Hace varios días empecé a leer el libro Antifrágil: Las cosas que se benefician del desorden de Nassim Nicholas Taleb y las lecciones que nos deja son de especial relevancia en esta crisis global sin precedente. 

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El tema central del libro es que existe un concepto, conocido y descrito por las culturas desde la antigüedad que carece de una palabra específica: lo opuesto de la fragilidad. 

Muchos dirán que lo opuesto de frágil es robusto. Pero si la definición de frágil es algo que se rompe o desgasta con el caos y los shocks externos, entonces lo opuesto debe ser algo que se fortalece bajo esas condiciones, no simplemente algo que aguanta los golpes.  Me pregunto si alguna vez Ecuador podrá dejar de ser un país frágil para ser no solo robusto sino antifrágil

Soy un optimismo innato: como emprendedor tecnológico e inversionista no puedo dejar ver al vaso medio lleno. Pero me temo que nos encontramos en una situación de la cual va a ser muy difícil salir fortalecidos, a menos que muchas cosas cambien. Algunas están en nuestras manos, pero otras están fuera de nuestro control.

A los eventos masivos e inesperados, ya sean positivos o negativos, Taleb los llama cisnes negros. En la antigüedad se creía que todos los cisnes eran blancos, hasta que los cisnes negros fueron descubiertos en el siglo XVII en la costa oeste de Australia, demostrando que la inexistencia de pruebas no equivale a la prueba de una inexstencia. 

En el caso del covid-19, matiza el autor, no hablamos de un cisne negro, sino de uno blanco: él y varios más lo predijeron y se volvió incontrolable por falta de acción oportuna. Más allá de esa digresión, Taleb argumenta que la creciente interconectividad económica y social mundial hace que estos cisnes negros aparezcan cada vez con mayor frecuencia y sean cada vez más catastróficos. 

La pandemia del covid ha puesto en relieve el impacto masivo que puede llegar a tener un evento en un mundo cada vez más globalizado e interconectado. Los países de Occidente están sufriendo las consecuencias de la decisión corporativa de trasladar toda su producción a países asiáticos para optimizar sus cadenas de producción y poder ofrecer productos cada vez más baratos a sus consumidores. 

Esta decisión se volvió mortal cuando les fue imposible tener suficiente equipamiento de protección personal y de salud porque no podían producirlos localmente. Las cadenas de abastecimiento —que normalmente son muy eficientes— se rompieron. Como consecuencia, vivimos una escasez de productos estratégicos para enfrentar la pandemia.

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El Ecuador ha sido una de las principales víctimas de la magnitud sin precedentes de esta catástrofe. Si bien el país implementó las restricciones a la movilidad para combatir la propagación del covid-19, su tasa de mortalidad es de las más altas de mundo, mucho mayor a lo que las cifras oficiales indican.  Un artículo del New York Times cita a una experta en demografía que dice que no hay una razón particular para que el Ecuador haya resultado más afectado que otros países de la región. Con una población joven y una población rural relativamente alta (no tan alta como presupone la experta), no parecería un candidato para sufrir un impacto tan fuerte. 

Sin embargo, no olvidemos que el Ecuador hace 20 años vivió una ola de emigración masiva, especialmente hacia España, Italia y otros países Europeos causada por otra crisis sin magnitud en nuestra historia. Creemos la paciente cero fue una señora ecuatoriana residente en España que vino a visitar a su familia y terminó infectando a mucha gente cercana a ella. Según información proporcionada por el gobierno del Ecuador a GK, entre el uno de enero y el 14 de marzo de 2020, más de 38.500 personas llegaron desde España y más de 5.300 desde Italia. Gracias a la diáspora ecuatoriana de principios de siglo, el Ecuador está estrechamente conectado con muchos de los epicentros mundiales del coronavirus.

Más allá de la globalización acelerada y la interconectividad, Taleb dice que los sistemas políticos, económicos y sociales de cada país también pueden determinar el grado de fragilidad de cada uno.  El país más antifrágil del mundo es Suiza, que se beneficia de los shocks en el resto del mundo.  Cuando otros países están en guerra o cuando sufren crisis financieras, el franco suizo se fortalece y sus ciudades se llenan de migrantes. Económicamente, ha sido el país más robusto del mundo por varios siglos. 

