Este reportaje es parte del especial Mujeres en la Amazonía: lideresas indígenas que están cambiando el rumbo de sus comunidades, en alianza con Mongabay Latam 


Sentada en un escalón de su antigua casa Noemí Gualinga solía esperar a que llegaran desconocidos a pedir que los ayude. Una de las líderes del pueblo kichwa Sarayaku ponía su mirada en la puerta de su casa que se abría a un patio grande y a un bosque de frondosos árboles de guayaba. Madres sin trabajo o víctimas de violencia llegaban a pedir arroz, fideos, huevos o lo que Noemí Gualinga les pudiera ofrecer. Había enfermos que llegaban a pedir medicinas. En agosto de 2020 dejó esa casa y se cambió a otra, también en el Puyo, una ciudad en la Amazonía ecuatoriana de calles desordenadas, de casas de arquitectura improvisada y que reverbera de calor en el día y tirita de frío por las noches. En su nueva casa, Noemí Gualinga —la piel pintada por el sol amazónico, el cabello negro brillante tan largo como las raíces de los árboles cruzado por unos pequeños riachuelos canosos—, sigue preguntando dónde se necesita ayuda: sea oteando el horizonte doméstico o viajando a donde la necesiten, especialmente ahora que el COVID-19 y una violenta inundación pusieron en grave peligro a su pueblo.  

En territorio Sarayaku, la emergencia se reprodujo y se hizo dos. Cuando la pandemia por el COVID-19 empezó a acechar a los territorios indígenas y las ciudades comenzaban una estricta cuarenta, el desbordamiento del río Bobonaza y Arajuno provocó una feroz inundación en Sarayaku. “No estábamos preparados para una inundación que en más de 100 años no se había visto”, dice Noemí Gualinga por teléfono con un perfecto español. Sarayaku también es el nombre de una parroquia donde viven más de 30 comunidades indígenas kichwa que fueron muy afectadas por la inundación. Los pobladores perdieron sus chozas, sus pertenencias flotaban en el agua, se vino abajo la escuela y el colegio de la comunidad. Noemí Gualinga estuvo yendo y viniendo entre el Puyo y Sarayaku en la cuarentena por el COVID-19, desde el 17 de marzo hasta finales de julio de 2020. Para llegar a su comunidad, tomaba un taxi en el Puyo hasta un pueblo pequeño llamado Canelos. Ahí tomaba una canoa a motor y, si el río estaba crecido, tardaba tres horas a su comunidad; si el río estaba calmado, el viaje duraba casi cinco horas. Ya en Sarayaku, Noemí Gualinga dejaba arroz, fideos, granos, platos y ollas a su gente para intentar paliar la pérdida de cultivos, peces y gallinas que el agua se llevó. 

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inundacion-SARAYAKU La comunidad de Sarayaku se inundó de nuevo el 2 de abril de 2020. Fotografía tomada de la cuenta de Twitter de Nina Gualinga.

Noemí Gualinga ha sido siempre así. “Mi mamá salía a las siete de la mañana y regresaba en la noche porque estaba ayudando a la gente de nuestras comunidades”, dice Helena Gualinga, su hija de 18 años. Noemí Gualinga busca siempre maneras de resolver problemas. A pesar de pertenecer a una familia conocida por ser defensora de los derechos de la naturaleza, ella tiene un rol más silencioso y servicial, pero esencial para su gente. Helena ha visto a su madre trabajar hasta caer la noche por los habitantes de su comunidad. La ha visto desafiar la lluvia de las madrugadas de la selva, para correr o caminar por más de cuarenta minutos para ayudar a una mujer a parir. En la selva, Noemí Gualinga es como una madre para todos.

La hermana silenciosa

Como toda madre, Noemí Gualinga es una y mil dobleces de sí misma. Hoy, la tercera de los seis hijos de Corina Montalvo y Sabino Gualinga tiene 53 años. Hace 27, se convirtió en madre un día de junio en Puyo. La humedad duplicaba la sensación de calor, a 28 grados centígrados, el sol se metía por los poros y salía en forma de sudor. La labor de parto parecía complicada. Se notaba en el rostro de su madre Corina Montalvo, partera de Sarayaku, el de una enfermera y el de un partero español que la acompañaban. Noemí Gualinga no entendía qué sucedía: a pesar de seguir pujando, la bebé no nacía. Ella quería que Nina Gualinga, su primogénita, naciera en la profundidad de la selva. Siempre ha preferido los bosques tupidos a las ciudades. Pero su esposo, el biólogo sueco Anders Henrik Siren, y su madre le pidieron que vaya al Puyo por si había alguna emergencia. En caso de que tu parto sea difícil llama a tu hermano para que él esté cerca”, le dijo al despedirse su padre Sabino Gualinga, un hombre conocedor de la selva, antes de que ella tomara el camino a la ciudad para parir. 

