En su larga saga de guerra contra las drogas, los gobiernos de Colombia y Estados Unidos le han dado un protagonismo especial a la fumigación aérea con glifosato de los cultivos de coca. Durante más de dos décadas en las que han asperjado anchos territorios colombianos buscando destruir las plantas, que procesadas producen la cocaína que consumen los estadounidenses, han argumentado con ahínco que los herbicidas que dispersan por el aire no causa daño a las comunidades y los territorios donde éstos caen.

“Al principio no había ciencia cierta que contradijera esta apreciación de que el glifosato no hacía daño”, dijo el ex director de la Policía de Colombia, el general Óscar Naranjo, a este equipo periodístico. Por el contrario, los gobiernos de los dos países citaban con frecuencia, como si fuera la palabra definitiva en la materia, a la opinión experta de Camilo Uribe Granja, un prestigioso médico toxicólogo colombiano. Proveniente de una familia dueña de la  Clínica de Toxicología Uribe Cualla, Uribe Granja además era perito experto en juicios que involucraban envenenamientos.

En 2001, la embajada de Estados Unidos en Bogotá lo contrató para conducir un estudio en el terreno en Putumayo, al sur del país —en la frontera con Ecuador. Con un resultado favorable a la aspersión, pues concluyó que la lluvia de glifosato no enfermaba a los seres humanos sobre los que caía, este informe fue central en la evidencia con la cual los dos estados avalaron dicha estrategia al menos hasta 2010. 

El Estado colombiano —el único en el mundo que fumiga cultivos ilícitos— acudió regularmente al informe de consultoría de Uribe Granja para defender la aspersión forzada ante tribunales colombianos, en sus disputas con Ecuador e incluso ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya.

El experto sin embargo no resultó tan sólido. Como lo revela esta investigación, su estudio, que en su momento no fue revisado ni avalado por pares científicos, fue cuestionado años después por las peculiares circunstancias en que se hizo (cinco meses después de la última fumigación en la comunidad estudiada). 

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Camilo Uribe Granja

Uribe Granja en el congreso regional de toxicología clínica en Pasto, en mayo de 2015. Fotografía de la Universidad Cooperativa de Colombia.

Además, el toxicólogo fue condenado penalmente en 2010 y 2011 en dos procesos distintos que llegaron incluso a la Corte Suprema de Justicia de Colombia, por delitos contra la administración pública y por estafa que cometió en 2002 y 2001 respectivamente. Es decir, que ocurrieron justo después de que Uribe Granja realizara su trabajo de consultoría y al tiempo que los dos gobiernos lo circulaban. Aunque estas condenas no se relacionan con su trabajo científico, dejan dudas sobre sus calidades éticas como experto citado por el gobierno.

Este hecho, que esta alianza periodística revela por primera vez, cobra relevancia en momentos en que la aspersión aérea con glifosato —un debate que marcó la política antidrogas de Colombia durante casi dos décadas— está de vuelta sobre el tapete.

El presidente colombiano Iván Duque insiste en el retorno de la fumigación aérea con glifosato para reducir las 154.000 hectáreas de cultivos de coca que existían en el país a finales de 2019, según el más reciente censo anual de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). Para hacerlo, su gobierno tendrá que demostrar que asperjar la coca no causa impactos en la salud a las comunidades aledañas ni al ambiente, de acuerdo a los requisitos que le impuso la Corte Constitucional en 2017.

Estas reglas de juego más estrictas son, en parte, el resultado de un debate sobre los posibles efectos negativos del glifosato en la salud que se ha agudizado en años recientes en el mundo entero. Sobre todo desde que en 2015 el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (Iarc) –brazo de investigación de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- lo reclasificó como una sustancia probablemente cancerígena, lo que llevó al gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos a suspender su uso de manera preventiva.

El caso de Uribe Granja –quien hoy está detenido en la Cárcel La Picota de Bogotá y postuló sin éxito a la justicia transicional resultante del acuerdo de paz- permite cuestionar la legitimidad de uno de los expertos principales, cuyo trabajo fue avalado y usado por Colombia y Estados Unidos para defender políticas hoy cuestionadas, pese a que su autor estaba siendo en ese mismo instante investigado penalmente por corrupción y fraude.

Tras hablar con una veintena de personas, entre médicos, salubristas públicos, especialistas en consumo de drogas, ex funcionarios de la ONU, investigadores de política de drogas, líderes indígenas y cuatro ex ministros de relaciones exteriores, resulta evidente que Uribe Granja se benefició del baño de reconocimiento que le dio ese trabajo para obtener otros contratos de consultoría e incluso para ser postulado por el gobierno colombiano -y elegido- a un prestigioso cargo de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (Jife) de Naciones Unidas en Viena.

Uribe Granja renunció a su cargo en una agencia de las Naciones Unidas aduciendo “motivos personales”, según informaron fuentes a esta alianza periodística. En el momento de su renuncia, Uribe Granja ya contaba con antecedentes penales, sin que ese hecho fuese jamás revelado por el gobierno colombiano o publicado en medios. El experto llevaba años con los pies untados de barro, pero nadie se había dado cuenta.

