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Un informe de la UNESCO publicado este 2020 muestra que, en todo el mundo, la Cultura es uno de los sectores más afectados por la pandemia del covid-19. En países como Ecuador, la privatización y fetichización de la cultura (pensar la creación cómo mercancía, show o tarima) ha invisibilizado su potencia y capacidad transformadora, y la respuesta institucional frente a la emergencia (fondos, becas, créditos) no ha logrado contener la creación en tiempos de crisis. La paradoja más grande ha sido que, mientras el confinamiento incentivó fuertemente el consumo cultural (digital y gratuito de libros, música, cine, danza, teatro), los profesionales de la cultura que hicieron posible esa creación cayeron en total precariedad. Incluso las industrias culturales clásicas —cine, literatura, y música—, el lado supuestamente más sólido del sistema cultural, entraron en crisis a escala global. Al comprender esta realidad, en países como Brasil, Argentina y Uruguay, se establecieron mecanismos de emergencia y la cultura fue asumida por algunos como prioridad o sector estratégico, incluso antes de la pandemia. Ecuador está muy lejos de eso.

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Hace cuatro años, mientras se debatía la aprobación de la Ley Orgánica de Cultura —que era considerada una deuda de la Constitución de Montecristi con el sector cultural— , escribí sobre el tema que también se daba en un contexto electoral. He vuelto al texto con el desaliento de un momento crítico para el sector cultural a nivel global, profundizado por la crisis económica y la pandemia. 

La Ley, formulada desde lo que se pensó como una revolución cultural, era para muchos la esperanza para un sector que demandaba políticas públicas sectorizadas y diferenciadas, la transformación de prácticas políticas, una mayor democratización y un marco jurídico e institucional capaz de velar por los derechos culturales de la ciudadanía consignados en ella. Derechos como la identidad cultural, la protección de los saberes ancestrales y diálogo intercultural, la memoria social, la libertad de creación, el acceso a los bienes y servicios patrimoniales, la formación en artes, cultura y patrimonio, el uso, acceso y disfrute del espacio público, el entorno digital, entre otros. 

También hay que reconocer que esta retórica que se quiso progresista, terminó por vaciar de sentido a ciertos derechos adquiridos y a principios como la interculturalidad, de extraordinaria importancia en la transformación de las condiciones estructurales de desigualdad en el país. En Latinoamérica, algunos estados han privilegiado una visión de cultura  estrechamente vinculada a los tiempos políticos, promoviendo eventos masivos y efímeros que mueven importantes recursos públicos y brindan réditos a políticos —la tarima y el espectáculo— al tiempo que han debilitado los procesos de creación y profesionalización, lo que ha sido  central en la crítica del sector cultural en las últimas décadas .

Hoy la Ley existe junto a ciertos reglamentos que de ella derivaron y, sin embargo, el sector cultural vive su mayor crisis, no porque antes no haya enfrentado problemas relativos a la autonomía, financiamientos y débil institucionalidad, sino porque el sueño de un estado garantista en materia de cultura nunca llegó. Los institutos culturales de cine (ICCA) y artes (IFAIC) consignados en la Ley y creados, más allá de sus dificultades, ya no existen: se fusionaron en el Instituto de Fomento a la Creatividad y la Innovación (IFCI) sin siquiera poder mostrar su impacto. Los subsistemas de cultura no han despegado y debían preceder a la creación de grandes instituciones culturales como la ansiada Biblioteca Nacional que no logra ver la luz. El fomento se pensó desde la perspectiva de la llamada economía naranja  —una visión ortodoxa de la cultura que se enfoca fundamentalmente en las cadenas de valor de producción de bienes y servicios culturales y en la propiedad intelectual—  que  deja por fuera toda la producción autónoma y periférica del campo artístico, las ruralidades, las memorias, los saberes y los patrimonios colectivos. Estos procesos sólo dan cuenta una comprensión fragmentaria de la cultura, de la ausencia de una visión cultural de largo plazo y de la debilidad de los mecanismos de exigibilidad en el ámbito de los derechos culturales.

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Candidatas y candidatos deben comprender algo fundamental: el trabajo cultural es un trabajo digno y relevante, como cualquier otro, con una clara especificidad sectorial pero también un trabajo vulnerable y precario. Esto, que parecería ser una obviedad en muchos países, no lo ha sido necesariamente en Ecuador a ojos de decisores que miran la actividad cultural desde un profundo prejuicio y desconocimiento del sector, considerándolo  secundario y prescindible.

Resulta por tanto (im)prescindible remarcarlo en cada debate. Una encuesta nacional reciente muestra que la precarización de trabajadores del cine, artes visuales, música, literatura, artes escénicas, artesanías, formación artística, y otros, ha aumentado dramáticamente en los últimos años: 7 de cada 10 trabajadores y trabajadoras afirman haber empeorado su situación con relación a tres años atrás, 1 de cada 3 ya bordeaba la línea de pobreza con ingresos por debajo del salario mínimo vital y la mitad continúa sin seguridad social. Además, su subsistencia, al ser mayoritariamente independiente, está condicionada por la posibilidad de acceder a varios empleos, por tanto, es altamente inestable. 

