En Ecuador, el país de las contradicciones bien maquilladas, uno de los grupos históricamente más vulnerables recibe un supuesto beneficio digital que, visto de cerca, es una trampa bien orquestada. El Estado, según la Constitución y la Ley de Adultos Mayores, debe darles un descuento del 50% en el servicio de internet para mayores de 65 años. Pero al acceder al descuento, el usuario debe conformarse con un plan tan limitado que ni siquiera permite una videollamada decente con los nietos.
Este despropósito normativo no es un simple descuido técnico. Fue oficializado con un decreto ejecutivo el 9 de julio de 2021, durante el gobierno de Guillermo Lasso. El decreto reformó el reglamento de la Ley Orgánica de las Personas Adultas Mayores y redefinió el concepto de “plan básico residencial”.
Lo definió con una precisión que raya en la crueldad digital: hasta 20 Mbps de bajada, 3 Mbps de subida y compartido entre seis dispositivos. En concreto: si la señora quiere ver una misa en YouTube mientras su nieto descarga una tarea y alguien más revisa WhatsApp, no podrán hacerlo. El abuelo también se quedaría sin ver el partido de Aucas por streaming.
Pero más indignante que la definición, es lo que este decreto reemplazó.
Antes, el artículo 18.5 del reglamento de la Ley Orgánica de las Personas Adultas Mayores establecía que el descuento del 50% debía aplicarse sobre el total del consumo mensual del plan comercial residencial, sin mencionar restricciones de velocidad. Decía que se consideraban planes básicos aquellos con un valor de hasta el 12% del salario básico unificado, en aquel entonces 400 dólares. Es decir, la idea era que el beneficio se midiera por el bolsillo, no por la velocidad.
Pero el decreto de 2021 lo cambió todo: ahora el adulto mayor solo accede al beneficio si acepta navegar en cámara lenta.
¿El resultado?
Una forma elegante y legal de empujar a los mayores de 65 años a un gueto digital. Mientras el mundo habla de inteligencia artificial, internet cuántico y ciudades inteligentes, nuestros adultos mayores apenas pueden abrir una página sin que se congele la pantalla. Todo por ahorrarles ocho dólares, que en realidad terminan costándoles su derecho a una vida digital digna.
Una de las empresas, por ejemplo, ofrece un plan estándar a $18,99 con una velocidad de 300 Mbps. Eso quiere decir que cada Mbps cuesta 0,063 centavos. En el caso del plan para los mayores de 65, el precio con “beneficio” es $11,50 pero la velocidad es 20 Mbps; eso hace que cada Mbps les cuesta 0,575 centavos. Nueve veces más.
Con apenas 7,49 dólares más podría tener 15 veces más velocidad, acceso a plataformas modernas, resolución mejorada y 100% de cobertura.
Este comportamiento se replica más o menos con otros proveedores.
Otro encontró una fórmula para cumplir con la norma y, al mismo tiempo, sortear su espíritu. Ofrece un plan para adultos mayores que, más que plan, parece una broma con factura. El truco consiste en ofrecer un internet con velocidad de tortuga en patines —hasta 40 Mbps— que, comparado con sus planes comerciales, se asemeja a vender fósforos en plena era eléctrica.
Mientras su plan más básico para el común de los mortales alcanza los 550 Mbps por 18 dólares más IVA —con beneficios como televisión en streaming—, datos móviles y hasta acceso al fútbol ecuatoriano, el mayor de 65 recibe un “beneficio” que parece diseñado para recordarles que están al margen. Aunque la ley establece 20 Mbps como umbral mínimo, una empresa lo extiende hasta 40. Pero ese plan no existe comercialmente: parece que lo inventan para cumplir, no para servir.
El resultado es grotesco: el cliente paga entre 10 y 12 dólares por un plan que cuesta entre 7 y 9 veces más por Mbps que el del resto de usuarios. No recibe ni siquiera la ilusión del entretenimiento moderno. Por menos de diez dólares adicionales, un cliente promedio accede a 13 veces más velocidad y a todo un ecosistema digital.
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La discriminación no es solo en velocidad; es en contenido, en acceso, en posibilidades. El adulto mayor queda fuera de la conversación sobre series, fuera del juego con los nietos, fuera de la telemedicina, de los cursos en línea, de los trámites electrónicos. Lo excluyen con una tarifa “preferencial” que lo deja en el rincón más oscuro de la red.
Y lo más alarmante es que lejos de ser un error es una arquitectura legal, pero profundamente injusta. Un plan cumple la letra de la ley y pisotea su espíritu. No hay ahorro cuando lo que se pierde es calidad de vida. No hay inclusión cuando se ofrece menos por el simple hecho de tener más años.
La Constitución ecuatoriana, con toda su solemnidad, garantiza el acceso a las tecnologías de la información como un derecho de todos, y prohíbe expresamente la discriminación por edad. Y sin embargo, lo que se ha hecho es disfrazar de ayuda una política que los relega.
La ironía es que este “beneficio” aparece en un decreto que supuestamente busca mejorar su calidad de vida. Y lo que logra es profundizar su aislamiento. Porque hoy, sin buena conexión, un adulto mayor no solo pierde entretenimiento; pierde acceso a seguir siendo parte del mundo.
La ley, en su espíritu original, quería integración. El reglamento reformado, con sus límites arbitrarios, impone exclusión.
El engaño es tan fino que parece casi lógico: ¿para qué quiere más velocidad alguien que no “usa tanto internet”? La pregunta real debería ser: ¿quién decide cuánto internet merece una persona mayor? ¿Un decreto? ¿Un operador que ofrece planes baratos con letra pequeña? ¿O la propia persona, con libertad y autonomía?
Esta es una política pública mal pensada que legitima una forma moderna de discriminación: la tecnológica. Y lo hace desde el propio Estado. Un “beneficio” que en realidad atrapa, una rebaja que rebaja también derechos, una inclusión que excluye con delicadeza institucional.
Si el objetivo era proteger, fracasaron. Si era incluir, hicieron lo contrario. Y si era cumplir con la ley, deben saber que los derechos no se entregan en versión “lite”.
Es urgente corregir este despropósito. El descuento del 50% debe aplicarse sobre cualquier plan que el adulto mayor elija. Porque no se trata de dar menos por menos, sino de dar lo justo. Porque el acceso a la tecnología ya no es un lujo: es una extensión del derecho a vivir con dignidad.
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