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Fotografía de Diego Ayala para GK

Noemí Gualinga dio a luz a su hija en una casita de madera en el Puyo, rodeada de las parteras, de su esposo, su hermana Patricia y sus hermanos menores que esperaban preocupados afuera. El parto seguía complicado: sus hermanos sabían lo que su padre había dicho y corrieron a buscar a Juan Gualinga, el mayor de todos. Cuando Juan —cabello largo y anochecido y la piel tostada— llegó, puso su mano en la cabeza de Noemí y la bebé salió del vientre como si hubiese estado esperando que el hombre tocara a su madre. Los que vieron el nacimiento se santiguaron. 

Noemí crió a su hija Nina en la selva de Sarayaku y siguió en el liderazgo. Como dirigente de educación y salud iba a las reuniones de su comunidad. Cuando tuvo sus otros hijos pensó en dedicarse al cien por ciento a su crianza, pero no se ha desligado del apoyo a su comunidad.  

Noemí Gualinga conoció a Anders Henrik Siren cuando ella tenía 23 años. Recuerda que era un viernes de 1990 en el Puyo. El biólogo la invitó con insistencia a que se fuera con él a Suecia. Un año después, a los 24, se casaron en Uppsala, muy cerca de Estocolmo. La pareja, que desde 2017 vive en el Puyo, tendría tres hijos más: Helena Gualinga, Emil e Inayu Siren. Sus hijas llevan su apellido: en Suecia solo tienen uno y ellas decidieron identificarse con el materno. Sus dos hijos, optaron por el paterno. Todos hablan  kichwa, como lengua madre, y también español, sueco e inglés.

Noemí Gualinga es la hermana de Patricia Gualinga, activista y el rostro visible y fuerte de la resistencia antiextractivismo. La presencia de Patricia en medios, foros y encuentros internacionales y la elección de Noemí de estar lejos de los reflectores, ha hecho que su trabajo sea menos conocido. “Realmente no la conozco mucho ni con mayor profundidad con respecto a sus campañas”, dice Carmen Josse, directora ejecutiva de la organización de la sociedad civil Ecociencia. María José Veramendi, investigadora para Sudamérica de Amnistía Internacional, me dijo en un mensaje de WhatsApp “no la conozco de cerca ni tampoco su liderazgo”. 

Es Patricia Gualinga quien reconoce el esfuerzo y la dedicación de su hermana más silenciosa:  “Ella no se ha quedado quieta… Si ve que alguien está sufriendo en la pandemia, sin importar los riesgos que pudiera correr, ella va y ayuda”, dice. Fue Noemí quien buscó apoyo para que una brigada de médicos visite Sarayaku y les haga las pruebas de coronavirus a sus pobladores. Zoila Castillo, indígena kichwa y vicepresidenta del Parlamento Indígena Amazónico del Ecuador, dice que Noemí “ha estado al frente organizando, buscando alimentos para que las mujeres estemos bien”. 

Por la llegada del COVID-19 muchas mujeres indígenas kichwa y de otras nacionalidades se quedaron atrapadas en el Puyo.  Desde el 17 de marzo de 2020, el día de la inundación, muchas comunidades indígenas —asentadas en las seis provincias amazónicas del Ecuador— decidieron prohibir la entrada y salida para evitar la propagación de la pandemia. Fue Noemí Gualinga quien ayudó a las mujeres varadas a conseguir qué comer. En el Puyo, guardando el distanciamiento para no contagiarse, “nos mirábamos a la distancia para decirles que aquí estamos”, dice Noemí Gualinga con la voz delgada que se podría confundir con la de una niña. Si las cualidades fueran personas, Noemí Gualinga sería la solidaridad, coinciden sus dos hijas y su hermana. 

Mujeres amazónicas

La madre de la selva es también curandera. Su hija Nina recuerda que para un dolor de estómago o un resfriado, Noemí Gualinga preparaba infusiones de plantas medicinales de la selva. Este año, antes de salir  muy temprano a Sarayaku a ayudar en la emergencia por el COVID-19, Noemí preparaba esas mismas infusiones, especialmente con guayusa, planta nativa de la Amazonía ecuatoriana.

Desde 2017 preside la Asociación de Mujeres Sarayaku, Kuriñampi  —que significa “Caminos de Oro”. Desde ahí ha fortalecido el rol de las mujeres de su comunidad. “La mujer siempre ha estado al lado del hombre participando, pero no ha sido una participación directa con nuestras ideas, con nuestras opiniones”. Noemí dice que muchas veces los dirigentes hombres se dedican más a la política, y se olvidan que en las comunidades hay mucho por hacer para mejorar la educación y la salud, en especial en la pandemia.