Comprender que cada bien o servicio del campo cultural es resultado de una cadena de valor altamente especializada, diferenciada y profesional, es un punto de partida. Un breve ejemplo: la puesta en escena de una obra teatral requiere generalmente, por lo menos, del trabajo de quince especialidades técnicas y profesionales, una película de al menos veinte, un libro de al menos diez y así podríamos continuar dimensionando la tarea cultural y mostrar sus encadenamientos sociales y económicos. La economía de una fiesta popular no es menos importante que la de la industria del libro; el proceso de creación de una obra artística suele ser largo y complejo y no es menos relevante socialmente que una invención o innovación en cualquier otro campo de la economía. La formación en artes no sólo es un derecho sino tan relevante como cualquier otra formación en el campo de la creación y la innovación. Un punto de llegada sería comprender que su valor excede ampliamente lo económico: la cultura cohesiona, permite a la sociedad proyectarse, afianza y construye identidades y sentidos de pertenencia y nos ha permitido reproducir la vida y sostener la esperanza en tiempos de crisis. 


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Por tanto, es imprescindible que existan políticas públicas para garantizar los derechos laborales en el campo cultural. Su contribución a la sociedad es de enorme importancia y atraviesa todas las prácticas de la sociedad. Sin embargo, es constantemente menoscabada e invisibilizada a través de indicadores económicos como la contribución al PIB. Como he señalado, su contribución excede ampliamente el valor de cambio, ampliamente estudiado desde la economía de la cultura. Las y los trabajadores de la cultura requieren mecanismos e incentivos estables de producción y circulación, sistemas de formación y profesionalización accesibles, una seguridad social pertinente a su actividad e idealmente una renta básica universal (aplicable a todo trabajo). 

El sector cultural ya ha planteado mecanismos y los ha hecho públicos: incentivos basados en información, reformas, moratorias y prórrogas impositivas, becas para sostener la creación artística nacional, redistribución de fondos de fomento y sistemas de premiación, créditos blandos para la producción en el campo de las artes, alianzas de fomento, creación y circulación concretas entre el Estado central y los gobiernos locales para sostener la cultura viva comunitaria, entre muchas otras. Una demanda central se ha formulado en el sector cultural desde hace décadas: la industria cultural, con sus matices y variantes (naranja o creativa) como una panacea en términos de política cultural debe ser puesta en cuestión. 

Al mismo tiempo, candidatas y candidatos necesitan comprender la dimensión histórica de su tarea en el campo de la memoria y el patrimonio. Todo proyecto de gobierno pone en circulación imaginarios que pueden o no ser apropiados por la ciudadanía. Lo simbólico ha sido históricamente un campo de disputa y conflicto (por ejemplo, el correísmo movilizó de forma populista los símbolos y la historia del liberalismo, de lo patrio y de las izquierdas revolucionarias latinoamericanas para plantear la idea de una nueva revolución socialista). Pretender neutralidad es ilusorio.

Sin embargo, cada gobierno tiene la enorme responsabilidad de cuidar y enriquecer un encargo de mayor valor para el país: los repositorios de su memoria, los museos, bibliotecas, archivos y patrimonios materiales e inmateriales deben ser prioritarios en la tarea pública. No se trata únicamente de la discusión, muy importante por cierto, sobre su adecuada ubicación y el manejo técnico de colecciones de arte, arqueología, libros, fotografía, películas y bienes patrimoniales nacionales, sino sobre su función social. 

Para que existan y sean parte de la vida en común, deben ser investigados, debatidos, cuidados, puestos en circulación y proyectados. Es imprescindible una tarea sistemática con universidades y comunidades. Hay una gran deuda en el campo de la memoria y el patrimonio, estos ámbitos deben ser enriquecidos con nuevos patrimonios construidos socialmente desde pueblos y nacionalidades, desde las comunidades diversas, barrios, comunas, colectivos sociales. Sus memorias y sus historias deben tener un lugar en lo nacional de manera estratégica y no de forma propagandística o folklorizante.  La tarea es inmensa en el campo patrimonial y debe estar en el centro de toda propuesta cultural al país. 

Esta situación tan compleja y de precarización creciente exige, finalmente, que candidatas y candidatos se informen seriamente y comprendan la compleja dimensión simbólica, social y económica de la cultura, que dialoguen con sus actores y organizaciones y ojalá, acuerden una declaratoria pública sobre su vulnerabilidad. Esta es la verdadera deuda cultural en el país.

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He intentado señalar aspectos que considero importantes como el trabajo, la dimensión del impacto de la cultura y la responsabilidad histórica de quienes estén frente a la política cultural nacional, pero muchos más temas son necesarios para el debate. Quien asuma la presidencia democráticamente deberá dialogar con un sector en crisis y que demanda respuestas concretas y mecanismos de emergencia para sostener la cultura como pilar de nuestra vida en comunidad. La tarea del sector es proponer, incidir y por supuesto, observar el cumplimiento de aquello que se propone como política cultural y demandar el cumplimiento de los derechos culturales garantizados en la Constitución y la Ley Orgánica de Cultura. Su rol seguirá siendo crítico y transformador.