboles tupidos y caminos de tierra. Esa tarde, no había nadie. Ni parkoureros, ni adolescentes bebiendo, ni los perros flacos que a veces bajan entre los matorrales.
Las cloacas de Guápulo son dos grandes esclusas en caída libre. Por unas, cae agua sin cesar. Las otras están totalmente secas. Tienen el aspecto indiferente del cemento pelado, pero están cubiertas por cuadros urbanos, claves indescifrables, y mensajes furtivos. “Pienso en ti”, “Guambra majadera”. Hay algo de desafiante inocencia en todo lo que se ve y se lee. “Amor”, “Error inesperado: esta pared no se puede pintar”, “El amor te mantiene vivo”.
Su aire desolado se pierde un poco cuando uno regresa a ver a la avenida Simón Bolívar, abajo, muy abajo, y ve que la vida sigue: carros que avanzan con la misma perpetuidad con que aquí arriba cae el agua.
Las cloacas son, también, un sitio peligroso: una caída en esas fosas de cinco, siete metros de profundidad y cemento crudo auguran el llanto desolado de una madre. Ni hablar de resbalar por la quebrada.
No había ninguna señal de que esas estructuras estuvieran ahí para ser vistas. No hay letreros. No hay rutas marcadas. Y sin embargo, llegan adolescentes cada tanto. Lo sabemos porque aparecen sus videos en Tik Tok todo el tiempo. Lo han convertido en un punto de encuentro, en una galería al aire libre, una pasarela para el parkour.
Saltan desde los bordes, ruedan por las paredes con la precisión de quien ha ensayado su escape muchas veces. Arriesgados cartógrafos de lo invisible, dibujan la ciudad con sus manos, a su propio riesgo, sin medir las consecuencias.
Esa tarde, sin nadie, todo era más claro. Las cloacas de Guápulo son una paradoja: belleza junto a un río de tonos y espumas repulsivas. Lo que arriba se esconde bajo calles, veredas y casas, aquí se revela como un sistema que exhala y exhala y exhala esa agua —mezcla de toda la intimidad del baño y el descarte de la cocina— que baja desde Bellavista, Itchimbía, La Floresta. Se junta en estas cloacas gigantescas.
Y luego sigue. Desemboca en el Machángara, donde el río arrastra lo que queda de Quito hacia el sur, hacia el Guayllabamba. Como si la ciudad no supiera qué hacer con sus vergüenzas.
Pero también es un sitio que acoge a quienes se atreven a visitarlo. Sea para mirar desde lo alto, o jugar a ponerse en peligro, al pie de las escaleras y las vigas y los cuadrantes secos, mientras por los otros el agua siguió corriendo.