Todos los días, antes de que el Ecuador entrara en cuarentena, Raquel Reyes salía de su casa muy temprano y luego de 45 minutos llegaba a barrer, cocinar y ordenar las habitaciones de la casa de alguien más en Esmeraldas, capital de la provincia costera homónima, donde viven más de 500 mil personas. Reyes, de 32 años, dice que cuando el gobierno decretó el aislamiento social obligatorio, siguió yendo a trabajar. “Los buses pasaban cada 30 minutos o cada hora, tenía que ir en un taxi o moto”, dice. Pero después de dos semanas sus empleadores le dijeron que no fuera más. “Me dijeron que no tienen ingresos, no tienen cómo pagarme”, dice. Su esposo —con quien Reyes tiene tres hijos de 15, 13 y 5 años de edad— trabajaba como chófer, pero tuvo que dejarlo para evitar contagiarse de covid-19. Por los estragos económicos de la emergencia sanitaria y el aislamiento social, miles de trabajadoras remuneradas del hogar han perdido su sustento en el Ecuador.

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La pandemia ha puesto a las personas que trabajan en hogares ajenos en una especie de limbo. Erynn Masi de Casanova, profesora de Sociología de la Universidad de Cincinnati de Estados Unidos y experta en trabajo remunerado del hogar, dice que durante la emergencia del covid-19 (vigente desde el 16 de marzo de 2020), muchas trabajadoras no han sido formalmente despedidas. “Simplemente les dijeron que tienen que irse y cuando se acabe todo, podrán regresar”, dice Casanova, “el trabajo remunerado del hogar se ha quedado parado”. La pregunta es cuándo (o si) volverán del todo. 

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A más de 600 kilómetros al este de Esmeraldas y 3160 metros de altitud, está la provincia de Cañar, donde vive María del Carmen Bombón. El 29 de marzo de 2020 cumplió 53 años. Ese mismo día, dejó de trabajar. Para ella no era tan difícil movilizarse, iba caminando hasta la casa donde cuidaba dos niñas. Ese día, sus empleadores le dijeron “hasta aquí no más” porque tenía que desinfectarse constantemente al entrar a la casa. “Eso les causó como una psicosis”, dice María del Carmen Bombón. 

Bombón no estaba afiliada a la seguridad social. Cuando perdió los 50 dólares semanales que le pagaban por cuidar a las niñas, —el sueldo mínimo para una trabajadora del hogar es 400 dólares—no tuvo más opción que ir a hacer la cuarentena a la casa de uno de sus dos hijos. “Estoy donde mi hijo cocinando, ayudando, comiendo ahí”.  María del Carmen Bombón es una de las más de 200 mil personas que trabajan en casas ajenas en el país. Según la Unión Nacional de Trabajadoras Remuneradas del Hogar y Afines (Untha) el 90% son jefas de hogar y solo el 28% están afiliadas al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social. Como consecuencia del descalabro económico que resultará de la pandemia, la precariedad de estas trabajadoras podría agravarse. 

Lenny Quiroz es presidenta de la Untha y dice que durante la emergencia sanitaria ha tenido mucho trabajo. A fines de marzo de 2020, la Untha informó que una de sus afiliadas, Betty Vera, murió en su casa en Guayaquil por el covid-19. Su cuerpo pasó varios días en una vereda, mientras sus familiares esperaban que los servicios gubernamentales lo recojan.

Desde la Isla Trinitaria, uno de los sectores más pobres de Guayaquil, la ciudad ecuatoriana más golpeada por el virus, Quiroz se comunica por WhatsApp y llamadas telefónicas con sus compañeras. Lenny Quiroz dice que no saben un número exacto de cuántas trabajadoras del hogar han muerto durante la emergencia, pero dice que muchas han perdido a sus familiares a causa de la enfermedad. 

Las que no se han enfermado han tenido que enfrentarse a un cambio radical en sus vidas. Algunas se quedaron sin empleo. Otras prefirieron quedarse laborando ‘puertas adentro’ (una modalidad de trabajo en la que trabajan y duermen ahí y suelen salir los fines de semana) para evitar el ir y venir desde sus casas, aumentando el riesgo de contagiarse y de que pierdan el trabajo. 

Aquellas que se han quedado en casas ajenas trabajando no están exentas de riesgos y si han decidido quedarse es para preservar su empleo. Fátima* conversó con sus empleadores y decidió quedarse ‘puertas adentro’ durante el aislamiento social en el barrio de clase media de Urdesa Central, en Guayaquil. Su esposo dio positivo de covid-19, pero no le dijo nada cuando se enteró. 