Además, a través de Kuriñampi, las mujeres de Sarayaku venden collares, aretes de semillas, artesanías de madera y de barro para generar ingresos. Noemí Gualinga no teje aretes o collares, solo coordina la venta. “Las mujeres estaban muy felices de poder sacar sus artesanías para tener dinero y comprar cuadernos a sus hijos, para el anterior año escolar”, dice Noemí Gualinga. Pero llegó la pandemia y la felicidad se frenó.  

Otra veces, Noemí Gualinga vuelve a ser madre —pero de una especie puntual: madre de defensoras de la naturaleza. Su hija es Nina Gualinga, una de las caras más visibles de la lucha indígena de Ecuador. La lideresa de 27 años ganó el premio juvenil de conservación de la WWF. Su otra hija es la joven de 18 años que participó en la Cumbre del Clima COP25 en Madrid en diciembre de 2019: Helena Gualinga. Su liderazgo ha sido comparado con el de Greta Thunberg, la adolescente sueca y activista por el medioambiente. 

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Helena Gualinga la hija de Noemí también es una lideresa. Fotografía cortesía de Helena Gualinga

Noemí Gualinga es, también, una activista por los derechos de sus pueblos y de las mujeres de su pueblo. Lo es desde muy joven: a los 23 años hablaba en una radio de Puyo: utilizaba su micrófono para explicar a la gente de su comunidad qué hacer si les subía fiebre o un niño sufría de  diarrea. Hablaba, además, sobre la cultura kichwa, retaba a los jóvenes  a que no olviden los bailes tradicionales, de hacer artesanías. Antes de la radio, trabajó en la Organización de los Pueblos Indígenas de Pastaza, ahí grababa en video las asambleas de la organización. Esa militancia siempre tuvo un segundo plano porque Noemí Gualinga eligió ser madre, una madre que no deja de buscar a quién y cómo ayudar. 

Noemí Gualinga es, también, una mujer amazónica. En 2017, después de vivir la mitad de su vida entre Suecia y Ecuador, volvió a Sarayaku para quedarse. Ese mismo año se unió al colectivo Mujeres Amazónicas, creado en 2013 por un grupo de más de 100 mujeres de las nacionalidades indígenas kichwa, achuar, shuar, sápara, andoa, waorani, shiwiar y otras mestizas defensoras de los derechos de la naturaleza. Por su lucha, han sido víctimas de ataques, amenazas, hostigamientos, insultos y hasta persecución judicial. En 2018, Patricia Gualinga, la hermana de Noemí, recibió ataques por su defensa ambiental: alguien rompió la ventana de la casa donde vivía. Mientras escapaba, la amenazó de muerte. 

Noemí Gualinga recuerda que cuando conoció al colectivo, su hija Nina ya era parte del grupo. Se sienten todas líderes: “nadie es menos ni está más alta que las otras mujeres”, dice Noemí Gualinga. Las Mujeres Amazónicas son reconocidas por organismos internacionales, como Amnistía Internacional, por su lucha inquebrantable por los derechos de su territorio. El 9 marzo de 2020, llegaron hasta la Fiscalía General del Estado de Ecuador, en Quito, para entregar miles de firmas recogidas en más de 168 países para que se avance en las investigaciones de los casos de hostigamiento y amedrentamiento contra algunas de sus integrantes como Nema Grefa, Margot Escobar y Patricia Gualinga. 

En Ecuador, ese reconocimiento les es esquivo. La Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confeniae) ha firmado dos veces un documento en el que desconocen a las Mujeres Amazónicas. Elvia Dagua, la dirigente de la Mujer y la Salud de la Confeniae, dice que en una asamblea de la organización —primero en 2018, y luego en marzo de 2020—, decidieron que “las Mujeres Amazónicas, entre comillas, no representan a la Confeniae”. Según Dagua, no tienen una oficina, no se sabe quién las lidera. Dice que eso causa confusión en las organizaciones de la sociedad civil que financian los proyectos de los grupos indígenas. 

Pero Noemí Gualinga dice que la confederación no entiende el sentido de las Mujeres Amazónicas. Ella cree que la expulsión de la que habla Dagua se da por celos. Por no entender que “no sólo puedes ser parte de una lucha cuando eres dirigente, tú puedes ser líder desde tu casa o cuando ves una injusticia”, dice. Al finalizar el 2020, la Confeniae tiene que elegir nueva directiva. Elvia Dagua dejará de ser dirigente, “y nadie se va acordar de ella”, dice Noemí Gualinga .“Si quisiera, Elvia podría ser una Mujer Amazónica más”, dice Noemí Gualinga con su voz devota a los diminutivos —cuando habla de su vida en  Sarayaku, repite bosquecito, avecita, jovencita, grupito. 

