Si la 10 de Agosto es la principal arteria de Quito, a la ciudad está a punto de darle una embolia. Alguna vez símbolo del salto a la modernidad que toda capital latinoamericana intentó cuando a su país le tocó su boom de materia prima, hoy languidece.

Se vacía edificio por edificio. Casa por casa. Local por local. Un estudio del municipio local dice que en los últimos doce años la 10 de Agosto ha perdido a cinco de cada cien de sus habitantes. 

Su estado no es novedad. Desde hace años es un portal al color gris: todo se siente gris y caminar por ahí, hace que uno se sienta gris, al punto que ahí el viento parece soplar con más fuerza.  

Las fachadas de sus edificios se descascaran. Algunas de sus vallas, que deberían mostrar publicidades espectaculares son pantallas en negro con esquinas ferrosas que lo único que anuncian es la caída en desgracia de la avenida. Otras, muestran publicidades pintadas hace décadas, que ofrecen productos que ya no existen.

El estudio del municipio no solo habla del éxodo de quiteños de la 10 de Agosto, sino de un quiebre físico y funcional: diseñada para fluir, terminó dividiendo barrios, aislando espacios, sofocando al peatón con sus pasos peatonales elevados, y le dio prioridad al auto, otro mal de la modernidad urbanística que, por suerte, no alcanzó a destruir toda la ciudad.

La falta de usos de suelo que mezclen la vida residencial con el impulso económico, creativo y recreativo, el deterioro de sus casas y edificios, y la escasez de árboles y otras áreas verdes la han convertido en un sitio de destino cruzado, como si fuese el producto de una mala lectura de barajas: la monumentalidad y la grandilocuencia nunca pagan. La vida de barrio, la compra en la esquina, la visita al peluquero en la otra calle, el parquecito de media cuadra que pasa repleto, hacen que la ciudad exista, que sea una realidad. En la 10 de Agosto no existe la ciudad. 

Es una paradoja: aunque no siempre se llamó 10 de Agosto, siempre existió, así como Quito siempre existió. Antes de la independencia, y antes de la llegada de los españoles, y antes de la llegada de los incas. 

El camino sobre el que la hoy bizarra gran avenida se asienta fue el sendero rural que conectaba el centro con los pueblos de Iñaquito, Cotocollao y Pomasqui durante la colonia. Ya en la era republicana, en el siglo XIX, se llamó calle Gonzalo Pizarro y luego, brevemente, 18 de Septiembre. 

En 1949 fue rebautizada en honor al Primer Grito de Independencia del Ecuador (que ocurrió, no sin polémica historicista, el 10 de Agosto de 1809). Fue la primera vez que Quito abrió su puño para extenderse al norte, rompiendo el cerco físico y de imaginación del centro histórico. En su frontera, más allá del monumento a El Labrador, justo al pie del parque Bicentenario, se convierte en la Galo Plaza Lasso, que continúa camino a El Inca, Carapungo y Calderón. Con el tiempo, la 10 de Agosto se transformó en un eje de tránsito, comercio y administración pública. 

Sobre la 10 de Agosto se vivió la más delirante de las paradas militares de la historia patria: en junio de 1972, el primer barril de petróleo amazónico, extraído por el entonces flamante Oleoducto Transecuatoriano —gran promesa de desarrollo sigloventera— recorrió la avenida escoltado por tropas, estudiantes y gente que vitoreaba a su paso.

Todo iba a estar bien. Hasta el aeropuerto quedaba en uno de sus extremos. Medio siglo más tarde, el aeropuerto se fue de la ciudad, y el petróleo nos hizo vivir ilusiones derrochadoras de una riqueza que jamás fue sostenible. La 10 de Agosto, levantada en buena parte sobre el efímero conjuro del progreso petrolero, padece contagiada de esa maldición. 

El Trole llegó en 1995. Diseñado para la 10 de Agosto, la avenida terminó adaptándose al sistema masivo de transporte. Se llenó de estaciones, pasos a desnivel y carriles exclusivos que agilizaron el tránsito, pero el Trole alejó a la gente de sus veredas. Lo que era una calle viva se volvió un corredor rígido, frío. Su aura se volvió para siempre gris. El transporte de masas ganó, pero la vida se opacó.

Dos años más tarde, sirvió de acceso a Carondelet, para derrocar a Abdalá Bucaram. Sobre su Puente del Wambra se han enfrentado manifestantes y policías en los violentos paros de 2019 y 2022. 

El municipio ha dicho que va a intentar darle un RCP urbano, unos choques eléctricos para devolverle la vida a una avenida que tiene el aire triste de las señoras que han abusado de las cirugías plásticas.

El estudio municipal propone incentivar el arriendo de vivienda de interés social, aplicar impuestos a propiedades vacías, fomentar el reciclaje inmobiliario, aumentar la infraestructura verde y cultural, y recuperar el espacio público como lugar de encuentro. Pero mientras no haya un plan de inversión que permita que la 10 de Agosto prospere en torno a su gente, a sus negocios y a su vida cotidiana, nada cambiará. No importa cuántos estudios se hagan.