El fuego

En el principio era el fuego. Luego fue la brasa. Luego, la carne cocida involuntariamente. Y, dicen los expertos que hace 500 mil años nuestros antepasados empezaron la feliz costumbre de cocinar. Al menos dos millones de años antes, ya comían carne cruda cortada, lo que nos hizo masticar menos y usar esa energía para evolucionar. Pensaba esto mientras esperaba un bife de chorizo sentado en SuR, una parrilla en Quito que se destaca por la calidad de sus cortes (que se pueden comprar también crudos) y por su ambiente relajado, una amalgama de restaurante de alto perfil con parrilla urbana bonaerense. 

parrilla argentina SuR

Uno de los salones de SuR. Fotografía de Gabriela Valarezo para GK.

La asociación atávica entre la comida cocida al carbón o la leña está enraizada en nuestro cerebro. El aroma de la brasa encendida nos toca más que la pituitaria amarilla —nos remueve algo en la memoria evolutiva, como ver un árbol de copa grande o escuchar el sonido del mar. Del fuego venimos y hacia el fuego iremos —es literal: algún día nuestro sol crecerá demasiado y nos engullirá. Nos quedan apenas unos 5 mil millones de años.

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En la baraja cósmica, le tocó a la avenida Portugal y Catalina Aldaz acoger a SuR Parrilla Gourmet, en una casa que es como una caja china de concreto: está llena de escaleras que suben y bajan hacia salones, cocinas y cuartos de frío, donde se maduran los cortes, se prepara el pan, se empacan los embutidos que SuR vende en una gran cadena de supermercados locales. En el sótano, varios escalones debajo de la calle, está una cava donde se guardan botellas de más de 190 etiquetas distintas. Hay una mesa redonda arturiana de 16 puestos. 

SuR nació hace 13 años. Fue fundado por el argentino Néstor Buratovich. Era su segundo restaurante dedicado a la cocina de su país. “La idea fue elevar un poco más la gastronomía argentina con coctelería moderna y con una cava de vinos sin igual”,  dice su hijo Daniel, quien —junto a su hermano Leandro— asumieron el negocio desde que su padre murió un año después de abrir el restaurante. Daniel Buratovich, su gerente de márketing y producción, la define como “totalmente argentina por nuestras raíces, familia, ingredientes y costumbres”.

Cuando decidieron abrirlo, los Buratovich contrataron a Ricardo Plant, un arquitecto que pensando en “restaurantes desde la visión del cliente” los abrió por toda América. Él dejó en SuR las parrillas argentinas. “Son un lujo”, dice Daniel Buratovich. Prendidas, listas para recibir a la carne, más que un lujo, me parecen una promesa.

La grasa, la sal y el señor Maillard

Para esta reseña, pedimos una provoleta, un bife de chorizo, un atún rojo sellado, acompañado de papas provenzales y papa al horno. Teníamos en la lista apuntado un helado de vino, postre fundamental de la casa, pero simplemente, como dice un querido amigo, a veces hay que saber decir basta. 

El ambiente relajado de SuR lo vuelve ideal para desconectarse de lo que pasa afuera. Las mascarillas omnipresentes y la necesidad de sentarse como si la mesa estuviese marcada por un compás con el que se calculan radios circulares, recuerda que seguimos en pandemia. Pero pronto la comida hace que uno se olvide de ello por un segundo, y lo agradece. 

Primero llegó la provoleta, entrada hirviente, elástica y láctea. La provoleta no es un tipo de queso, sino una marca registrada en la década de 1960 para denominar al “queso provolone hilado argentino”. Registrarla fue una idea de un calabrés llamado Natalio Alba, que migró al Cono Sur y que estaba preocupado por las cosas importantes de la vida: cómo integrar los quesos italianos con el asado argentino. Creó entonces esta versión del provolone que se prepara a la parrilla. El de SuR tiene una corteza crocante en la que la reacción de Maillard, que es el punto químico en que las moléculas se quiebran, aporta sabor, aroma y esa crujencia propia de la comida asada al carbón y la leña. 

provoleta

La provoleta con su costra cortesía del señor Maillard. Fotografía de Isabela Ponce para GK.

