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La decadencia y la belleza del teleférico de Quito

Abierto en 2005, el sistema que lleva a las alturas del Pichincha ofrece un paisaje poderoso. Para llegar a él, hay que aceptar la maleza y la herrumbre de su base.

El 24 de mayo de 2005 se inauguró el Teleférico de Quito como una promesa: que en esta ciudad andina, donde una escalera de piedra en la plaza de San Francisco conecta simbólicamente el cielo con la Tierra, esa conexión ahora sería literal.

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Las cabinas de metal subían por la ladera del volcán Rucu Pichincha hasta los 4.000 metros de altura, como si Quito hubiera decidido instalar un atajo hacia lo sublime. Durante un tiempo, lo logró: había filas interminables, restaurantes con vista a los volcanes, una discoteca, un parque de diversiones. Logró sostener la alta emoción de los quiteños durante meses. Todo relucía.Todo parecía nuevo. 

Dos décadas más tarde, lo que queda es un aire desolado de un monumento a las alturas.

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El óxido corroe los bordes metálicos, la maleza brota sin control, y la infraestructura que una vez fue orgullo se sostiene por inercia. El teleférico funciona, sí, pero más como un ascensor mecánico a las nubes. La promesa que se cumple y, mientras se pueda cumplir se seguirá cumpliendo, es subir al maravillante mirador donde se ve todo Quito y los volcanes que la flanquean.

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Lo visitan turistas, sobre todo extranjeros, que llegan atraídos por la altitud o por la promesa aún vigente de la vista desde el mirador de Cruz Loma. Pero donde el abandono material se siente, el paisaje compensa: y uno sube no por la ingeniería sino por la naturaleza. 

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Ya casi no hay vida comercial en la base, donde la herrumbre y la maleza van poblando todo, como si la humanidad —por fin— se hubiese extinguido. En lo alto, aunque suman unas decenas de turistas esta tarde, todo lo humano es precario: la cafetería, que debería estar abierta hasta las seis de la tarde, cierra sin previo aviso. No importa que haya gente buscando empanadas o té de coca para mitigar el soroche en inglés o español. No hay cómo pagar si no se tiene efectivo o la billetera móvil local. No hay wifi. El café es malísimo. Pero incluso eso parece parte del encanto.

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Porque la experiencia del teleférico no es técnica —hace meses, los cables se detuvieron por horas, dejando colgados por horas a sus ocupantes. Tampoco es turística —la escasez reina, contrariando los principios de la industria. Ni siquiera es cómoda: algunos asientos de las cabinas están descosidos y sus ventanas percudidas por los elementos y por los rayones de amores furtivos. 

Pero subir al teleférico de Quito es un tránsito. Un símbolo. Un recordatorio de que en la cima puede haber belleza, aunque el camino esté marcado por el descuido. 

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Desde las cabinas que aún suben lentamente por la pendiente, se ve Quito encajonado entre valles y volcanes. Y si el clima lo permite, entre la frontera de una nube gris y un cielo despejado, aparece un arcoíris. A lo lejos, como un taita gruñón, se asoma el imponente Chimborazo. 

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Un grupo de turistas extranjeros sigue con atención el relato de un guía. “Quito is the highest capital in the world”, les dice. “It used to be La Paz, in Bolivia”, pero no es tan cierto: La Paz jamás ha sido legalmente la capital de Bolivia, aunque albergue al gobierno de ese país. En fin, ese no es el punto —el punto es que aquí se siente la altura de la capital más alta del mundo.

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Entonces uno entiende: el Teleférico es un ensayo vertical sobre el país. Arriba, el paisaje conmueve. Abajo, la precariedad duele. Pero incluso lo que no se cuidó puede seguir ofreciendo belleza. 

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Como ocurre con muchas cosas en Ecuador —como ocurre con la vida— hay que atravesar cierta decadencia para encontrar lo que vale la pena. Al final, como prometió el hombre que cantó por última vez hace diez años en Caracas, hay recompensa. 

Con esa convicción, uno sube, vive, contempla, y se queda sin aliento, sin saber muy bien por qué. 

Nicole Moscoso Vergara Jose Maria Leon Cabrera
Nicole Moscoso Vergara y José María León Cabrera
Nicole es la directora audiovisual de GK, y José María, el CEO y director creativo de GK. Juntos desarrollan el proyecto de ensayos fotográficos de GK.