Carolina Villalobos de 35 años se despidió de sus tres hijos: Adrián de 15 años, Gibelis de 13 y Alexandra de 1. Tomó un bus que la llevó hasta la frontera con Colombia y luego a Ecuador, el 19 de enero de 2017. Sintió que su  corazón se detuvo unos segundos  cuando partió sin los niños, pero sabía que el sacrificio era para darles una mejor vida: Tenía la tentación de regresar, pero tomé fuerza y continué”, dice. Así como Carolina Villalobos, otras 203.780 mujeres venezolanas emigraron a Ecuador según el Ministerio de Gobierno de Ecuador hasta 2021. Sin embargo, no hay cifras oficiales de cuántas de ellas son madres solteras y cuántos menores de edad tienen a su cargo. La Plataforma Regional Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) muestra que el 56% de las mujeres viaja con niños, niñas y adolescentes. 

Como muchas otras personas venezolanas, Carolina Villalobos se fue de su país por la crisis económica, política y social que se viven ahí. “Estaba cansada de ver que mis hijos se iban a dormir sin comer o que apenas les podía dar una arepa sin relleno”, dice. El pasaje hasta Quito lo costeó una amiga suya, quien la animó para que migrara y le dijo que vendrían mejores días para ella. Dejó a sus hijos al cuidado de su mamá y se propuso enviarles dólares desde el Ecuador. 

Atrás quedaron la brisa del mar y las coloridas casas del casco colonial de Maracaibo, su ciudad. “El viaje fue duro. No solo por la distancia, sino que durante el trayecto tuve fiebre y escalofríos. Además, mis senos estaban llenos de leche porque acababa de destetar a mi bebé”, dice Carolina Villalobos. En Quito la recibió su amiga benefactora. 

Ella la hospedó en su casa durante cuatro meses, que le sirvieron para adaptarse a su nueva realidad y ganarse sus primeros dólares con los que pagar un lugar donde vivir. Coralía Sáenz, punto focal de trata de personas de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Ecuador, explica que la situación que atraviesan las mujeres migrantes y madres solteras venezolanas es precaria, por lo que sufren vulneraciones desde el momento que salen desde su país. “Muchas de ellas no cuentan con los recursos económicos para afrontar un viaje tan largo”, dice Sáenz. 

Son más de 1.423 kilómetros solo para atravesar Colombia y a eso se debe sumar el recorrido que hagan en Ecuador. En algún momento de la ruta se ven expuestas a situaciones no solo de violencia de género. “Tenemos registrados casos de mujeres que se ven chantajeadas a tener relaciones sexuales por sobreviviencia, están expuestas a redes de trata de personas y discriminación”, dice Sáenz. Esto no lo viven solas: el peligro también cae sobre los niños que los acompañan.

Carolina Villalobos recuerda que su primer año en Ecuador fue arduo. No pudo encontrar un trabajo formal por lo que comenzó a vender chaulafán y seco de pollo en el parque de La Carolina de Quito. “Era duro vender en la calle pero lo hice por necesidad”, dice. Tenía que mandarles dinero a sus hijos. “Y, a medida que llegaban más venezolanos, las cosas se ponían más difíciles por lo que decidí vender jugos y pancakes en los buses”, recuerda.  

Después de un año de altibajos, logró encontrar un trabajo estable como empleada doméstica en una casa del sector El Tejar, en el centro histórico de Quito. Sin embargo, era un empleo sin los requisitos que exige la ley: no tenía un contrato laboral que estipulara que no puede trabajar más de 40 horas y tampoco estaba afiliada a la seguridad social. Carolina Villalobos mandaba entre 30 y 40 dólares semanales a su madre pero todas las semanas tenía que pedir algo de dinero prestado y, cuando llegaba el fin de mes, le quedaba muy poco para ella. 