Las viejas preocupaciones por el glifosato

Corría 2000. En medio de un turbulento cierre de siglo y de un fallido proceso de paz que tanto la guerrilla de las FARC como el Estado colombiano usaron para fortalecerse militarmente, el presidente colombiano Andrés Pastrana negoció con Estados Unidos un paquete de ayuda económica y militar —bautizado como Plan Colombia— para fortalecer la democracia en riesgo y luchar contra el narcotráfico. En la práctica, el plan se volvió una estrategia militar para impedir que las FARC se financiaran con los réditos del cultivo y tráfico ilícito.  

Uno de sus ejes fue el incremento de la aspersión aérea, de los cultivos de coca, con avionetas, una estrategia que se había intentado en Colombia en las dos décadas anteriores de manera intermitente y, con mayor brío, desde 1995. El gobierno aceleró la fumigación y creó un censo anual para ‘medir’ la coca, pero sus decisiones crearon tensiones con los campesinos cultivadores, quienes resentían que los asperjaban desde el aire y les destruían su sustento a la fuerza, pero no les daban apoyo alguno para desarrollar alternativas legales de subsistencia.

agricultor colombiano

Pablo Ángel Cuaran y los campesinos de Coopalmito en la vereda El Placer de Valle de Guamuez son una de muchas comunidades que sustituyeron coca en el frecuentemente fumigado municipio de Putumayo. En su caso lo hicieron por el palmito, muy apetecido en Francia. Fotografía de Andrés Bermúdez Liévano

El debate sobre qué hacer con la coca fue tan intenso que, en un momento, el mismo gobierno Pastrana consideró una propuesta de Estados Unidos de usar un hongo llamado Fusarium como control biológico de plagas, idea que terminó desechando por las alarmas que encendió en el sector ambiental en el país y en el exterior, según recordaron un experto en drogas y un ex ministro. 

En esos momentos surgieron algunas de las primeras voces científicas que alertaron sobre posibles efectos del glifosato en la salud humana. Entre ellas estuvo la epidemióloga Dyva Revelo, funcionaria de la Secretaría de Salud de Putumayo (entonces llamada Dasalud), que recorrió tres municipios de ese departamento amazónico, fronterizo con Ecuador, en busca de datos y realizó dos estudios epidemiológicos de tipo descriptivo.

Tras recoger y evaluar 1400 formatos de quejas puestas entre noviembre de 2000 y febrero de 2001, Revelo concluyó que había un aumento estadísticamente significativo de varios síntomas médicos posterior a la fumigación de coca y recomendó la creación de un sistema de vigilancia epidemiológica para detectar posibles intoxicaciones con plaguicidas. La voz sobre sus hallazgos se regó y ella terminó presentándoselos primero a la embajadora estadounidense Anne Patterson -quien luego sería subsecretaria en el Departamento de Estado en dos ocasiones- en Bogotá y, luego, a funcionarios del Departamento de Estado y asesores del Congreso en Washington.

La suma de esas preocupaciones públicas llevaron a la embajada de Estados Unidos a decidir que contrataría a un experto independiente para evaluar los potenciales riesgos de la aspersión de coca a la salud humana.

Entrada en escena de un experto pro glifosato

Sin que sea claro cómo sucedió, el elegido fue Camilo Uribe Granja, quien era una figura conocida en el mundo médico desde hacía al menos una década y que con frecuencia hablaba en medios y conferencias.

Médico de la Universidad del Rosario y especialista en toxicología de la de Buenos Aires, Uribe Granja había combinado durante años trabajos en el sector público, médico y académico. Había sido —sumando datos dispersos de diversas fuentes— director del hospital de San Martín (Meta) y de toxicología en la Clínica de Marly, director de programas de salud de la Escuela Superior de Administración Pública (Esap), profesor de las universidades del Rosario y Javeriana, miembro de la Academia Nacional de Medicina y presidente de la Asociación Latinoamericana de Toxicología (Alatox). Sobre todo se le conocía como director científico del Centro de Asesoramiento Toxicológico Guillermo Uribe Cualla –luego rebautizado, más sucintamente, Clínica de Toxicología Uribe Cualla- cuyo nombre honraba a su abuelo pionero de la medicina forense en Colombia y director del Instituto de Medicina Legal.

“Era de los toxicólogos más importantes del país y muy activo en la Academia Nacional de Medicina”, recuerda el médico y salubrista público Jaime Arias Ramírez, quien fue ministro de Salud en los años ochenta y coincidió con él en la asociación médica.

Aunque Uribe Granja no era un experto en salud pública o conocido por hacer estudios en terreno, ya había tenido una conexión con temas de política de drogas. Por su trabajo como toxicólogo, había atendido muchos casos de emergencia por sobredosis y, gracias a eso, era citado con frecuencia como experto en adicciones y consumo problemático.

