
Los perros son mejores que los políticos
Cientos de personas fueron a votar con sus mascotas el 9 de febrero. Este ensayo fotográfico retrata sus rostros (y a veces salen unos humanos).
No hay nada como la lealtad, la sinceridad y el amor incondicional de los perros. Son el polo opuesto a la mayoría de los políticos ecuatorianos, proclives a las lealtades de ocasión, a parapetos de sinceridad y a un amor desaforado superfluo y, en muchos casos, fingido. Pensábamos en eso mientras veíamos a decenas de quiteños ir a votar con sus perros el domingo 9 de febrero de 2025, en las elecciones generales del Ecuador.

Había de todos los tamaños, de todas las razas y de todos los cruces. Schnauzers de falda corta. Huskies muertos de sed. Chow chows de ojos bicolores. Yorkies bien peinados. Bulldogs cabizbajos caminando junto a caniches inquietos.
Era una multitud perruna acompañando a una multitud humana a cumplir con una obligación que debería darse cada cuatro años pero que, desde 2021, se ha vuelto recurrente en el Ecuador: elegir, otra vez, presidente; tener que votar, una vez más, por asambleístas, en años de crisis y escasez tan severas que, para nosotros también son años de perros.

Por eso, el pasito coqueto, otras veces pesado, otras veces saltarín, otras veces acelerado y otras veces renegado de los perros que vimos en tres recintos electorales de Quito —del norte, el centro y el sur— era una especie de respiro en medio del desasosiego de tener que, otra vez, volver a una escuela no para aprender algo, sino para intentar desaprender de nuestros errores del pasado.

A las siete de la mañana, el Instituto Central Técnico, en el centro norte de Quito, empezaba a llenarse de votantes madrugadores y arriesgados: llegar temprano es siempre correr el riesgo de que a uno lo sienten en la mesa —la junta receptora del voto, técnicamente hablando— para reemplazar al miembro de mesa que no llegó. Hacía frío y la neblina no se había disipado del todo, pero en medio de la bruma se veía cómo los pasillos y los patios del colegio se iban llenando.

La gente llegaba a pie o en bicicleta. En familia o solos. Sin apuro o casi corriendo. Muchos, con su perro. Algunos llevaban el distintivo chaleco rojo de los perros de asistencia. Otros, atrevidos, ni siquiera tenían correa. Los militares, funcionarios del CNE y los observadores internacionales no se inmutaban por su presencia. Se ha vuelto normal que los perros acompañen a sus dueños a donde sea que vayan.

En este caso, como dicen los reporteros de televisión en su lengua rococó, a las urnas. Quizá necesitaban algo de apoyo moral. Quizá no tenían con quién dejarlos. Quizá la alegría y compañía de sus mascotas era un buen presagio. Quizá simple y sencillamente era una buena oportunidad para pasear juntos.

Ya a media mañana, en el imponente Instituto Nacional Mejía, a las puertas del hermoso centro histórico quiteño, la presencia canina era menor, pero aún se podía ver a uno que otro votante acompañado de su mascota.
Al mediodía, el sol gobernaba el prístino cielo azul de la capital más bella de América del Sur. En las afueras del colegio Montúfar, ícono del sur de la ciudad, la vida y el comercial hervían sobre la calle.

Había impulsadoras regalando cubitos para cocinar, salsas de tomate y quién sabe qué otra baratija, mientras el aire se llenaba del crispar del aceite de las salchipapas y el hornado y las empanadas y los llamados insistentes de los comerciantes que jamás han desperdiciado elección, marcha, protesta y concentración alguna para completar el presupuesto familiar.

Pero sobre todo, había perros. Perros por todos lados. Perros que se refugiaban del sol debajo de una banquina de cemento en el patio central del colegio. Perros que parecían ver el celular con su dueña. Perros que se negaban a ir a la derecha porque algo les llamaba la atención a la izquierda. Perros perros perros y más perros.

Por un instante, la alegría y el sol se llevaron por delante a la sensación de agotamiento cívico de otra vez tener que elegir entre dieciséis peor-es-nadas. A veces los políticos se insultan diciéndose perros.
Pobres perros: ellos son tanto mejores que la gran mayoría de nuestros políticos.