 

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A su familia en Venezuela muchas veces le faltaba dinero. “A veces conseguían las cosas a buen precio, otras no les alcanzaba porque los precios de la comida eran irrisorios. Cuando mi madre me decía que no le alcanzaba era cuando yo estaba en más en apuros”, cuenta. Al poco tiempo de empezar a trabajar, su jefa le ofreció ayuda para traer a sus hijos a Ecuador y le prestó dinero para que comprase los pasajes de bus de Adrián, ya con 16 años, y Alexandra, de 2. 

Gibelis, que tenía 13, no se unió al viaje, prefirió quedarse en Venezuela. A diferencia de sus hermanos, ella tiene el apoyo de su padre y de sus abuelos paternos que decidieron que cubrirían todos sus gastos de alimentación, educación y salud. “Ella no necesitaba migrar, tiene mejores condiciones que mis otros dos hijos”, dice Carolina.

 

Según Hugo Dután, coordinador del área de Gobernanza e integración socioeconómica de OIM, una de las vulneraciones de estas mujeres que les lleva a vivir condiciones de vidas precarizadas es no poder regularizarse, por lo que están sometidas a ser víctimas de explotación laboral. Además, “nace el discurso que las venezolanas cobran menos y que nos roban el trabajo, pero este discurso está mal”, dice: el problema radica en que los empleadores abusan de las circunstancias que atraviesan estas mujeres, explica Dután.  El funcionario explica que en OIM han obtenido datos que indican que el sueldo promedio mensual de un migrante sin regularización de su situación migratoria es de 85 dólares —el salario mínimo en Ecuador para 2022 es de 425. 

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Es imposible que una mujer regularice su situación migratoria para mejorar sus oportunidades laborales, ya que con esa cantidad deben cubrir los gastos de vivienda, alimentación o educación de sus hijos y no alcanzarían a ahorrar para pagar una visa que cuesta 400 USD, sin contar que por su estatus irregular deben pagar multas al Estado, explica Dután

Tras más de un año sin ver a sus hijos, en marzo de 2018, el hermano de Carolina, su hijo mayor y su bebé salieron de Venezuela por la misma ruta que ella había tomado en 2017. Se despidieron de su abuela y de Gibelis, avanzaron hasta la frontera y sellaron sus pasaportes en Cúcuta. El hermano de Carolina fue el responsable legal de ambos menores durante todo el trayecto.

En Quito, Carolina ayudó a su hermano  a encontrar un trabajo que le permitiera ahorrar para que su esposa e hijo, que había dejado en Maracaibo, viajaran hasta Ecuador. Cuando la familia de Carlos llegó a Quito, tuvieron que buscar una nueva casa donde vivir los seis y se organizaron para apoyarse.

Carolina y su hermano trabajaban mientras su cuñada cuidaba de los niños. Su hijo iba al colegio. Sin embargo, la vida le volvió a cambiar cuando su hermano se quedó desempleado y, tras dos meses sin generar recursos para mantener a su familia, decidió avanzar hacia el sur y radicarse en Perú. En ese país vivían unos familiares de su esposa y le aseguraron que ahí las cosas estaban mejor que en Ecuador.

De repente, Carolina tuvo que tomar una de las decisiones más duras de su vida: pedirle a su hijo que dejara el colegio para que cuide a su hermanita. Adrián estaba en segundo de bachillerato y quería terminar sus estudios, tal como su madre se lo había prometido al llegar a Ecuador. Sin embargo, su situación económica no le permitía pagar a alguien para que cuidara a la bebé. El sueldo mensual de Carolina Villalobos era de 280 dólares aunque trabajaba desde las 8:30 de la mañana hasta las 5 de la tarde.

Además para que él terminara de estudiar había un nuevo reto económico: reunir dinero para apostillar algunos documentos para que Adrián pudiera graduarse. Con el bajo salario de Carolina Vilalobos era imposible pagar los 200 dólares  para los trámites y el envío desde Maracaibo a Quito. 