Días después, cuando finalmente se lo contó por teléfono, le dijo que ya estaba recuperado. Fátima vivió de lejos la enfermedad de su esposo. “Yo preferí quedarme aunque esto va a ser duro, pero no me queda otra, no hay más que hacer, si yo me quedo en mi casa con esta cuarentena qué hago sin dinero”, dice la mujer que es parte de la Asociación de Trabajadoras Remuneradas del Hogar (ATRH) conformada por más de 300 mujeres de Guayas, Los Ríos y Manabí, de la que Maximina Salazar es la lideresa. 

Salazar dice que muchas de sus compañeras están pasando por lo mismo. “El empleador o empleadora les dijo si te vas no vienes, porque no puedes estar saliendo y entrando, lo tomas o lo dejas”.  Muchas lo tomaron. Más de cuarenta días de pormedio, las trabajadoras del hogar comienzan a sentirse mal porque en sus familias ha habido contagios. Muchas veces han sido sus esposos o hijos. “Han vivido una situación de angustia, de desesperación ¿Quién hace algo por ellas? Nadie ha podido hacer algo porque no podemos salir ni siquiera a hacer un plantón, todo está siendo pasado por alto”, dice Salazar con voz indignada. 

Pero dentro de las casas ajenas, aun en aislamiento, el riesgo de contagio no se reduce a cero. La Mesa Interinstitucional de apoyo a los derechos de las trabajadoras remuneradas del hogar, conformada por Fundación Care, ONU Mujeres, la Untha, el  Sindicato Nacional Único de Trabajadoras Remuneradas del Hogar (Sinutrhe) y otras organizaciones alertaron al Estado que muchas de esas trabajadoras cuidan a ancianos, personas muy vulnerables a contagiarse de la enfermedad causada por el nuevo coronavirus. Además, piden los insumos de protección necesarios para evitar el covid-19, que no sean despedidas y que sus salarios no sean reducidos ni pagados a destiempo. 

En el mundo, 67 millones de personas —unas cuatro veces la población de Ecuador, y en su mayoría mujeres— realizan trabajos del hogar. Más de un cuarto está en América Latina y el Caribe, dice Erynn Masi de Casanova en el libro Polvo y Dignidad. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) dice que el trabajo remunerado del hogar es una de las ocupaciones con peor calidad de empleo: largas jornadas de trabajo, bajas remuneraciones, escasa cobertura de seguridad social y alto nivel de incumplimiento de las regulaciones laborales. Masi de Casanova cree que ahora en la emergencia sanitaria, la situación de las trabajadoras del hogar en Ecuador sería diferente si todas tuvieran un contrato escrito, afiliación al seguro social y seguro de desempleo. Eso según la experta también beneficiaría a otros trabajadores informales que ahora también están a la deriva. 

Desde que Lenny Quiroz lidera la Untha ya no trabaja en hogares ajenos, pero conoce perfectamente las dinámicas. Dice que hay mujeres que llevaban hasta 30 años trabajando en casas de terceros a las que sus empleadores les han pedido que no vuelvan más. “A ellas no las van a reintegrar porque ya son ancianas”, dice la líder de la Untha. A eso hay que sumarle el hecho de que cuando la economía empiece su lenta reapertura, sectores como los del empleo en casas ajenas será uno de los últimos en normalizarse. “El trabajo del hogar será uno de los últimos sectores laborales en recuperarse y tal vez no se retome el mismo número de personas empleadas”, dice Masi de Casanova. 

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Hasta que todo pase, las trabajadoras que no tienen claridad sobre su futuro, se buscan la vida de mil maneras. “Con autogestión, con las donaciones de agua, leche, encontramos la forma de subsistir”, dice Lenny Quiroz. Raquel Reyes —que ganaba 120 dólares limpiando una casa ajena— se ha dedicado a coser mascarillas de tela que vende por un dólar en su barrio. Con cuatro o cinco diarias, dice, puede comprar comida para su familia. 


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Este reportaje es parte de Centinela Covid-19, un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre la respuesta al Covid-19 en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Chequeado (Argentina), El Deber (Bolivia), Agência Pública (Brasil), El Espectador y La Liga contra el Silencio (Colombia), La Voz de Guanacaste (Costa Rica), Ciper (Chile), GK (Ecuador), El Faro (El Salvador), No Ficción (Guatemala), Quinto Elemento Lab (México), El Surtidor (Paraguay), IDL-Reporteros (Perú) y Univision Noticias (Estados Unidos), con el apoyo de Oxfam y el Pulitzer Center on Crisis Reporting.