Sin embargo, su mayor impacto en la política de drogas no lo tuvo en el campo de la dependencia a éstas.

La embajada de Estados Unidos -a través de su Sección de Asuntos Narcóticos (NAS)- terminó eligiendo a Uribe Granja, quien había hecho una ficha toxicológica del glifosato y estaba en ese momento realizando otro informe sobre aspersión pagado por los estadounidenses en el municipio nariñense de Tablón de Gómez, que por muchos años tuvo cultivos de amapola usados para producir heroína.

En ese primer informe de septiembre de 2001, el médico analizó los historiales clínicos de 21 personas que habían sido atendidas por problemas de salud durante la segunda mitad del año anterior, cuando el montañoso resguardo indígena de Aponte había sido fumigado al menos 15 veces. Sin visitar Tablón de Gómez, aunque entrevistando a cuatro profesionales de la salud en Pasto y al médico rural que compiló los casos por teléfono, Uribe Granja concluyó que la mayoría no tenía relación con la aspersión y que únicamente en cuatro no se podía descartar la exposición a pesticidas, aunque -a su juicio- la información sugería otras causas. (Paradójicamente, en el resguardo estudiado no parecen conocerlo. “Del informe nunca había oído, ni de él ni de la clínica. Sí recuerdo al médico rural, José Tordecilla, que mostró preocupación de que la aspersión podía estar afectando a niños, pero no le creyeron”, dice Hernando Chindoy, el ex gobernador de los inga que dos años después lideró la premiada transición de su resguardo de la amapola al café especial).

indígenas colombianos

Indígenas inga del resguardo de Aponte -cuyo impacto en la salud por aspersión Uribe Granja estudió, sin ir- celebran el Atun puncha, festival en que le piden perdón a la tierra por el daño que le hicieron cultivando amapola. Fotografía de Andrés Bermúdez Liévano.

Entre el 10 y el 20 de junio de 2001, un mes después de visitar Pasto para el otro estudio, el toxicólogo y su equipo viajaron a los municipios de San Miguel, Orito y Valle del Guamuez en Putumayo, cerca a la frontera con Ecuador. Recorrieron nueve veredas donde los pobladores habían instaurado quejas, convocándolos a brigadas de salud y pidiéndole a 488 de ellos que llenaran cuestionarios médicos. También tomaron 206 pruebas de sangre y 489 de orina, para detectar la presencia de glifosato y paraquat.

En su estudio bilingüe de 60 páginas, titulado “Supuestos efectos del glifosato en la salud humana”, Uribe Granja concluyó que “no pueden establecer que las aspersiones aéreas con glifosato realizadas por la DIRAN (la Policía Antinarcóticos) entre diciembre de 2000 y febrero de 2001 son las causales de las enfermedades y otros problemas de salud informados por la población el Putumayo”. Entre las razones que cita están el hecho de que las tasas de prevalencia de enfermedades no habían cambiado en el tiempo allí (ni en comparación con dos municipios similares no fumigados), que las pruebas de sangre arrojaron niveles promedio de colinesterasa y que quienes dijeron haber estado expuestos al glifosato asperjado estuvieron a más de cinco metros de distancia (que, según el informe, es el alcance máximo de la deriva de las avionetas). De hecho, anotó, “los datos muestran que existen muchos otros factores que contribuyen a los problemas de salud en esta área”, sobre todo el uso indiscriminado de otros herbicidas más tóxicos, en muchos casos en los mismos cocales.

informe sobre glifosato

Informe de Uribe Granja estuvo publicado en la página de la Embajada de Estados Unidos al menos hasta 2016, según confirma el Internet Archive Wayback Machine.

Sin embargo, el propio informe advierte sobre sus limitaciones: que, por haberse hecho el trabajo de campo cinco meses después de las fumigaciones, no puede ser prospectivo -el ideal- sino retrospectivo. Este tipo de estudio posterior, explica, “no permite al investigador establecer ni descartar una relación entre la exposición a una sustancia dada y las manifestaciones clínicas debidas a su exposición, y tampoco la formulación de una hipótesis plausible para la explicación de un fenómeno de morbilidad atribuible a los efectos de introducción de una sustancia química de bajo potencial tóxico como es el herbicida glifosato”.

Quien llevó a campo a Uribe Granja y su equipo fue justamente Dyva Revelo. Por petición de la embajada de Estados Unidos, la epidemióloga pidió permiso en su trabajo y los acompañó, ya que conocía la zona y a los promotores de salud rural que estaban a su cargo. Dos décadas después, Revelo le contó a esta alianza periodística que, pese a haber sido una de las primeras personas en alertar sobre posibles riesgos, jamás recibió copia del informe cuyo trabajo de campo ella misma facilitó. Se enteró que existía, recuerda, en Washington un año después.

A pesar de la reputación de Uribe Granja como toxicólogo y experto en lidiar con casos de sobredosis, tres médicos coinciden en que ese trabajo requería un esfuerzo de vigilancia epidemiológica sostenido en el tiempo y un equipo interdisciplinario más amplio.

