Claroscuros navideños
De mediados de noviembre hasta la Nochebuena, cientos de puestos itinerantes se toman Quito para vender la Navidad.
Cada año, en la misma época, en Quito se escucha una banda sonora inequívoca: a ratos suena un villancico en notas digitales frías en clave de MIDI; otras veces, suena una cumbia, un vallenato, una salsa. Así suena la Navidad en Ecuador, desde siempre: notitas agudas de Noche de Paz, el lamento de La Carta, de Tierra Canela. Son la banda sonora de los innúmeros puestos de Navidad que se multiplican por toda la ciudad, como mercados itinerantes y estacionales, de mediados de noviembre hasta la Nochebuena.
Están, por ejemplo, en un estacionamiento, entre las avenidas República y Amazonas, en una esquina del parque La Carolina de Quito. Ahí se alinean, uno junto a otro, carpas blancas de ventanales de plástico transparente, donde se ven figuritas de pastorcillos, de soldaditos romanos, de niños Jesús rubios y rechonchos, de San Josés crédulos y devotos, de Vírgenes Marías aliviadas del parto y quién sabe qué más.
La Navidad es una fiesta cristiana de raíces paganas convertida en monedita de cambio. Le permite a decenas de familias hacer caja para buena parte del año, aunque en 2024, con “esto de los cortes”, dice una señora que lleva cuarenta años en este negocio, “ha estado flojo”. Suspira. Acomoda los gorros. Pregunta para qué son las fotos.
Es curioso: al niño Jesús, cuando crezca, no le gustarán los comerciantes y los correrá a latigazos de las afueras de su templo. Es difícil creer en un Dios que, además de no saber bailar, tampoco entiende de las benevolencias del comercio.
Esto es la Navidad. Pan para gente trabajadora. Chucherías para los noveleros. Hallazgos para los coleccionistas. Árboles escarchados por nieve artificial. Daguerrotipo del pasado, barnizado por el encanto de la nostalgia, y puerta de escape hacia el futuro.
Sus bolitas de falso cristal para el árbol, el musgo artificial (“Ya no se puede usar el natural, señor, está prohibido”), los renos de luces que se parecen más al Patronus de Harry Potter y menos a Rodolfo, el de la nariz roja. Todos, artefactos de ilusión.
Se venden en los puestos que forman una jota minúscula en un recodo del gran parque quiteño. Son atendidos por familias enteras. Hay abuelas con sus nietos, mujeres esperando a que una hermana les haga el relevo, maridos sentados en un banquito frente a la puerta imaginaria de su local que arma y se levanta por temporadas, como los circos o las ferias de gitanos.
Entran y salen compradores. Unos han llegado en auto. Otros, a pie. Uno empuja una bicicleta. Es el centro comercial improvisado con mejor parqueadero de la ciudad. A pocos metros, en la avenida Amazonas resuenan bocinas y motores, el olor de la garúa ligera se mezcla con el smog que expulsan los carros. Si la melancolía huele a algo, es exactamente a esto.
La noche es profundamente oscura —estamos en los que, se supone, así nos prometieron, son los últimos días de apagones en Ecuador. Pero aún hay penumbra y austeridad eléctrica. Hace frío, y las luces de los árboles, las guirnaldas, las ristras de foquitos y los pocos faroles encendidos en el parque forman claroscuros con la penumbra que acecha por todos los flancos.
Por cierto, ¿existen aún esos foquitos navideños espinados y duros? Pisarlos era arruinarse, al menos por unos minutos, la Nochebuena. Ahora solo hay redondelas de diminutos candiles inofensivos.
Quizá es mejor. Después de todo, ¿a quién se le ocurrió que esas esquirlas centellantes eran adecuadas para una festividad que es, esencialmente, para los niños que suelen andar descalzos?
O quizá es peor: ¿no se supone que uno debe, hasta en los momentos más felices, recordar que nada es perfecto?