No había entendido el significado de comfort food hasta el día en que el corazón se me salió del cuerpo, anduve achicopalada ya-no-sé-por-cuánto-tiempo y lo único que quería era un abrazo y un bocado de algo cálido, reconfortante y que me transportase a la alegría de mi niñez.
Siempre pensé que las comfort foods, o comidas reconfortantes, eran chatarra, golosinas o cualquiera de esas que tienen mucha azúcar, mucha grasa —mucho de todo. Ese día entendí que, en realidad, son recetas caseras, cercanas, que calientan el alma.
Son platos que cruzan a toda velocidad el semáforo nutricional para parquearse en la calle del corazón donde las emociones arriendan su casita. Es un bocado que para cualquier otro mortal es un combo de calorías y carbohidratos, pero para mí fue una gran porción de nostalgia.
Las comidas reconfortantes existen para hacernos sentir mejor en momentos de estrés, tristeza o enfermedad. Quién no recuerda la infaliblemente reconfortante sopa de fideos de su abuela, una compota de manzana para aliviar la panza, o la milagrosa limonada caliente cuando aparecían los primeros síntomas de gripe.
Algunas prometen consuelo y esperanza: incontables son las almas aliviadas por un caldo de pollo recién hecho. Otras se asocian con la infancia, el crecimiento, los almuerzos en familia y las noches de lluvia viendo al techo desde nuestra cama de adolescente. La comida nos acompaña, se cae y se levanta, avanza junto a nosotros, y de vez en cuando, aparece sobre nuestra mesa para recordárnoslo.
Me conmueve recordar el sabor desbordante de un pequeño plato de arroz coronado con queso derretido, o un puré de papa hirviendo, presto a calentarme la punta de la nariz en una tarde melancólica y fría. Las memorias de mi vida no están completas sin el jugo de papaya y naranja favorito de mi mejor amiga después del colegio, los omelettes especiales de mamá, sus pizzas caseras y sus tacos felices.
Consultar mi diccionario de comfort foods personales es un ejercicio que me hace suspirar, sonreír, echar una que otra lágrima y, al final, disfrutar de sabores que como un mejor amigo, están ahí, dándote la mano cuando los necesitas. Ese día en que anduve achicopalada ya-no-sé-por-cuánto-tiempo y lo único que quería era un abrazo y un bocado de algo cálido, me senté en el sofá con un plato de puré y poquito a poco mi corazón volvió a mí.
¡Buen provecho!
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Puré de papa
Ingredientes:
2 libras de papas cholas
3 tazas de crema de leche
2 cucharadas de mantequilla
Nuez moscada
Sal
6 PORCIONES / 30 MINUTOS
Pela las papas y cocínalas a fuego lento en agua con sal hasta que estén suaves, aproximadamente 15 minutos. Mientras las papas se cocinan, coloca la crema en una olla pequeña y cocina a llama baja hasta que se reduzca a aproximadamente 2 tazas.
Derrite la mantequilla en una sartén pequeña y caliéntala hasta que se comience a dorar y huela a nuez. Resérvala para después.
Escurre las papas y pásalas por un molino de alimentos o un procesador. Si no tienes ninguna de estas herramientas, puedes triturarlas con un aplastador manual. Cuando estén aplastadas, pasa el puré por un cedazo, esto hará que la papa adquiera una textura sedosa.
Echa la crema de leche sobre el puré y mezcla ligeramente. Vuelve a calentar la mantequilla dorada si es necesario y échala sobre el puré. Revuelve despacio para que la mantequilla cubra todo el puré.
Para servir espolvorea un poco de nuez moscada y sal.