“Yo no cuestiono su idoneidad, pero el estudio no daba para eso”, dice Luis Jorge Hernández, médico salubrista y director epidemiológico del proyecto Covida de la Universidad de los Andes. “Adolece de debilidades conceptuales, de diseño tanto metodológico como epidemiológico y de interpretación de resultados, por lo que al final no permite generar evidencia”.

“Él era reconocido como toxicólogo clínico, no de salud pública”, dice el ex ministro Jaime Arias, quien estudió salud pública en Harvard y es hoy el rector de la Universidad Central. “Que yo sepa nunca había hecho trabajo de terreno”, añade Augusto Pérez, quien lideró el programa del gobierno Pastrana para afrontar el consumo de drogas y dirige la Corporación Nuevos Rumbos en esos mismos temas. Para él, Uribe Granja podría haber sido parte de un equipo más amplio dado que podía, por ejemplo, establecer el origen de manchas en la piel.

Para el epidemiólogo Hernández, el informe de Uribe Granja únicamente podría inscribirse en una ‘primera generación’ de estudios en salud pública: la que busca identificar a quienes murieron o enfermaron, para entender si había una incidencia del glifosato en la mortalidad y la morbilidad. Pero se queda corto en otras dos modalidades medulares: ni valora la exposición poblacional y ambiental a la sustancia, ni analiza muestras de tejidos -o biomarcadores- que permiten detectar anomalías.

“Es un estudio con limitaciones propias de la época en que se realizó. No era pertinente utilizarlo como evidencia para una decisión de política pública sobre glifosato, como en efecto ocurrió”, añade.

El informe empieza a viajar

Aunque el informe de Uribe Granja aparece fechado en diciembre de 2001, el gobierno de Colombia lo había usado antes fuera del país para respaldar su tesis de que la fumigación no era peligrosa.

El 15 de noviembre de 2001, el embajador colombiano en Ecuador, Eliseo Restrepo, le envió una carta a Galo Plaza Pallares, hijo de un ex presidente ecuatoriano del mismo nombre y por ese entonces ministro de agricultura y ganadería en el gobierno de Gustavo Noboa. “Este informe es muy importante porque presenta un análisis objetivo y ponderado sobre un problema que, desgraciadamente, ha sido objeto de juicios y desinformación”, escribió Restrepo, ex presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia, en una carta que la Cancillería adjuntó traducida en la ‘contramemoria’ con la que respondió a la demanda de Ecuador años después en la Corte Internacional de Justicia en La Haya.

Por “juicios y desinformación”, Restrepo se refería a las preocupaciones en Ecuador de que el glifosato pudiese, por efecto de la deriva de las avionetas que lo lanzaban y del viento, terminar cruzando la frontera, dañando cultivos de ecuatorianos o afectando su salud.

Dos años más tarde, el gobierno de Álvaro Uribe también acudió al informe de Uribe Granja para tranquilizar a Ecuador, esta vez a través del Ministerio de Relaciones Exteriores.

El 12 de noviembre de 2003, la canciller Carolina Barco se lo mandó a su homólogo ecuatoriano Patricio Zuquilanda, junto con otros tres documentos, en respuesta a una solicitud del gobierno de Lucio Gutiérrez de recibir “copia de los estudios de impacto ambiental y epidemiológico, los informes posteriores a las fumigaciones e información relativa a las zonas fumigadas”, según consta en otra carta que Ecuador adjuntó en su ‘memoria’ a la corte en La Haya.

A pesar de que esos documentos oficiales fueron presentados al tribunal internacional, la Cancillería colombiana aseguró a esta alianza periodística -en respuesta a un derecho de petición- que “no se encontró en los archivos e inventario documental del Ministerio documentos relacionados con el envío o distribución del citado estudio entre el año 2001 y el año 2021”.

 

En paralelo, el gobierno colombiano también usó el informe de Uribe Granja, para hacer frente a procesos judiciales en Colombia por el uso del glifosato. En la respuesta a una acción popular contra el Ministerio de Ambiente que instauraron los abogados ambientales Claudia Sampedro y Alfredo Suárez en 2003, que inicialmente fue fallada a su favor por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca pero que al año siguiente fue desestimada por el Consejo de Estado, el Gobierno lo usó como baza para argumentar que no había efectos.

En su apelación a la primera decisión, la Dirección Nacional de Estupefacientes acudió al informe de Uribe Granja, a quien describió como “el científico más importante que hay en Colombia en asuntos de toxicología”. El argumento de la agencia gubernamental, según la transcripción que hizo el proyecto MamaCoca, era que el texto “no deja duda ninguna de que si la fumigación puede producir algunos síntomas menores de molestias en la piel o en los ojos, son moderados y pasajeros y en ningún caso afectan la salud humana”, pese a que eso no era lo que afirmaba el estudio.

