Ahí estaba, parada al frente unas doscientas personas sin saber que nada, ningún detalle de mi charla iba a importar después de mencionar que el primer árbol de cacao del mundo es endémico de Ecuador. Esta no sería una anécdota digna de contar, si no hubiese sucedido en México, donde fue recibido como una afrenta patria.

Solo a una ingenua se le pudo haber ocurrido hablar sobre este tema en un auditorio en el que todos sabían a la perfección la historia del chocolate en un país donde, además, es visto como un tesoro nacional. Dudo que haya muchos mexicanos que no sepan que el chocolate apareció por primera vez en el idioma castellano en la crónicas de los primeros españoles que llegaron a América, que es la traducción al español de dos palabras náhuatl —xococ (agrio) y atl (agua)—, que los aztecas lo hacían bebida y que el gran Moctezuma lo tomaba en grandes tazas de oro.

Yo tenía razón: el cacao nació acá, en las tierras que se convertirían en el Ecuador. Sin embargo ese día en el auditorio lleno de gente que me miraba mal había una confusión: el cacao es endémico de estas partes de América, pero el chocolate es mesoaméricano. Pensándolo mejor, ese día entendí que el chocolate ya le pertenece (¡nos pertenece!) a todo el mundo. Tiene algo que ni los libros de Historia ni los nacionalismos pueden registrar: la alegría infinita que nos brinda (y, además, le hace maravillas a nuestro cerebro).

¿Importa de dónde es, quién lo inventó? Yo creo que no. La comida que nos hace felices se vuelve propia —uno no anda pensando si el ceviche es peruano, el asado argentino o los tacos mexicanos cuando los devoramos en éxtasis. Tampoco pasa con el chocolate. Puede que el cacao sea ecuatoriano y el chocolate haya nacido en Mesoamérica, pero ya no importa tanto: es patrimonio de todos y así deberíamos verlo. En lugar de refunfuñar cuando alguien no le atina a su origen, deberíamos celebrar que se ha vuelto tan indispensable para la humanidad y ahora es de quien lo necesita.

Su felicidad, sencilla y descomplicada, me recuerda a la respuesta directa y sincera de un niño cuando se le pregunta qué necesita para ser feliz y responde: “un chocolate”. Lo mejor de todo es que, cuando los adultos dejamos las poses y nos reconectamos con nosotros mismos, podemos decir exactamente lo mismo.

¡Buen provecho!

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Mousse de chocolate

mousse de chocolate

Ingredientes:
1 huevo
50 gramos de chocolate negro (70% cacao), finamente picado
¼ taza de agua caliente
⅔ taza y ½ taza de crema de leche, separadas
1 pizca de sal
½ taza de ralladura de naranja

4 PORCIONES / 1 HORA 15 MINUTOS

Coloca el chocolate picado y el huevo en una licuadora de alta potencia.

En una olla, calienta el agua hasta que hierva. Echa el agua hirviendo en el chocolate que está en la licuadora y mezcla a velocidad alta hasta que quede suave.

Calientalos ⅔ de taza de la crema que esté tibia y viértela en la mezcla de chocolate mientras licúa.

Agrega la pizca de sal y licúa a velocidad alta durante 1 minuto. La mezcla debe quedar cremosa y suave, sin trozos de chocolate.

En un recipiente aparte, bate la ½ taza de crema de leche hasta que se formen picos suaves.

Vierte la mezcla de chocolate en la crema batida y dóblala suavemente hasta que esté completamente combinada y no queden partes de crema batida sin mezclar.

Con una cuchara, coloca la mezcla en recipientes individuales, dependiendo de qué tan grandes quieras que sean sus porciones.

Refrigera durante al menos 1 hora para que cuaje antes de servir con virutas de chocolate y ralladura de naranja encima.