Un horno de leña es un corazón
Una visita fotográfica a un restaurante quiteño.
Se prende una vez a la semana —o dos, según el hambre local. Es encendido a pulmón por el personal de Marcando el Camino, restaurante fundado por el chef Santiago Cueva. Quienes van a Marcando o MEC, como le dicen sus habitués, no lo ven, pero el corazón de este bistró de barrio —como se autodefine— es un horno de leña.
Cueva y su equipo meten las manos, los ojos, la nariz en la boca del horno, y luego lo cierran como quien cierra un sagrario para abrirlo a la mañana siguiente, y van sacando, en tandas y según la comanda, lo que adentro se ha cocinado.
Quizá no haya otro lugar con una concentración tan alta de hipsters locales y extranjeros de tránsito a Galápagos o al mercado artesanal de Quito como Marcando el Camino. Ocupa los bajos de un edificio de la calle Tamayo, formalmente aún en el clásico barrio de La Mariscal, aunque la siempre maleable identidad urbana se sienta más a gusto llamando al sector La Floriscal, una fusión contemporánea de La Mariscal y del barrio que la mira, con algo de recelo, desde el otro lado de la avenida La Coruña: la alternativa y muy hipster La Floresta.
Ahumado como consecuencia del fuego que lo consume, el horno de Marcando el Camino humea a diario en silencio. Lanza sus columnas blancas, como si hubiese elegido un Papa regordete, hambriento y adicto a la mantequilla asada que dora los costillares de cerdo, los briskets, las canillas de ternera, las carrilleras de res, las pizzas, las piernas de cordero que salen una tras otra de la cocina estrecha y traficada del restaurante.
Entran crudas al horno, ya bañadas en las salsas y especias y bulbosas y minerales que adoban condimentan condicionan definen. Salen doradas crujientes calientes dispuestas, después de veinticuatro treinta cuarenta y pico de horas del rave de Maillard que es el interior de ese horno, que acompaña a Cueva desde sus inicios.
La reacción de Maillard, permitido sea este momento enciclopédico, es el feliz proceso químico que ocurre cuando los aminoácidos (de las proteínas) y los azúcares reductores se calientan juntos, como dos animales que se aman, y crean nuevos compuestos, generando sabores y colores tostados.
En definitiva, bautizada por el hombre que la describió por primera vez, el químico francés Louis-Camille Maillard, esta reacción es la hija prodigio de la cópula gloriosa de la grasa, la carne y el fuego que hace convección dentro del horno de leña.
La reacción del buen Maillard ocurre siempre entre los 140 y los 165 centígrados. Pasado ese punto, deja su apetitosa apariencia y se quema —demostrando que en la cocina, como en la vida, todo es química, tiempo y cuidado.
Salen las piernas y las costillas y las canillas y las pizzas y los briskets ya dorados, ungidos por Louis-Camille, santo patrono, y aterrizan en las mesas —siempre pobladas, siempre bulliciosas— acompañadas del pan de masa madre de la casa, de ensaladas, sopas, mezzes, carnes, mariscos, maridadas con vinos ligeros, rematadas con los postres que nunca están en la carta pero siempre en la vitrina (Cueva es, también, chocolatero) del horno y comedor de barrio, sofisticado y sencillo.