Fue un buen inicio. Un aporte inicial de grasa láctea antes de los 330 gramos de bife de chorizo en término medio. Cuando el bife llegó, vino acompañado de una papa al horno, que tenía una salsa de queso cremosa y sin excesos de aceite, privilegiando el contraste entre el sabor del queso y la textura amable de la papa, que era casi un puré envuelto en su propia cáscara. 

El bife, que era nacional, lograba equilibrar el sabor de la grasa y la carne, potenciado por una adecuada cantidad de sal —uno de los errores recurrentes en muchas parrillas quiteñas es exagerar el baño de sal gruesa que usan en sus cortes, lo que hace que no solo sea pesado de comer, sino que uno pase un par de horas después de ir a la parrilla tomando agua como un náufrago. Evitarlo me recordó a las parrillas de Buenos Aires donde tantas veces me senté solo frente otros bifes, entrañas y vacíos. Fue una trampa de la nostalgia servida sobre losa blanca. 

parrilla importada argentina

Las parrillas traídas por Ricardo Plant siguen en SuR 13 años después. Fotografía de Gabriela Valarezo para GK.

El atún rojo que pedimos cumplía la regla básica del pescado a la parrilla: cortes gruesos, sellados por fuera y jugosos por dentro. Como dijo Francis Malman en Chef’s Table: no hay mayor tragedia que un pescado sobrecocido. Las papitas a la provenzal que vinieron con el pescado fueron un descubrimiento bienvenido: discretas y redondas hijas de la mantequilla acompañadas de trocitos de albahaca y ajo fritos.  

Para cuando sobre los platos no quedaba nada, el helado de vino ya no era una opción realista. De cierta manera, fue una derrota no tener ese estómago secundario, reservado para los postres de los que tantos se vanaglorian. Pero ya estaba: era un día entre semana y no había espacio para las indulgencias ni las tentaciones capitales. 

Nos retiramos con dignidad, sin dejar de pensar en la ancestral costumbre de comer a la brasa, de su estrecha relación con todo un pueblo que una familia exportó a este recodo de los Andes. 

Epílogo

Antes de que la pandemia encerrara al mundo y pusiera a los restaurantes en una crisis nunca antes vivida, SuR ya vendía algunos de sus productos crudos. 

SuR a domicilio

SuR se redefinió en la parte más severa de la cuarentena vendiendo sus productos crudos. Fotografía de José María León para GK.

“Tenemos algunos productos embutidos básicamente con nuestra marca”, dice Daniel Buratovich. Un día antes de que tuviesen que cerrar el restaurante por la cuarentena obligatoria decretada para evitar la propagación del covid-19, él y el jefe de compras de SuR discutían qué estrategia tomar ante el cierre inevitable.  Se les ocurrió vender directamente su carne cruda. Crearon una lista de precios y un catálogo. “Durante la peor época de la pandemia llegamos a tener 48 pedidos diarios”, dice Buratovich. 

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La industria de la hospitalidad —que incluye bares y restaurantes— ha sido una de las más golpeadas durante la pandemia. Se estima que unas 50 millones de personas perdieron sus puestos de trabajo. Solo en los Estados Unidos, las pérdidas superaron los 120 mil millones de dólares. En Ecuador, cientos de restaurantes pequeños y grandes cerraron durante la emergencia sanitaria. Haberse reenfocado rápidamente al inicio de las restricciones de movilidad, que arrancaron en marzo y fueron flexibilizando a partir de junio, le permitió a SuR navegar el maremagnum económico que el covid-19 ha significado. “Nos fue muy bien y eso sostuvo básicamente al restaurante ya que tenemos más de 25 personas trabajando con nosotros”, dice Buratovich. Ese cambio oportuno y el retorno progresivo de los habituales comensales al restaurante de SuR, sus salones y su cava (donde se hacen catas cada tanto) ha permitido salvaguardar la tradición que su padre instauró hace más de una década.