Alejada de los reflectores

La fotografía la muestra con el micrófono en la mano, sin posar, sin fijarse de las cámaras, en medio de los cánticos de las mujeres indígenas y con una barrera de carteles contra la explotación minera. Es una de las pocas imágenes que hay de Noemí Gualinga en su versión de lideresa. “A mi mamá nunca la vas a ver en las fotos: ella hace el trabajo y si toman fotos se pone a un lado”, dice su hija Helena. Noemí Gualinga se ríe bajito, dice que no le huye a las cámaras, pero que no está buscando salir en fotos. 

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Fotografía de Génesis Anangonó para GK

El día en que la fotografiaron era 16 de marzo de 2018. Noemí Gualinga llegó hasta el Palacio de Carondelet en Quito, sede de la Presidencia de Ecuador, junto con 60 mujeres de 11 nacionalidades indígenas de la Amazonía, para exigir que el presidente del Ecuador, Lenín Moreno, las recibiera. Muchas caminaron desde sus territorios hasta las ciudades cercanas en donde tomaron un bus a Quito para entregar un mandato en el que exigían soluciones contra la explotación petrolera. Durante cinco días esperaron en la Plaza Grande, al pie del Palacio de Carondelet, la sede del gobierno nacional. 

Cuando los funcionarios entendieron que no se marcharían sin ser escuchadas, Moreno envió al secretario particular de la presidencia, Juan Sebastián Roldán, a hablar con una delegación de las mujeres, una por cada nacionalidad. Roldán les dijo que el Presidente iría a visitarlas a sus territorios para dialogar. Cada una de las mujeres presentes habló en la reunión. Cuando fue su turno, Noemí Gualinga dijo: “Nos hemos sentido indignadas de no haber sido recibidas por el Presidente ni la Vicepresidenta”. A pesar de ellos, dice Noemí Gualinga, entrar a la sede del poder y entregar el documento —aunque después lo hayan archivado—, fue un logro.

Cuando se terminó la reunión, Noemí Gualinga caminó por el balcón del Palacio de Carondelet. Miró a sus compañeras que cantaban y gritaban por la defensa de sus territorios. “Cuando estaba abajo con todas, juntas, parecíamos un montón, pero desde arriba el grupo era un pequeño punto”, dice. Viéndolas desde arriba, la tristeza invadió a Noemí Gualinga y las lágrimas le inundaron los ojos sin poder contenerse. Un fotógrafo del que no se acuerda el nombre, le tomó una foto. 

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Fotografía tomada de Amazon Frontlines tomada por Santiago Cornejo

Las batallas del pueblo Sarayaku

Es una noche de agosto de 2020. Del otro lado del teléfono está Noemí Gualinga pero podría ser un ave migratoria, podría ser una planta medicinal, podría ser la misma selva pero es una de las líderes más activas de la comunidad indígena Sarayaku de la nacionalidad kichwa. Habla sobre la lucha de su pueblo contra las petroleras, que en 2012 hizo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos aceptara una demanda del pueblo Sarayaku contra el Ecuador por haber violado el derecho a la consulta previa, a la propiedad comunal indígena y a la identidad cultural. 

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Fotografía de Esteffany Bravo para GK

La sentencia de la Corte disponía que el Ecuador debía retirar los explosivos enterrados en Sarayaku para las actividades petroleras. Ordenaba, además, hacer una consulta previa, adecuada y efectiva en el caso que se pretenda realizar alguna actividad extractivista. El mandato judicial no se ha cumplido. En noviembre de 2019, el pueblo Sarayaku volvió a demandar al Estado ecuatoriano, esta vez frente a la Corte Constitucional del Ecuador, por el incumplimiento. La lucha de los pueblos indígenas por defender sus tierras y sus modos de vida continúa —aún cuando un organismo internacional haya dicho que la pelea estaba zanjada. 

De cierta forma, los problemas para el pueblo Sarayaku continúan. De todas formas, Noemí Gualinga sigue ayudando. En una tarde de septiembre de 2020 fue a Sarayaku para ayudar a una mujer de otra comunidad indígena que llegó porque se separó de su esposo maltratador. 

La mujer estaba destrozada porque supo que su esposo entregó a su hija de 12 años a un hombre, que en las comunidades indígenas es una práctica cotidiana desde hace muchos años. Las niñas son obligadas a vivir con esos hombres, muchas son víctimas de violencia física y sexual. “Voy a ver con quién se habla, dónde se busca ayuda”, dice Noemí Gualinga antes de colgar el teléfono, mientras recuerda ese incidente. Son las 11 de la mañana de un sábado y la madre de la selva está en su casa del Puyo. Si al día siguiente Noemí no sale a Sarayaku para seguir llevando comida, ropa, medicinas y su presencia monumental, que ayuda en partos, cura dolores y separa víctimas de victimarios, estará sentada en la entrada de su casa, oteando el horizonte doméstico, esperando que alguien llegue a pedir ayuda.