Cuando le preguntaron por primera vez a Andrés*, un niño de seis años, qué quería ser cuando sea grande, respondió: “voy a ser policía para matar a los que mataron a mami”. Cuando las profesoras que lo escucharon, le contaron lo que había dicho a Anabel Campos, su abuela, ella supo que su nieto necesitaba ayuda psicológica. Era la evidencia más reciente de la cicatriz indeleble que había dejado en el pequeño niño la muerte de su madre y que alteraría para siempre la vida de toda la familia. “Fue un giro tremendo de mi vida con la muerte de mi hija porque yo tenía mi vida”, dice Campos, una mujer de 51 años que, antes de tener que cuidar de Andrés, vivía en Quito y vendía comida en la calle. Incluso, dice, que tenía un proyecto de hacer un patio de comidas en asociación con otros comerciantes. “Pero, cuando murió mi hija, todo quedó ahí”, dice. Tuvo que mudarse a vivir a la provincia costera de Santa Elena, a cientos de kilómetros de la capital ecuatoriana, y dedicarse a cuidar a su nieto, que quedó huérfano después de que su hija Valeria fuera asesinada en 2019 por su expareja, quien está prófugo de la justicia. Desde ese momento, Anabel Campos lucha por justicia para su hija y, también, vigila para que su nieto pueda crecer sin problemas. 

Abocada a esa tarea desde entonces, Anabel Campos siente que sus esfuerzos nunca alcanzarán para suplir a su hija. “No es lo mismo: madre es madre”, dice. Aún así, se ha hecho cargo de Andrés —para poder solventar sus gastos escolares, su comida, su salud, Anabel Campos vendió lo poco que tenía. “Me he quedado sin nada. Me falta vender la casa nomás”, dice, aludiendo a la casa que tiene en Santa Elena y que ya dejó, para arrendarla y poder generar ingresos. Ahora vive con su otra hija en Santo Domingo de los Tsáchilas, una ciudad en el corazón agrícola del país, donde cuida de Andrés y sus otros nietos. 

Según la Fiscalía General del Estado, desde 2014 —cuando tipificó el femicidio— hasta mayo de 2021 murieron 474 mujeres víctimas de femicidio. Apenas el 38,67% de esos casos tiene una sentencia condenatoria. Sin contar los 135 casos que aún están en la etapa de investigación previa, hay cerca de 357 hijos e hijas de víctimas, entre niños, niñas y adolescentes de 0 a 18 años, que viven secuelas similares a las que padece Andrés —y cuyas familias han visto también sus vidas no solo horadadas por la pérdida de sus hijas, hermanas, madres, sino también por las consecuencias en los niños que esta violencia ha dejado huérfanos.

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Anabel Campos recuerda que su nieto repetía frases que escuchó el día que su madre murió. Aunque no tiene la certeza de que su nieto presenció el asesinato de su mamá, a veces lo sospecha. “Cuando recién pasó esta desgracia, él dijo ‘yo me bajé del coche y vi a mamá tirada’. Nos quedamos abrumados”, recuerda. La psicóloga clínica María Fernanda Andrade explica que los hijos de las víctimas de femicidio sufren por doble o por triple partida y que su duelo puede ser “bastante traumático”. Primero por el impacto trágico de la ausencia de la madre, luego por la ausencia del padre —cuando es el femicida— y por verlo como el agresor de su madre. Y tercero por las secuelas inmediatas, luego a mediano y largo plazo. Las más próximas, dice Andrade, es el estrés postraumático que experimentan a la par con su duelo. “El estrés postraumático es inmediato a eventos shockeantes. Se manifiesta como terrores nocturnos, pesadillas, o imágenes repetitivas que vienen como flashes del momento de agresión”, dice Andrade.

Otras secuelas son visibles en la interacción de los niños con los demás. Los primeros meses después del asesinato de su madre, Andrés a veces golpeaba a otros niños mientras jugaban. En una ocasión, su nieto le dijo “los primos mataron a mami”, como recordando las dolorosas escenas que tuvo que presenciar cuando asesinaron a su madre. Otras veces, hablaba como un adulto. “Les he dicho que Valeria está muerta, está muerta y punto”. 

Después de casi un año de terapia, Anabel dice que el comportamiento de su nieto se ha ido calmado y ha asumido la muerte de su madre. Ella dice que el camino ha sido largo. Ha sido un camino que ha recorrido sola, sin asistencia del Estado, que aunque no tiene por obligación darles asistencia psicológica, debería hacerlo porque ella y su nieto la han necesitado. En alguna de las tantas veces que ha tenido que ir a la Fiscalía por la investigación de la muerte de su hija, preguntó si le podían ayudar con psicólogo para su nieto. “Me dijeron que ellos no tenían psicólogo por parte de Fiscalía y que lo que ellos hacían era solo dar el psicólogo para la cámara de Gesell”, afirma Anabel Campos.

