Por mucho tiempo había evitado transitar por esa calle: la última vez que estuve ahí no la pasé muy bien. Hace tres años la casa de mi abuela fue demolida y cuando vi un hueco vacío en uno de los lugares predilectos de mi infancia, me senté en el auto a llorar desconsolada. Se habían llevado para siempre los recuerdos tangibles de mi niñez.
Lo que más me impactó fue fijarme en la mancha negra que había en la pared del jardín trasero: ahí crecía un árbol de higos que por décadas acompañó a mi familia. Grande y frondoso, parecía crecer sin freno y era la insignia de la casa de mi abuela. Sus hojas gigantes formaban un matorral que parecía un portal a otra dimensión. Tenía cierto misticismo que, hasta hoy, no logro entender. Debe haber sido su tamaño o que mi primo y yo pensábamos que dentro de él vivían duendes o seres de otro mundo, cuando jugábamos en el jardín.
Era el proveedor irreemplazable de los higos más ricos y las hojas anticólicos. Fue el cómplice de cientos de recetas riquísimas de mi abuela y de su célebre dulce de higos con queso. Alrededor de él sucedieron muchas cosas: fue el hogar de una gata que dio a luz, el escondite de unos ladrones en un robo fallido, el agujero negro donde muchas pelotas y juguetes se perdieron, pero sobre todo: me vio crecer.
Es increíble: la memoria es una zona intangible que transita en uno, desapercibida e invisible hasta que se encuentra con algún objeto que la despierta, como a un gigante dormido. El higo, dice el diccionario, está lleno de semillas menudas, pero para mí está repleto de escenas de mi niñez. El olor del higo desentierra mis recuerdos más profundos y lejanos. Me regresa otra vez, por un ratito, al jardín de mi abuela, a su cocina, a la sencillez de esos años. Es el único lugar donde aún la casa de mi abuela está en pie.
Hace poco volví a esa calle que tanto había evitado. No lo planeé, más bien fue como pisar una trampa de la nostalgia: ahora hay un edificio nuevo con muchos pisos, en los que seguramente las familias que lo habitan crearán nuevos recuerdos. Entendí que, ahora, la casa de mi abuela solo existe en Google Maps y en mi corazón. Esta vez no lloré desconsolada e hice las paces con mi memoria: cerré los ojos, me senté en el jardín de mi abuela y comí tantos higos, maduros y dulcitos, como cuando era niña.
|¿Quieres saber cómo elegimos esta receta? Únete a la membresia GK aquí.|
Tarta de higos, queso brie y romero
Ingredientes:
Para la masa:
1 ½ tazas de harina
¾ tazas de mantequilla sin sal, derretida
½ cucharadita de sal
Para el relleno:
5 higos maduros
⅓ taza de queso brie (en realidad puedes usar el queso que más te guste)
1 cucharada de aceite de oliva
2 ramitas de romero fresco
1 cucharadita de sal
1 cucharada de vinagre balsámico
2 cucharadas de miel
8 PORCIONES / 45 MINUTOS
Precalienta el horno a 175 °C.
Mezcla la harina y la sal en un tazón mediano. Echa la mantequilla derretida y, usando una espátula, mezcla hasta que estén bien combinadas.
Engrasa un molde redondo para tartas y presiona la masa uniformemente en el fondo y hacia los lados hasta que lo cubra totalmente.
Hornea la masa hasta que tenga un color dorado —aproximadamente de 15 a 20 minutos.
Corta los higos en varios pedazos y colócalos con el lado cortado hacia arriba en la masa en cualquier patrón (sólo asegúrate de que estén bien apretados).
Con una brocha de repostería, pinta generosamente los higos con el aceite de oliva. Echa un poco de sal y rocía el vinagre balsámico y la miel asegurándote de que cada higo esté cubierto.
Corta el queso en varios pedazos y colócalo por todas partes cubriendo los espacios vacíos de la tarta. Termina echando el romero encima de los ingredientes.
Hornea la masa hasta que esté crujiente y dorada y los higos y el queso burbujeantes, aproximadamente por 25 minutos. Déjalo enfriar unos minutos y sírvelo.
Nota: Conseguir higos maduros fue extraordinariamente difícil. Si tienen la suerte de tener un árbol enhorabuena. Si no, planifiquen con tiempo esta receta.