Nunca he sido amiga de mis vecinos. A pesar de vivir siempre en edificios, no he tenido contacto con las personas que viven a mi alrededor más allá de mover los cinco dedos a la distancia con una media sonrisa. Mis antiguos vecinos detestaban mi afición por el ajo y, el de ahora, tiene un perro que tiene mi nombre. No tengo suerte.

Pero en mi infancia y adolescencia, la vecindad en mi vida era diferente. En el edificio donde vivía con mis papás se sentía el aire de comunidad que desearía tener ahora: nos llamábamos del nombre y si alguno necesitaba algo, todos estábamos prestos para ayudarlo. 

Recuerdo con cariño ese lugar y en especial, recuerdo a nuestro vecino extranjero. Debajo de sus puertas, cálido y acogedor, al mediodía, salía el olor de sus fogones, inundando los pasillos de aromas frescos y fragantes que olían a menta, pimienta y azafrán. En la noche, los televisores de mi casa y la suya sonaban al unísono, como un coro periodístico, con las noticias de las ocho. 

El señor del apartamento de al lado se llamaba Miomir. Era yugoslavo. Para los centennials que me leen: Yugoslavia fue un país europeo. Estaba conformado por las repúblicas de Bosnia-Herzegovina, Serbia, Macedonia, Eslovenia, Croacia y Montenegro. Tuvo un primer quiebre en 1992 y dejó de existir para siempre en 2003, tras décadas de guerra civil, inestabilidad y dolor. Muchos escaparon de Yugoslavia. 

Miomir era uno de ellos. Había llegado recién al Ecuador. Su español tropezaba tanto como él: apenas cabía en el ascensor del edificio, era alto como un farol, y cuando caminaba, se tambaleaba como si anduviese en zancos. Su amabilidad y hospitalidad hicieron que, unas semanas después de su llegada al edificio, nos invitara a almorzar en su casa. 

Cuando Miomir abrió la puerta de su apartamento, toda una cultura, hasta entonces desconocida para mí, entró por mi nariz, donde permanece hasta hoy. El menú de aquel día era un festín esmerado y novedoso: vegetales ahumados envueltos en hojas de col, dulcecitos delicados de masa de pistacho bañados en miel y esa pierna de cerdo cocida por horas, que volví a cocinar hace unos días para mi familia. 

Miomir había salido de su país, dejándolo todo, en medio de la guerra. Lo que le quedaba de su tierra eran sus sabores y tradiciones. Ese día la compartió con nosotros y entendí, aunque era apenas una niña, que a través de la comida se pueden conocer lejanas culturas.  

¡Buen provecho!

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Cerdo a la cerveza

cerdo a la cerveza

Ingredientes:

1 kg pierna de cerdo, sin huesos
1 ½ ajo
1 cucharada de comino
½  cucharada pimienta negra
1 y ½ cucharadas sal
Jugo de 3  limones
½  litro cerveza

8 porciones / 4 horas 

El secreto de esta receta está en el adobo que vamos a preparar y en el que la carne se macera desde el día anterior.

Para el adobo, machaca los ajos en un mortero con el comino, la pimienta y la sal hasta obtener una pasta. Añade el jugo de los limones y mezcla.

Lava y seca bien la pierna de chancho. Con un cuchillo, haz varios cortes a lo largo de la carne y rellena con parte del adobo. Pon la carne en un recipiente que se pueda tapar y ponle el resto del adobo. Guárdala en la refrigeradora hasta el día siguiente.

Después de al menos 24 horas traspasa la pierna a una bandeja de horno honda y báñala en cerveza.

Hornea la pierna durante 2 horas a 180º. Cada veinte o treinta minutos báñala con su propio jugo. Pasadas las 2 horas, voltea la carne con cuidado y hornéala dos horas más, sin olvidarte de regarla con el jugo cada media hora. 

Para saber si la carne está hecha, pínchala y si  sale líquido, déjala en el horno treinta minutos más.