Cada vez que cocinaba pescado, no sé cómo, la señora Gladys se las ingeniaba para hacerme comer los ojos del animal.

— Tienen bastantes vitaminas, cómetelos toditos, me decía, y con su manito de empanada me daba los dos globos gelatinosos que aún estaban fríos y resbalosos. Sin pensarlo mucho, me los tragaba como pastillas uno tras otro y regresaba a jugar. 

Muchos años más tarde, mi primo regresó de su intercambio en Islandia con una maleta llena de gustos adquiridos y latitas de colores brillantes:

— Toma, es Hákarl —extendió su mano con un cubito de una carne con un olor fuertísimo— es tiburón curado. 

Lo probé sin pensarlo dos veces mientras mi familia me veía atónita esperando mi veredicto: su sabor entre pescado y queso azul no me asustó. 

La lista de comidas poco usuales que he probado continúan con la primera vez que comí chapulines con chile y limón y sentí la textura de un insecto en mi lengua, esos tacos de  escamol que parecían pedacitos de seda derritiéndose en mi boca y la sopa fría de suero de leche con la que todavía no he tenido oportunidad de reconciliarme.

El noventa y nueve por ciento del tiempo estoy dispuesta a probar cualquier tipo de plato cocinado con respeto y entendiendo que pertenece a contextos y culturas. Siempre recuerdo estas historias con cariño, pero sé que cuando las cuento, las reacciones de asco o las lecciones moralistas suelen aparecer.

Lo entiendo, la comida es extraña: el mismo plato que produce placeres infinitos en algunos, en otros causa pesadillas. Pero cuidado, decir que alguna comida es desagradable es caminar en un campo minado. 

— ¡QUÉ ASCO, CÓMO PUEDES COMER ESO! le gritó un amigo a otro cuando nos contó que le gustaba comer un guisado de lengua. Era la receta de su familia y el comentario resultó hiriente.

La ciencia dice que el asco es una manera de protegernos de una comida en descomposición que podría hacernos daño. ¿La pizza con piña es peligrosa, entonces? No, nuestro entorno también moldea esos disgustos. La eterna batalla de si mezclar lo dulce y lo salado, los quesos frescos versus los curados, las texturas blandas y gelatinosas, los fermentados —respetar las elecciones de alimentos de los demás es una premisa básica en la vida. Don’t yuck on someone’s yum dicen en inglés y tienen razón: los gustos de cada quien son un universo entero.

Esta receta no tiene escamoles ni carne de tiburón curada. De hecho tiene ingredientes que me encantan pero que, por razones incomprensibles, en mi infancia no me gustaban. 

El repe es la sopa favorita de mi papá y no entendía cómo la podía disfrutar: su textura y sabor no me convencían. Ahora que la he preparado, la aprendí a querer porque entiendo que honrar la comida favorita de alguien es honrarlo como persona, respetar su cultura y su historia de vida.

¡Buen provecho!

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Repe Blanco

Receta Repe, Quiero Comer

Ingrendientes:
2 guineos verdes o plátanos verdes picados
papa pelada y picada
1/2 ramita de cebolla blanca
diente de ajo picado
4 tazas de agua
1 taza de queso fresco desmenuzado
1/4 taza de leche
aceite
cilantro picado
sal al gusto

2 PORCIONES / 50 MINUTOS

Calienta el aceite en una olla y haz un refrito con el ajo y la cebolla blanca picada. Cuando el refrito esté dorado, agrega las tazas de agua y deja que hierva.

Echa el guineo y la papa cuando el agua esté hirviendo y deja cocinar a temperatura media alta por 20 minutos, hasta que estén suaves. Aplástalos y mueve constantemente para que espese.

Añade la leche, el queso y la sal. Deja que se cocine por unos minutos más. Echa el cilantro picado.

Retira del fuego y sirve. Puedes acompañar esta sopa con aguacate y queso.