
Las mujeres que curan la envidia
Las yerbateras de Quito preservan un saber ancestral en sus boticas vegetales.
Afuera, el humo del bus se pega a las narices. Adentro, huele a bosque. El sol cae en laminados perpendiculares y el aire arrastra no solo la madurez de la fruta, sino conversaciones y risas trenzadas. Sobre la vereda que sube la montaña, hay de todo: manzanas, ovos, aguacates, trajecitos de niños dios, carne roja y papipollo, huevos, llaves, chapas, ruidos, portones, portales, iglesias. Quizá lo más importante de esta calle son unas mujeres que tienden más al silencio: son las yerbateras.

Están en San Roque y en el mercado San Francisco, pasando la plaza Santa Clara, un recodo del continuo milenario que es Quito. No suele aparecer en las Lonely Planet ni en los reviews de Google, pero sin estas cuadras, la ciudad no se entendería.
Esa mañana, mientras avanzábamos fotografiando y pensando en las yerbateras (¿hierbateras? —da lo mismo), nos preguntamos cuántas generaciones necesita un oficio para volverse un legado.

Para Emma y Rosa Lagla, fueron cuatro y pronto serán cinco. Su bisabuela curó a un hijo en el río, bajo la inspiración de la Virgen del Quinche. Lo metió en el agua, le pasó unas plantas por el cuerpo, y dejó que la corriente se llevara el espanto. Le enseñó el oficio a su hija, que se lo enseñó a las suyas, que aprendieron viéndola curar cuando aún el mercado funcionaba en la plaza Santa Clara. Ellas se lo han transmitido a sus hijos —algunos atienden en los locales de sus madres, otros son ingenieros que conservan el conocimiento de las plantas.

Rosa Lagla tiene la mirada penetrante y un local donde no hay pausa. Todo se mueve, menos las plantas, que en encajonada espera se preparan para ser atadas y pasadas por los cuerpos afligidos que buscan purificar su suerte, curar un cólico, aliviar dolores físicos, purgar golpes.

Si no es una persona pidiendo una limpia, es una vecina que busca un poco de ruda, flor de muerto, santa maría, san pedro, mashua, ajos, ortiga, ortiga, ortiga. “Una botica de plantas”, dice Emma Lagla, a la que cada doliente llega, explica qué le pasa y recibe su receta vegetal. La vida moderna se tragó a los boticarios que curaban detrás de los mostradores de sus apotecarios, pero en el reino de las yerbateras aún existe.
En silencio, en los gestos, en la insistencia de volver al mercado cada mañana. En creer: la fe es quizá el bien más democrático que tenemos todos los seres humanos.

Emperatriz García, una de las yerbateras del mercado San Francisco, recuerda otras cosas: el trueque con “cale y coco”, el mercado de Santa Clara cuando era solo tierra, su abuela fundadora. Tiene 78 años, pero habla como si lo hubiera vivido todo esta semana. También aprendió mirando. Nunca completó la escuela. “Yo ya vendía desde los siete años para comprarme la colación”, dice, como si fuera lo más normal.


La esencia de un oficio es su transmisión generacional y su aprender haciendo. La botica vegetal de Emma Lagla funciona como las páginas de un recetario —con aires de breviario— que ella recita de memoria. “Esta que le ve colgadita, como unas pepitas, se llama dormidera”, explica. Se pone debajo de las almohadas de niños insomnes y —dice— asunto resuelto. Más allá, la insulina para la diabetes. “Es con la que hacen la inyección”, repasa. “El anís para los gases y los cólicos, muy bueno”.

Su hermana Rosa tiene la misma vocación taxonómica: pata con yuyo para las aguas de contra (o sea, para retirar los males), el tipo, que sirve para el resfrío y para la tos. “Hay más de doscientas yerbas”, nos explica. No tiene una favorita. “Todas, porque uno le da al que viene lo que necesita, no es lo mismo para todos”, dice. Emperatriz García habla también con ese cotidiano aire enciclopédico. “Esta es la escoba de barril, que sirve para sacar el mal de las cosas”, señala. “Con la flor de muerto se saca el mail aire a los niños, el eucalipto aromático para los bronquios, la flor de alelí para los nervios”, dice Emperatriz García con un aire distraído que no disfraza el conocimiento acumulado, empírico, heredado del oficio que ejercen a diario.


Hay otras cosas que se repiten. Todas hablan del mal aire, del espanto, que ha sido elevado a la categoría de pecado capital: les llaman, en conjunto, la envidia. “Todo es energía”, dice Emma Lagla. “Nosotros somos energía”, dice su hermana Rosa, calle arriba. Enderezan ánimos con plantas, con masajes, con baños, con palabra, lo que está de más. Y dejar que el cuerpo respire otra vez: la limpia es un asunto serio aquí, que requiere de la sabiduría de estas mujeres y la fe de sus clientes.

También hay diferencias. Emma Lagla ha hecho cursos, estudió reiki, aromaterapia, técnicas que, dice, le enseñan cómo fluyen las energías. Atiende a médicos, abogados, trabajadores que llegan sin trabajo y se van con el currículo mejor ordenado. Tiene fórmulas con 22 plantas y clientes que hacen fila desde las 7:30 de la mañana. Cobra catorce dólares.

Para Rosa Lagla, observar el cuerpo es esencial para saber el mal que aqueja a sus clientes. Sabe por el olor, por la reacción de la piel, si la persona lleva algo malo dentro. “Cuando alguien quiere hacer el mal, huele a huevo podrido”, cuenta. “Esto pega, uno tiene que también limpiarse”, explica.

Hay mucho misticismo, espiritualidad y poco esoterismo entre las yerbateras. Las hermanas Lagla coinciden en que carecen de cualquier poder de adivinación. “Si yo supiera todo, ya hubiera ganado la lotería”, dice Emma Lagla.


Emperatriz García cobra diez y cree que hay límites. Se confesó con su sacerdote para estar segura de que lo suyo no era brujería. “Solo plantas que Dios nos dio”, le dijo el cura. Ni huevo, ni tabaco, ni cartas. Solo plantas. “El resto es magia negra”, dice.

Y sí, en el rito está parte de la cura. Una joven espera sentada por su limpia en el local de Emma Lagla. “Vine porque a mi novio le cambió la vida después de la limpia”, cuenta. Consiguió un mejor trabajo, el temperamento se le aligeró. “Hasta dejó de tomar”, nos dice. Ahora ella necesita un poco de eso: perdió su trabajo, está triste y se siente perdida. Pero está aquí, esta mañana del tierno invierno quiteño, aguardando con fe.

No hay ciudad ni cultura del mundo sin sus curanderas. Las yerbateras de Quito curan con plantas y preservan un saber ancestral, cultivando la memoria.