“Podría comer esto todos los días de mi vida” dijo mi novio, luego de su primer bocado al locro de papas de Casa Julián. Saboreaba con una sonrisa las papas deshaciéndose en su boca. No me aguanté y atrevidamente sumergí mi cuchara en ese pozo amarillo brillante: comprobé que sus gestos eran sinceros. Entre varios platos con nombres elaborados y que pueden parecer desconocidos para la entrada de nuestra cena elegimos al familiar locro de papas. Si la cocina de uno de los restaurantes más recomendados para quienes visitan Guayaquil, incluía uno de los platos más comunes en las mesas de las familias ecuatorianas, debía entonces ser realmente excepcional. No nos decepcionó. Como la mayoría de lo que se come en Casa Julián, esta sopa fusiona en un solo plato las tradiciones de las regiones del país: a veces se mezcla la Amazonía con la Sierra, la Costa con las Galápagos. Un juego de combinaciones. 

Siempre que me preguntan cuál es mi  plato ecuatoriano favorito nunca sé qué responder. Nací en Guayaquil y mis padres son de la Sierra toda mi familia lo es. En mi casa siempre se cocinó repe una sopa lojana con verde y granos tiernos, menestras de fréjol casi a diario, y locros de papa, de choclo, de zapallo, de acelga, con y sin leche —podría seguir, pero no es el tema de hoy. Mi niñez estuvo repleta de viajes a Catacocha, un minúsculo pueblo lojano, al sur del país, en donde la gran celebración era matar un chancho y asarlo para toda la familia. Lo servían junto a caldos de gallina criolla, mote, habas, huevos cocidos y granos que detestaba comer cuando era chica y que hoy, quizá por nostalgia, los como casi a diario en mis desayunos. 

Me resultaba inentendible cuando mis amigos me hablaban con devoción sobre comer encebollados, ceviches, secos o cazuelas. Por el contrario, asociaba estos platos al peligro. Los conocía porque veía sus nombres escritos en los carteles de los lugares que ofrecen almuerzos a muy bajo precio. Para mi mamá comerlos era igual a enfermarse: “Les ponen demasiada hierbita”, decía refiriéndose al culantro, que a ella le caía pesado. Crecí escuchando todos los días sobre los casos de tifoidea que diagnosticaba el laboratorio clínico que manejaba. “Debe ser la comida de la calle”, nos decía. 

En mi adolescencia, los viajes a la Sierra fueron cada vez menos frecuentes. Mientras más me alejaba de los Andes, más me acercaba a la Costa. Era placentero desafiar los preceptos de mi madre: no comas de las carretillas, no bebas jugos de puestos callejeros, no se te ocurra ponerle hierbita a la comida. Lo hice todo. Descubrí que la comida de mi ciudad, Guayaquil, no tenía nada de peligrosa, sino que era mi ticket para identificar la variada cocina que tiene nuestro país. Eso me cautivó de Casa Julián: es un restaurante que sabe mezclar los sabores de las diferentes regiones del Ecuador, demostrando que no hay ningún peligro en nuestra comida sino que, cuando se la combina con inteligencia y tino, logra dejarte hipnotizado por días. 

Las combinaciones regionales de Casa Julián se reflejan en su carta, pero también en el hecho de que está alojado en una casa guayaquileña patrimonial y su cocina está liderada por Javier Urrutia, quiteño de 25 años.

Su menú muestra y celebra una diversidad a la que el chef ejecutivo se atreve. Combina ingredientes y preparaciones de la Costa, la Sierra, la Amazonía y las Galápagos —las regiones que arman este rompecabezas de país—, como el locro de papas (una sopa serrana muy popular) al que le dan un toque costeño espolvoreándole sal prieta, queso manaba, aguacate (por supuesto), y un huevo pochado. A diferencia de la preparación tradicional, en la que la sopa se cocina con una base de papas en una olla con caldo y leche hirviendo, en Casa Julián las asan.

locro de papa en Casa Julián

Desde que el restaurante abrió en el 2017, su propuesta siempre fue ofrecer comida típica con un toque diferente en los métodos de preparación tradicionales, o en el sabor. 

Lo que elegí como plato principal ese día, combinaba dos preparaciones clásicas de la cocina ecuatoriana: el seco y el motepillo. Una canilla de ternera, braseada por horas en el horno, en los jugos ácidos de un refrito con naranjilla característicos de la preparación del seco, acompañada de mote pillo trufado, huevo frito de codorniz y queso grana padano. “No es nada del otro mundo cocinar una carne con el jugo del seco, aquí decidimos reemplazar el arroz por mote pillo porque ¿por qué no?”, dice Urrutia. Una decisión aparentemente espontánea: combinar dos tradiciones que, quizá por estar separadas por ríos y montañas, uno supondría que no se pueden encontrar en un mismo plato.

Motepillo en Casa Julián

Urrutia cuenta que los platos de la carta en Casa Julián son creados por las manos y mentes de todo su equipo. En su staff  hay personas de diferentes provincias: El Oro, Esmeraldas, Pichincha, Manabí entre otras. Es común que alguien aporte en cada plato algo, alguna conexión del lugar en donde crecieron. Una de las mantequillas que ofrecen con el pan de bienvenida, por ejemplo, lleva el sabor del tradicional helado chocobanano de Guayaquil.

Por la pandemia, Casa Julián ha reducido su carta: de los cuarenta platos que solía ofrecer ahora tiene un poco más de la mitad. Pese a que ha sido una época dura, especialmente para los restaurantes, Casa Julián está viviendo un momento único y quizá irrepetible. Urrutia dice que antes, como proveedores, debían elegir empresas de grandes cadenas alimenticias, que puedan garantizar una cantidad grande de productos. Hoy puede elegir más pequeños, especializados y locales. La canilla de ternero que me comí, por ejemplo, proviene de una finca que solo puede proveer 20 kilos cada mes. ¿Qué pasa si se acaba antes de que culmine el mes? “No la cocino más, hasta que llegue la nueva orden”, dice Urrutia. 

En octubre, pocas semanas después del fin del toque de queda en Guayaquil, Urrutia dice que ha vuelto a sentir, a ratos, el mismo dinamismo que antes de la pandemia. Lo más duro, reflexiona, ha sido estar al frente, siendo el más joven, de un personal afectado emocionalmente por esta época trágica. Hoy, su alegría ha vuelto de a poco. Reside en el hecho de recibir de nuevo a sus comensales y mostrarles, en un solo plato, todo lo que Ecuador puede ofrecer.