Aún escucho el último audio que Felipe me envió desde su celda, donde sobrevivió a la tuberculosis en la Penitenciaría del Litoral:

— Quiero que me haga un favor, quiero que manden la ley, que llamen militares, todo lo que es policía, porque hoy nos matan si no llegan, decía con la voz aguda, agitada. 

Pero nadie llegó. De nada sirvió reportarlo en vivo. De nada sirvió avasallar de preguntas los chats de prensa de instituciones públicas. De nada sirvió escribir. De nada sirvió nada porque lo mataron. 

Felipe fue asesinado el 12 de noviembre de 2021.

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Con la violencia le arrebataron ese profundo deseo que lo había impulsado a, de a poco, dejar de consumir hache: regresar a la casa de su madre, que dejó de visitarlo por la enfermedad catastrófica que padecía, para comenzar de nuevo junto a ella. 

Había sobrevivido a la primera masacre carcelaria documentada en Ecuador del 23 de febrero de 2021 —que hoy cumple dos años— y, desde entonces, me contó, volvieron sus ganas de vivir, también regresó su prudencia. “No coma el cuento del gobierno. Las muertes no van a parar. Estamos en guerra”, me advertía, aún vivo. 

Felipe no logró esconderse en la cuarta masacre. Tu muerte, que ratifiqué días después en una lista, me confirmó tu alerta, una vez más. 

Debo admitir que quizá, en ese entonces, sí comía cuento. Por eso recuerdo bien ese 23 de febrero, esa primera masacre. Era martes. Apenas había terminado de almorzar cuando los titulares inéditos comenzaron: “masacre carcelaria en Ecuador”. Twitter y Facebook se habían inundado de imágenes que no quería volver a ver: cuerpos destrozados y desmembrados con sus órganos aún latiendo, en cuatro diferentes prisiones: la cárcel regional de Guayaquil, la Penitenciaría y las prisiones de Cotopaxi y Turi, en Cuenca. 

No sabía que aquella tarde no solo extraños veíamos esas imágenes regadas en las redes sociales. Decenas de familias se enteraban de la brutalidad de los asesinatos de sus hijos, esposos, hermanos, primos y amigos por videos cortísimos, borrosos y pixelados que las obligaban a hacer zoom para reconocer algún rostro. 

81 personas presas fueron masacradas ese 23 de febrero. 

“Esperábamos una reacción inmediata luego del asesinato de alias ‘Rasquiña’, pero se demoró”, dijo el coronel en servicio pasivo, Edmundo Moncayo, entonces director del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI), para explicar la génesis de la masacre. 

Moncayo —el primer policía al que se le encargó el liderazgo del Servicio—, ubicó a la masacre como efecto central de la “disputa” entre cuatro organizaciones criminales luego del sicariato de Jorge Luis Zambrano, el líder carismático de Los Choneros que intentó centralizar el crimen organizado en Ecuador, en diciembre de 2020. 

Moncayo dijo que la búsqueda de poder por el vacío de liderazgo motivó la matanza. Nada explicó sobre cómo ingresaban las armas o por qué, si esperaban una “reacción” por la muerte de Rasquiña, nada pudo prevenirse. 

Nadie se lo cuestionó tampoco. 

Debo admitir que pensé, ingenuamente, que esa sería la primera y única masacre carcelaria en la historia de Ecuador. Que aquella “disputa” se extinguiría horas después, ese mismo 23 de febrero. Que una matanza sin precedentes nos enfrentaría a un espejo resquebrajado de nosotros mismos que nos negamos a ver, pensando que los presos son ajenos solamente por estar separados por unas rejas. 

No sabía —y quizá nadie, excepto las personas presas— que durante los próximos dos años otras diez masacres carcelarias estallarían frente a nuestros ojos. Que más de 450 personas más serían asesinadas. Que la violencia escalaría aún más y que ya no serían solo machetes, sino fusiles y granadas de uso militar lo que detonaría en seis prisiones. Y que, inevitablemente, dos años después, nadie ha sido responsabilizado por el exterminio de esas vidas. 

Pero, para mí, todo cambió el 25 de febrero, dos días después de la primera masacre. Varias familias de las personas presas, sobre todo, madres y hermanas, llegaron a la Unidad de Flagrancia de la Fiscalía, asentada en la avenida Patria, en el norte de Quito. Fueron pocas, pero a partir de ese día, decidieron protestar los siete días siguientes para  gritar por sus familiares: 

“¡No más muertes!”

“¡Ellos también tienen derechos!”

“¡Sentenciados de la libertad, no sentenciados a muerte!”

Una de las mujeres que reclamaba era Rosa, una señora de cabello corto rizado y voz carrasposa, que gritaba por su hijo Carlos*, sobreviviente de la masacre. Ella había salido apenas un año antes de la misma prisión en la que Carlos cumplía su condena. Mientras me contaba que en la comida con la que la alimentaban a ella y a sus compañeras venía con gusanos, Carlos la llamó desde la cárcel. Rosa, sin pensarlo, me lanzó su teléfono. “Él le va a contar todo”, me dijo. 

Carlos aceptó hablar conmigo con una sola condición: que no le contara nada de los detalles a su mamá. Acepté. Lo que vino después fue lo que hoy ya todos sabemos de sobra. “Esto ya se sabía hace semanas. Los mismos guías nos dijeron que estemos pilas por la matanza que se venía. Mire que yo no he matado a nadie, pero ahora tengo hasta que ver cómo me consigo un machete para defenderme porque ellos están armados y hasta la misma ley les ayuda”, me contó, con la voz entrecortada ese 25 de febrero de 2021.

Esa primera conversación destruyó esa primera versión de disputa con la que el coronel Moncayo parecía reducirlo todo a una pelea absurda de bandas criminales por el poder. 

Y se desbancó aún más cuando un preso, pastor cristiano, me contó cómo a uno de sus amigos, a quien llamaban Timoteo, le dispararon en el estómago el 28 de septiembre de 2021, durante la tercera masacre carcelaria, la que más muertos dejó en la Penitenciaría del Litoral. Pero Timoteo no disputaba nada. No pertenecía a ninguna banda. No peleaba por ningún poder más que rezar con sus compañeros de celda. 

Toda posibilidad de “disputa” se diluyó cuando dos presos transmitieron en vivo la masacre carcelaria del 12 y el 13 de noviembre de 2021, en la que Felipe fue asesinado antes de dejarme su último audio, el que a veces escucho.

Más de 14 mil personas atestiguamos un video en vivo y en directo donde se quebraban cuerpos y se disparaban cadáveres que se incineraban en un patio a donde nadie entró durante más de trece horas.

Fue gracias a Felipe y a su mensaje de auxilio que supimos que la masacre comenzó a las seis de la tarde de aquel 12 de noviembre. Que decenas de presos como él pidieron ayuda para que sus muertes no formaran parte de la lista. 

Tan estremecedor e indignante fue su exigencia —como lo fue aquella transmisión en vivo— que una comandante de la Policía admitió que hubo alertas, pero que nada se hizo. 

Felipe ya no vive, pero lo recuerdo siempre. Su legado —sin saberlo— fue también hacernos entender lo importante que era su vida. Lo importante que es y será su voz. 

Si los presos no nos hablaran, no sabríamos que hubo alertas en cada masacre. 

Si los presos no nos hablaran, no sabríamos que las armas ingresan en complicidad de funcionarios públicos.

Si los presos no nos hablaran —como Felipe— no sabríamos que los dejaron morir. 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.
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