El gobierno de Estados Unidos, a través de su embajada, también usó el informe de Uribe Granja buscando zanjar las controversias. En una columna publicada en El Tiempo, el diario de mayor circulación nacional, el embajador William Wood argumentó que “numerosos estudios científicos independientes han demostrado que no hay ningún efecto nocivo para la salud humana por parte del glifosato en la erradicación de cultivos ilícitos en Colombia”.

Citó uno solo: el de Uribe Granja, que había financiado su propia embajada. “Así se demostró en el estudio realizado en el departamento de Putumayo en el año 2001 por la Clínica de Toxicología Uribe Cualla de Bogotá, dirigido por el doctor Camilo Uribe Granja, médico toxicólogo reconocido nacional e internacionalmente”, escribió Wood, quien sucedió a Anne Patterson como embajador durante la segunda fase del Plan Colombia.

Acto seguido, Wood explicó que él mismo usaba glifosato en su jardín en Washington y que, ocasionalmente, le caía en las manos y la cara sin causarle ningún daño.

Los líos legales del experto

Un mes antes de que apareciera publicado su informe y dos semanas antes de que Colombia lo mandara al gobierno ecuatoriano por primera vez, Uribe Granja ya había ascendido.

El 1 de noviembre de 2001, el gobierno de Andrés Pastrana lo nombró director del Invima, la agencia pública de regulación de medicamentos, en cuya comisión revisora de productos farmacéuticos ya había estado y que lideró hasta el 13 de agosto de 2002, cuando el nuevo gobierno de Álvaro Uribe lo reemplazó.

También empezó a cosechar los frutos de su trabajo, posicionándose como experto en política de drogas y ya no solo como toxicólogo. Varios documentos oficiales lo presentan como consultor externo de la extinta Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) durante el gobierno de Uribe, que llevaba la batuta en casi todos los temas antidrogas.

En 2005, el mismo gobierno Uribe lo postuló como integrante de la Jife, un órgano independiente que monitorea la manera cómo los Estados cumplen con los tratados de control de drogas de Naciones Unidas y que tiene su asiento en Viena.

Sin embargo, para esa fecha sus problemas ya habían arrancado. Los hechos por los que recibió su segunda condena penal, en diciembre de 2011, comenzaron un par de semanas después de entregar su informe sobre los nulos efectos del glifosato en la salud, en un caso ligado a su paso por el Gobierno nacional.

El 31 de diciembre de 2001, cuando cumplía dos meses al frente del Invima, Uribe Granja pactó la compraventa de un edificio en Fontibón para trasladar la sede central de la entidad y, dos meses después, selló el negocio en una notaría por $4.000 millones de pesos, según la reconstrucción de los hechos que hace una sentencia del Consejo de Estado.

Sin embargo, el valor comercial de los tres lotes contiguos, conocidos como La Pielroja, resultó siendo de $1.981 millones. Eso determinó el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Descongestión de Bogotá, que le recriminó por haber pactado la compraventa usando el avalúo de una firma privada, cuando la ley le exigía un peritaje previo con el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac) estatal por tratarse de una entidad pública. Uribe Granja adujo que solicitó ese avalúo, pero que había llegado demasiado tarde.

En junio de 2004, la Procuraduría General de la Nación abrió una investigación disciplinaria por la compra del lote. Luego, en diciembre de 2006, la Contraloría General de la República falló en contra de Uribe Granja en un proceso de responsabilidad fiscal por 2.580 millones de pesos, según consta en el sistema de antecedentes fiscales de ese organismo de control.

Cinco años más tarde, el 12 de diciembre de 2011, un juez lo condenó a 82 meses de cárcel y a pagar una multa de $2.000 millones de pesos, por peculado por apropiación y celebración de un contrato sin cumplimiento de los requisitos legales (en una decisión en la que también condenó al vendedor Esteban Rangel Vesga de Inversiones Rangel Amado). El Tribunal Superior de Bogotá confirmó el fallo diez meses más tarde y la Corte Suprema de Justicia, en enero de 2014, no admitió una demanda de casación presentada por su abogado.

“Aun partiendo de que la actuación del señor Uribe Granja hubiera sido de buena fe –lo que está más que desvirtuado–, no es posible justificar que un gestor del presupuesto público, ante la palmaria diferencia en los valores de los avalúos conocidos procediera a pagar una suma que duplicaba la determinada por el IGAC como precio del inmueble adquirido”, dijo otra sentencia del Consejo de Estado, que en 2017 obligó al médico a reintegrar –junto con los otros condenados- la suma perdida. “Tan graves y patentes desconocimientos de los reglamentos de la gestión pública que se adelantaba, todos en detrimento económico de la entidad, no permiten conclusión distinta a la presencia de un acto de corrupción, en el que se pretendió y logró defraudar el patrimonio de la entidad que el señor Uribe Granja dirigía en suma superior a los $2.000.000.000 de la época”.