El director del Colegio Patrimonio de la Humanidad le insistió para que no retirara a su hijo del colegio, pero ella no tenía más opciones. Según Coralía Sáenz, este tipo de casos suceden por xenofobia y porque los migrantes desconocen sus derechos. Las madres migrantes que toman estas decisiones se ven abocadas por las circunstancias, no porque sean malas madres o no les interesa que sus hijos terminen su educación básica. “En Ecuador la educación es un derecho que nadie puede negar a un niño o un adolecente y es independiente de su nacionalidad, así  no tenga la documentación que demuestre que aprobó determinado grado el Ministerio tiene mecanismos de evaluarlo y ubicarlo en el nivel que le corresponde acorde a sus conocimientos, criterio que está normado”, pero en muchos casos esto no se cumple, dice Sáenz. 

Carolina Villalobos  había intentado inscribir a Alexandra en un Centro Infantil del Buen Vivir (CIBV), pero jamás tuvo una respuesta positiva porque ella no tenía pasaporte y, sin ese documento, las autoridades se negaban a recibir a la menor. Dután aclara que en Ecuador, por ley, nadie es ilegal —la Constitución establece que un ser humano no puede ser denominado como ilegal y si una persona se encuentra en estatus irregular se considera una falta administrativa que es sancionada— por lo que no se puede negar a una niña su derecho a la educación y protección por no contar con un pasaporte. Sin embargo, muchos funcionarios públicos desconocen la normativa y se vulneran derechos.

Cuando una madre no tiene acceso a dejar a sus hijos en un lugar seguro, los niños tienen dos opciones: salir a trabajar con sus madres —por lo general en las calles—, o quedarse encerrados en la casa. Esto dificulta que las madres puedan buscar otro tipo de oportunidades laborales. Ambas circunstancias implican un riesgo para el bienestar del niño.

Después de dos años de residencia en Ecuador, Carolina Villalobos fue diagnosticada con diabetes. Al principio pudo sobrellevar su enfermedad gracias al trabajo que tenía, pero en marzo de 2020, cuando el gobierno anunció las medidas de toque de queda y cuarentena estricta tomadas por el gobierno para enfrentar al covid-19, su situación cambió. 

Cuando el país entró en estado de excepción, su jefa le pidió que dejara de ir a trabajar, ya que era “inconveniente que ella fuera a su casa en estas circunstancias” Desde ese entonces, Carolina Villalobos ha sobrevivido gracias a la bondad de sus vecinos, quienes no han dejado que les falte un plato de comida en la mesa. 

La dueña de la casa en donde vive comprendió su situación y le permitió permanecer en su vivienda a pesar de que no podía pagar la renta. “Trato de ganarme su voluntad y le ayudo a limpiar o a cualquier cosa que necesite”, cuenta Carolina Villalobos con voz entrecortada. “Dios me permitió llegar a un hogar donde la gente es colaboradora y buena. Los servicios los pago con cualquier cosita que me sale.  No hemos pasado necesidades y no nos hemos acostado sin comer. Ser madre soltera es luchar el doble y el triple si eres migrante”, dice. 

Carolina pensaba regresar a Venezuela el 20 de octubre de 2020, pero no tenía el dinero para solventar los gastos. Su familia le insistió que era mejor que siguiera luchando donde está. 

La situación de la familia Villalobos no cambió en 2021 y la falta de empleo, de educación y de oportunidades  los asfixiaba. Fue difícil mantener el contacto con Carolina Villalobos desde junio de 2021. En la última conversación que tuvimos, me contó que ya estaba dispuesta a vender sus pertenencias para regresar junto a su madre a Venezuela. Un mes después, dejó de contestar su celular.

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Liz Briceño Pazmiño
Periodista. Ex reportera de GK. Ha publicado en El Mundo (España) y Axios(EE.UU). Es becaria del International Center for Journalists (ICFJ). Máster en Producción, Edición y Nuevas Tecnologías Periodísticas. Cubre migración, derechos humanos y economía.

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