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Sin embargo, ella no ha desmayado en su esfuerzo por que su vida recupere al menos un atisbo de normalidad y de remediación para su nieto. Fue a tocar las puertas de organizaciones de la sociedad civil para buscar la asistencia que el Estado le ha negado. Aunque, según la exsecretaria de Derechos Humanos del Ecuador, Cecilia Chacón, en los casos identificados de femicidios la Secretaría de Derechos Humanos acude para “acompañamiento psicológico de los sobrevivientes de femicidio y de sus familiares”. Pero eso no ha sucedido porque su capacidad les permite llevar el acompañamiento de solo el 60% de los causas. 

Actualmente, Anabel y su nieto reciben terapia psicológica gratuita gracias al Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer Guayaquil (Cepam Guayaquil). Dice que gracias a ese acompañamiento ella y Andrés han podido sobrellevar su dolorosa situación. Después de un año de terapia, Andrés se ha calmado un poco y se ha adaptado un poco más a vivir con ella e incluso van juntos al cementerio. “Aquí está mamá Valeria, pero mamá Valeria está en el cielo, mamá Valeria se murió”, le dijo en una de esas visitas.

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En marzo de 2019, el entonces presidente Lenín Moreno, creó el Bono para niños, niñas y adolescentes en situación de orfandad por femicidio. El bono consiste en entregar una compensación económica—que varía y va de 116 dólares hasta 213, según el número de hijos— a los hijos e hijas de entre 0 a 18 años de mujeres víctimas de femicidio. 

Para que estos bonos sean entregados se debe cumplir con  una de dos condiciones. La primera es cuando existe una sentencia ejecutoriada, eso sucede cuando el femicida ya es sentenciado por un juez. Mientras que el segundo es por la extinción de la acción, que ocurre cuando fallece el agresor y ya no hay nadie a quien juzgar. 

Pero para que ocurra uno de los dos escenarios pasan años. Cecilia Chacón, exsecretaria de Derechos Humanos del Ecuador, dice que la muerte violenta de una mujer, aunque sea tipificada o no como femicidio, tiene como víctimas indirectas a los niños y niñas “que al final son huérfanos y que de ahí, el Estado tiene una responsabilidad absoluta”, dice. El problema es que los procesos judiciales de estos casos son largos y dolorosos para los niños, niñas y adolescentes que pierden a su madre y, también, para las personas que, como Anabel Campos, se hacen cargo de ellos. El caso de su hija, por ejemplo, lleva dos años sin sentencia. Su nieto no recibe el bono. En el papel, la asistencia estatal sonaba muy bien pero, en la práctica, como es costumbre, la llamada “reparación” que prometió el gobierno aún no llega. 

Ariadna Reyes del Grupo de Trabajo Dignidad + Derechos —una organización dedica a la protección y promoción de derechos— asegura que el bono es un apoyo de protección social correcto, aunque admite que “los obstáculos jurídicos a los que se enfrentan son grandísimos”. Reyes explica que el principal problema para que no se entreguen los bonos a tiempo es que se discute si el caso es procesado y sentenciado como un  femicidio —algo que depende únicamente de los fiscales y jueces que sustancian cada caso

En términos concretos, esto quiere decir que de los 357 niños y niñas que han quedado en la orfandad en los últimos siete años tras la muerte de sus madres, 290 aún no reciben ningún tipo de asistencia económica estatal, pues los casos de las muertes de sus madres aún no se han sentenciado. Reyes dice que, además, estos niños necesitan mucho más que un bono, pues tendrán necesidades de “educación,  salud, seguridad social y seguimiento psicológico”. Chacón coincide. El bono “sí ayuda a los familiares que se hacen cargo, pero es solo parte de una reparación permanente para poder iniciar, recuperar su proyecto de vida”, dice. Mientras el Estado se debate en su sempiterno abismo entre el ser y el deber ser, Anabel Campos describe su realidad como “muy delicada y muy dolorosa”. Tiene la voz hecha un harapo de voluntad. Hacer trámites, ir a las audiencias, regresar de esas diligencias y llegar a casa a ver a su nieto triste, sumado al abandono estatal gobierno, es devastador.

Es una paradoja constante, pues es su mismo nieto quien la llena de fuerzas para seguir. Incluso, reconoce que, a veces él demuestra fortaleza en los momentos que ella se siente frágil. Como aquel día en que unos niños que estaban afuera de su casa y le dijeron a Andrés “llama a tu mamá” y él les contestó “Yo no tengo mamá. Mi mamá está en el cielo. Yo tengo una abuelita, pero es mi mamá”. Anabel Campos lo escuchó y sintió un momentáneo alivio. Cuando lo cuenta, sin embargo, muy pronto matiza: “yo trato de llenar su vacío, pero no es lo mismo”.


* Andrés es un nombre protegido. Decidimos mantener en reserva la identidad del menor por su seguridad.

Ana Cristina Basantes 100x100
Ana Cristina Basantes
(Ecuador 1995) Ex periodista de GK, donde cubrió migración de mujeres y niños desplazados por la crisis humanitaria venezolana. También condujo una serie de videos sobre la vida de los pueblos amazónicos del Ecuador.
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