
Quién lo diría, los arupos maduros florecen primero
Un recorrido nocturno en la línea del sistema de transporte subterráneo capitalino.
Aunque la temporada de arupos en Quito —dicen los botánicos y contradicen las madres— hace pico en nuestro verano de soles intensos y brisas de tules gélidos, entre julio y agosto, en mayo algunos ya se muestran sus flores.

Podría pensarse que la urgencia por florecer es alguna forma de precocidad juvenil, de una necesidad de alcanzar pronto una supuesta primavera. Pero no: quién lo diría, pero los arupos maduros florecen primero. Todo depende del clima y del lugar en que están plantados. En ciertos microclimas de ciertos barrios quiteños, con la altitud y el aire adecuado, florecen a principios de mayo.

Se desperezan los arupos. Estiran sus ramas en las que crecen sus primeras hojas color del cerezo japonés, que tiene nombre de crayola: sakura. Por cierto, no son parientes.
Hay que aclararlo porque comparten formas, flores vibrantes y arracimadas que seducen a esos trabajadores arduos que permiten la vida y que no se han jubilado desde el Cretáceo: los polinizadores. Parecen familia, pero en realidad arupos y cerezos japoneses son como esos doppelgangers que tenemos al otro lado del mundo, gemelos perdidos que hacen sospechar de algún secreto de la juventud de los abuelos.

Los arupos atraen abejas meliponas, colibríes; los cerezos japoneses, abejas melíferas, abejorros, moscas hoverfly y escarabajos. Ambos comparten a las mariposas. También, a los humanos que, aunque no los fecunden, se detienen a mirarlos, como si buscaran en ellos alguna pista sobre su naturaleza, incluso su mortalidad.


Es un ejercicio curioso. Uno empieza fascinado por la belleza del arupo —que a veces tiene la flor en cana plateada—, y luego repara en el viento ligero que parece borrar al resto de la humanidad de la faz de estas montañas. De pronto, sin saber bien por qué, termina enroscado en una trenza de melancolía, resignación y felicidad, y se pregunta cosas fundamentales sobre la naturaleza. Por ejemplo: si tenemos verano, ¿también hay primavera en Quito?

Los científicos dicen que no, pero hay momentos en que uno siente que algo nace y renace, y otros, en que algo muere. ¿Quiénes se creen los expertos para quitarnos el derecho de sentirnos primaverales o ya en los estertores del otoño? Quizá pensarlo sea solo un acto de arrogancia individual o la negación de la muerte. Quién sabe.

Al final, no encuentra respuestas, y en la alegría de la soledad, entiende la insignificancia de la existencia humana.

Entonces, se piensa invencible, ya no solo maduro, sino muerto.
(n)
Quisiera morir en agosto
con su sol y su brisa
que aletarga a la ciudad en vacaciones.
Sí. Morirme en agosto
sería bonito. Alguien, muy pocos,
me lloraría(n) bajo su cielo despejado,
después de haberme cremado
y haber botado mis cenizas
a la basura, donde corresponden.
A mi muerte, planten un arupo;
quizá florezca, quizá no germine,
pero me agrada la idea de que cada
vez que sus flores rosadas regresen,
alguien, muy pocos, piense(n) en mí,
en lo que dije y dejé de hacer
y recuerde(n) aquel feliz día
en que me fui al Inga.
