Portales con dientes de metal
En portales y vitrinas, unas estacas de hierro amenazan a todo el que quiera arrimarse.
Hay portales de Quito donde crecen unas dentaduras monstruosas, afiladas y rabiosas: son pinchos de hierro diseñados para ahuyentar humanos. Pequeños colmillos que brotan al pie de las vitrinas, de las cenefas, de los muros bajos donde uno podría sentarse a mirar la calle o a esperar que pase el frío. Los sueldan ahí para que nadie se acueste, para que nadie se quede.
No hay carteles que adviertan “prohibido dormir aquí”. No hacen falta. Hablan esas fauces metálicas, con sus dientes de óxido, alineados como una sonrisa cruel, como la de un pirata inglés, creados como dispositivos de control urbano.
Se clavan en las costillas de quienes intentan recostarse un rato. Se clavan en los cartones que intentan ser cama. Se clavan en el hígado de quien quiere refugiarse en la sombra. Se clavan en la dignidad, porque no hay nada más humillante que ser expulsado de un pedazo de acera por un puñado de estalagmitas oxidadas.
Si caminas con prisa, los ignoras y lo aceptamos. Lo justifican con frases como “para que no se ensucie”, “para que no se vuelva peligroso”. Nos repiten que así se mantiene el orden, como si el verdadero desorden no fuera la existencia de esos desdentados monstruos de hierro.
No sabemos bien quién fue el primero que decidió que soldar hierros al piso era una buena idea, pero no aparecieron de la nada. Quizá fue un oficioso administrador de edificios. O un ingeniero con ínfulas de torturador. O algún desarrollador que prefería mentirse sobre la realidad de su ciudad. Difícil saberlo.
Lo que es claro es que estas estacas de metal son herencia de otros sitios que mordían a su gente. En el Londres victoriano, cuando el humo de las fábricas cubría las calles, ya se instalaban barras de hierro y bancas incómodas para ahuyentar a los pobres que buscaban un lugar donde dormir. Era más fácil soldar un hierro que ofrecer un refugio.
Décadas después, en los años ochenta y noventa del siglo XX, las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa copiaron esa lógica: bancas con divisores, superficies inclinadas, pinchos en portales de bancos y edificios de oficinas. Decían que era para “ordenar” la ciudad, para “limpiar” las calles, para mantener a raya a quienes sobraban en la postal urbana.
Cuando esos dientes de hierro llegaron a América Latina, no sorprendieron a nadie. Hubo gente en São Paulo, Ciudad de México, Buenos Aires y Santiago que empezaron a llenarlas de piedras puntiagudas bajo puentes, de bancas imposibles de usar, de, literalmente, clavos en repisas y portales.
En Quito hubo también importadores de estas piezas del urbanismo del rechazo. Fueron instalados como parte de una estrategia rápida de limpieza urbana hace —se estima sin precisión— cincuenta años, para promover una fachada que ignoraba sus verdaderos problemas.