No había pasado un mes desde que Uribe Granja cerró la compraventa del Invima por la que terminaría condenado, cuando formó parte de otro negocio que fue llevado a la justicia por las autoridades locales de Bogotá: en este caso se trató de un negocio médico privado en el que, según determinó un juez, suplantó de manera fraudulenta a otra empresa socia.

Esa historia también comenzó en momentos en que el toxicólogo trabajaba en su informe de consultoría para la Embajada de Estados Unidos. En octubre de 2001, la Secretaría de Salud de Bogotá otorgó el edificio de la Clínica Fray Bartolomé de las Casas en el norte de la capital en arriendo al único proponente que se presentó a su invitación pública. Era una unión temporal integrada por cinco entidades: la Clínica Uribe Cualla de Uribe Granja, la Clínica Rada del médico Sergio Rada Rodríguez (conocido por su método para adelgazar), la empresa Asesorías Administrativas Hospitalarias Facsalud Ltda, el Centro de Especializaciones Neurológicas (CEN) Ltda y el Hospital El r. Uribe Granja y Rada eran los representantes legales.

Ese negocio recibió un golpe en abril de 2002, cuando el Concejo de Bogotá expresó su preocupación de que el Hospital El Tunal -una entidad pública local- pudiera terminar respondiendo con sus recursos por las obligaciones de sus socios. A raíz de ese control político, Uribe Granja y Rada comenzaron a conversar con la empresa Fresenius Medical Care Colombia S.A., filial de una multinacional alemana del sector salud que en algún momento consideró asumir el 60% del consorcio, pero que terminó declinando cuando su junta directiva no lo aprobó.

En junio, la unión temporal entregó al gobierno bogotano documentos mediante los cuales Fresenius –especializada en servicios de diálisis para pacientes con problemas renales- reemplazaba al Hospital El Tunal como socio. Un mes después, la Secretaría de Salud aprobó la cesión y en septiembre les comunicó que faltaba el contrato de cesión, que Rada, como representante legal, les envió.

Las alarmas se prendieron cuando, en enero de 2003, la multinacional alemana buscó a la Secretaría de Salud para quejarse por un cobro de una empresa que no conocía y adujo no ser parte de la unión temporal de la clínica, según una reconstrucción de los hechos que aparece en la sentencia de revisión de la Corte Constitucional de 2014 que denegó una tutela del socio –también condenado- de Uribe Granja.

Al ver los documentos de la cesión, Fresenius señaló que la firma de su representante legal había sido falsificada y la Secretaría de Salud presentó una denuncia por la suplantación. El 25 de mayo de 2006, la Fiscalía acusó a Uribe Granja y a Rada como determinadores del fraude, revocando una resolución de preclusión de un año antes y atendiendo a una decisión de la Procuraduría.

El 31 de agosto de 2010, el Juzgado Cuarto Penal del Circuito de Descongestión de Bogotá condenó a Uribe Granja y a Rada a 54 meses de cárcel por falsedad en documento privado y fraude procesal. Ese fallo fue confirmado en segunda instancia por el Tribunal Superior de Bogotá el 15 de diciembre de 2010 y, seis meses después la Corte Suprema de Justicia inadmitió las demandas de casación de ambos.

Adicionalmente, desde el 30 de junio de 2011, Uribe quedó inhabilitado para desempeñar cargos públicos por un período de 10 años, según se puede consultar en el registro de sanciones e inhabilidades de la Procuraduría General de la Nación.

Esta alianza periodística solicitó una entrevista con Uribe Granja al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) desde el 19 de mayo. El 10 de junio nos respondieron que el interno no aceptó concederla.

El rol estelar del informe Uribe en el pleito con Ecuador

A pesar de los problemas legales que involucraban a Uribe Granja, él y su informe jugaban un papel cada vez más protagónico.

En agosto de 2004, dos meses después de que la Procuraduría abriera una investigación disciplinaria en su contra, Uribe Granja fue uno de los ocho peritos que el gobierno colombiano envió a Quito como parte de la Comisión Mixta de Cooperación Técnica y Científica entre Colombia y Ecuador, para estudiar las quejas de Ecuador por la deriva de la fumigación en el lado ecuatoriano. Colombia presentó al toxicólogo como “consultor externo de la Dirección Nacional de Estupefacientes”, según una nota diplomática de la Cancillería colombiana a la embajada ecuatoriana en Bogotá, incluida en la memoria de Ecuador ante la Corte Internacional de Justicia.

En realidad, sí era una comisión bien mixta. Había científicos como el químico Héctor Hernando Bernal y el agrónomo Herberth Matheus, pero también hubo varios militares y policías: el coronel Luis Alfonso Plazas Vega (que dirigía la DNE y que, dos décadas atrás, había liderado la traumática y violenta retoma del Palacio de Justicia que dejó 94 personas muertas y desaparecidas, hechos por los que fue inicialmente condenado en primera y segunda instancia pero posteriormente absuelto por la Corte Suprema), el coronel Álvaro Velandia Hurtado (luego destituido por la desaparición forzada de Nydia Erika Bautista) y el capitán Miguel Tunjano (que fue coordinador ambiental de la Policía Antinarcóticos). (Una década después, la esposa de Plazas Vega, Thania Vega, seguía defendiendo públicamente los estudios de Uribe Granja, ya dos veces condenado, cuando ella era senadora del Centro Democrático y colega de bancada tanto del ex presidente Uribe como del actual presidente Duque).

No es claro el rol que jugó Uribe Granja en la comisión científica bilateral, pero –según el documento- los expertos de ambos países solo lograron ponerse de acuerdo en que “las diferencias conceptuales y relativas a las fórmulas matemáticas nunca se resolverían en una pizarra”, sino mediante “un proceso de validación al que serían invitados (los expertos ecuatorianos), con el fin de verificar la deriva real del PECIG (programa de aspersión) sobre el terreno”. En esa reunión los ecuatorianos también presentaron su propuesta de hacer vigilancia epidemiológica a la exposición al glifosato en la frontera.

Cinco años después, en 2009, el presidente ecuatoriano Rafael Correa instauró una demanda contra Colombia ante la Corte Internacional de Justicia, alegando que la aspersión en los departamentos fronterizos de Putumayo y Nariño producía impactos negativos de su lado de la frontera. Era un nuevo hito en su fuerte pelea política con Álvaro Uribe, subida de tono desde que el Ejército colombiano lanzó un bombardeo en marzo de 2008 que dio muerte al jefe guerrillero ‘Raúl Reyes’ de las FARC – en suelo ecuatoriano.

A lo largo del pleito, Colombia continuó acudiendo al estudio de Uribe Cualla. En su escrito principal ante el tribunal internacional, presentado en marzo de 2010, el Estado colombiano argumentó que no había evidencia científica que mostrara un impacto en la salud de la fumigación y que los estudios existentes concluyeron que esas preocupaciones eran infundadas.

Para este momento, el gobierno colombiano ya estaba centrando su argumento en otro estudio hecho por el toxicólogo ambiental canadiense Keith Solomon para la comisión antidrogas de la Organización de Estados Americanos (OEA) y pagado por los gobiernos de Colombia y Estados Unidos, que concluyó que los efectos del glifosato asperjado en la salud eran “entre pequeños y negligibles” y que el herbicida era de baja toxicidad.

En todo caso, el documento de posición colombiano insistió en que autoridades e instituciones científicas nacionales también habían probado que ese riesgo no existía. Incluyó el informe de Uribe Granja, que adjuntó como anexo y que, a su juicio, probaba que no había un aumento en la prevalencia de enfermedades en las zonas asperjadas. También enfatizó que el estudio mostraba que “los síntomas en cuestión podrían deberse a la exposición crónica de la población a los múltiples agroquímicos utilizados para el cultivo de la coca y que esos síntomas también podían ser el resultado de otras causas infecciosas y alérgicas”.

No mencionó, sin embargo, que el estudio mismo reconocía sus limitaciones para confirmar o descartar cualquier hipótesis sobre el impacto de la aspersión en la salud, o que se había realizado cinco meses después de las fumigaciones.

En septiembre de 2013, antes de que el tribunal internacional dictara un fallo, Correa y el presidente sucesor de Uribe, Juan Manuel Santos, concluyeron que era mejor una solución amistosa. A cambio de que Ecuador retirara su demanda, el gobierno colombiano –que había priorizado reconstruir las relaciones con su vecino como parte de una estrategia diplomática más amplia que buscaba ambientar la negociación de paz con la guerrilla de las Farc- aceptó implícitamente que las preocupaciones de su vecino eran fundadas.

Juan Manuel Santos y Rafael Correa

En septiembre de 2013, los gobiernos de Juan Manuel Santos y Rafael Correa encontraron una solución amistosa que puso fin al pleito en el que Colombia usó el informe de Uribe Granja como evidencia. Foto: Presidencia de Colombia.

Para que el pleito internacional desapareciera, Colombia se comprometió a pagar 15 millones de dólares a Ecuador, a no asperjar en una franja de 10 kilómetros en la frontera (que originalmente habían acordado en 2006, pero que el gobierno Uribe había incumplido) y a cumplir un protocolo riguroso que incluía fórmulas precisas desde para la mezcla del herbicida hasta para la altura y velocidad de las avionetas fumigadoras.

En esa decisión pesó la conciencia del gobierno Santos de que había evidencia. “Cuando nosotros negociamos con Ecuador el retiro de la demanda, teníamos conocimiento de muchos estudios que la Corte tenía contrarios a ese estudio de Uribe, que era [parte de lo] que tenía Colombia”, explicó a esta alianza periodística la ex Canciller María Ángela Holguín, bajo cuyo mandato se normalizaron las relaciones con Quito y se firmó el acuerdo que puso fin al pleito de cuatro años.

El riesgo del único experto

El caso de Uribe Granja pone sobre la mesa varias preguntas interesantes en el debate sobre cómo resolver el problema del narcotráfico, que en Colombia –y buena parte de América Latina- se ha esgrimido con argumentos más ideológicos que científicos.

Claramente tenía prestigio cuando fue elegido para hacer el informe y cuando éste empezó a circular, pero también había muchas alarmas que habrían podido levantar las cejas de la Cancillería, el Ministerio de Salud y todas las instituciones del Estado que le ayudaron a seguir escalando profesionalmente. Pero más grave aún es que usaran las opiniones de alguien cuya integridad ya estaba cuestionada y cuya investigación -ya era claro- no tenía los alcances científicos que le atribuían para defender una política que sí podría estar causando daños a las comunidades. Al menos desde 2006, cuando la Fiscalía General de la Nación lo acusó de fraude procesal y falsedad en documento, el gobierno colombiano habría podido repensar si su informe debía ser evidencia en un pleito internacional.

El propio Camilo Uribe se refirió una vez en público a sus problemas legales. “No puede despojarse a un profesional médico-científico de su capacidad de opinar válidamente sobre un aspecto de su experticia y conocimiento, incluso si alguna vez hubiera sido juzgado en razón de situaciones precedentes que nada tienen que ver con el motivo de su saber”, escribió a El Espectador en 2012, en respuesta a una nota sobre su rol en la política de medicamentos.

Camilo Uribe Granja

Uribe Granja (izquierda) en el congreso regional de toxicología clínica en Pasto, en mayo de 2015. Fotografía de la Universidad Cooperativa de Colombia.

Al margen de sus condenas, varios especialistas en salud pública sienten que el informe de Uribe Granja se quedaba corto porque miraba una foto puntual de un momento -cinco meses después de las aspersiones- y, sobre todo, porque no era parte de una vigilancia constante de la salud de las comunidades, como la que exige la Corte Constitucional para retomar las fumigaciones.

“Veinte años después, seguimos con el mismo lío: el Estado no se ha tomado en serio el tema, sino como un requisito administrativo. No se ha montado un sistema de vigilancia epidemiológica: apenas hay uno de detección de personas muertas y enfermas por intoxicaciones agudas, cuando la vigilancia en salud ambiental hoy es anticipatoria y preventiva”, dice Luis Jorge Hernández, quien trabajó durante 12 años en vigilancia epidemiológica en la alcaldía de Bogotá. “Es lo mismo que ha pasado con otros temas, como el fracking, el mercurio o el asbesto: termina habiendo un uso político de la epidemiología”.

Personas que llevan años trabajando en política de drogas ven otros problemas en su trabajo. “Me impresiona que un informe de consultoría pueda convertirse en caballito de batalla de un gobierno sin siquiera ser sometido a una evaluación de pares, un sistema que no es perfecto pero sí más objetivo”, dice María Alejandra Vélez, directora del Cesed de la Universidad de los Andes y una economista que ha investigado las dinámicas entre comunidades étnicas y cultivos ilícitos.

Quizás por eso el informe no aparece publicado en su perfil académico de Cvlac, del Ministerio de Ciencias, que sí menciona otras investigaciones sobre el uso de metadoxilo para tratar intoxicaciones alcohólicas agudas o sobre accidentalidad vial por consumo de alcohol y drogas. 

O quizás sencillamente en la política de drogas había menor necesidad de estudios más profundos.

“El tema de drogas hasta hace poco sólo se basaba en la visibilidad pública y en la imagen de los expertos. Tenemos muchos vacíos de conocimiento y se pretende hablar desde certezas y evidencias que no tenemos. Por ejemplo, la atención del consumo problemático ha tenido infinidad de expertos en creencias sobre la drogas, mas no en conocimiento. Y hace 10 años eso era la norma”, dice el psiquiatra Pablo Zuleta, que lleva dos décadas trabajando en temas de salud mental y adicciones.

Es otras palabras, ¿cómo escogen nuestros líderes políticos en qué evidencia creen? ¿Cómo consolidan el prestigio de un experto? ¿Cómo validamos –o no- sus hallazgos para entender si simplemente estaba tocando la música que los oídos oficiales querían oír y confirmando sus sesgos?

Aunque sucede en el pasado, la historia de Camilo Uribe Granja revela que varios gobiernos recientes no han sido tan responsables en detenerse a evaluar la información científica que les permita definir si realmente se puede fumigar con glifosato, sin faltar a su deber de proteger la salud pública de sus ciudadanos.

Los meses que vendrán mostrarán si los estudios que presenta ahora el gobierno de Iván Duque, en su intento por resucitar la fumigación, han aprendido de esta lección.


* Esta es una versión editada por GK del reportaje de CLIP que es parte del proyecto Una Guerra Adictiva, un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre las paradojas de 50 años de política de drogas en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte (Brasil), Cerosetenta (Colombia), El Faro (El Salvador), IDL-Reporteros (Perú), El Universal y Quinto Elemento Lab (México) y Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).