Suiza, irónicamente, tiene un gobierno central muy pequeño y débil. Es una república federal con una democracia casi semidirecta donde el verdadero poder reside en los cantones y la mayoría de las decisiones se toman a nivel local. Para Taleb, un país antifrágil se construye distribuyendo el poder entre entes pequeños, locales y autónomos. as tiranías, al centralizar la toma de decisiones, son mucho más frágiles porque tienen un punto único de falla mientras que un país descentralizado puede sobrevivir tensiones aleatorias más fácilmente. 

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A nivel empresarial, Taleb separa las empresas tradicionales y verticales que requieren de la estabilidad, como los bancos de Wall Street, del ecosistema emprendedor de Silicon Valley. La mayoría de startups o emprendimientos fracasan, pero el ecosistema emprendedor es antifrágil. Cada miembro del ecosistema puede fracasar en cualquier momento, pero el ecosistema es dinámico y resiliente, y está mejor preparado para aguantar las grandes crisis. En cambio las empresas tradicionales son grandes y pesadas: no pueden reaccionar tan rápidamente a las circunstancias inesperadas y finalmente se quiebran por su fragilidad.

Otro ejemplo que usa, que tal vez es más relevante en un país como el Ecuador, es el de los restaurantes. Individualmente cada restaurante es muy frágil. La mayoría no sobreviven más allá de uno a tres años. Sin embargo el sector de restaurantes como tal es antifrágil. Cada restaurante que fracasa es rápidamente reemplazado por varios nuevos y, como industria, crece y se fortalece.

A nivel individual también hay cosas que afectan nuestro nivel de fragilidad. Taleb introduce los conceptos de intervención e iatrogénica para argumentar que muchas veces es mejor resistir el deseo de actuar para solucionar un problema. Técnicamente la iatrogénica hace referencia a los efectos nocivos sobre el cuerpo causados por el tratamiento médico, pero Taleb usa la palabra en un sentido más amplio. Hay ocasiones en las que, por querer hacer bien, porque sentimos que debemos hacer algo, terminamos empeorando el problema. 

Un ejemplo de esto se me cruzó en una conversación reciente con un amigo exportador de flores. Me dijo que en las primeras semanas de la crisis sanitaria muchas fincas entraron en pánico y despidieron a todo su personal. Ahora bien, una finca florícola no puede estar descuidada y sin mantenimiento por varios días porque se disparan problemas más graves como plagas y luego reabrir operaciones se vuelve aún más costoso. Pues bien, mi amigo acaba de cerrar la temporada del Día de la Madre con menos ventas menor de lo normal, pero sin grandes pérdidas. El mundo no se vino abajo, el comercio de las flores continúa en el mundo, pero muchas empresas con temor a quebrar terminaron siendo artífices de su propia caída, agravando a la vez el problema de desempleo que, sin duda, será muy grave. 

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En su última Hamaca en Marte, José María León describe al Ecuador del momento no como un bote a la deriva en la tormenta, sino como un pedazo de papel en el maremágnum. Luego de leer a Taleb, es difícil llenarse de optimismo por el futuro. Gran parte de nuestra sociedad ya está acostumbrada a sobrevivir día a día en la informalidad. 

Irónicamente, tal vez resulte que esta es la parte más resiliente de nuestro país. La gente que vive del campo podrá seguir cosechando y vendiendo sus productos, o al menos viviendo de lo que produce. Otros verán cómo se las arreglan o emigrarán a otros países. Pero muchas empresas formales se irán a la quiebra y mucha gente que tenía estabilidad laboral se verá afectada irremediablemente por la crisis. 

Desgraciadamente vivimos en un país feudalista, como bien dice Matthew Carpenter Arévalo, donde las fortunas simplemente pasan de una generación a otra dentro de las mismas familias. Tenemos un sistema legal tan complicado y sobreregulado que elimina la flexibilidad y estrangula cualquier posibilidad de crecimiento.

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El futuro no pinta bien para nuestro país. Como me dijo un amigo “el covid-19 mata principalmente a la gente débil, mayor, o con problemas preexistentes; pues bien, lo mismo pasa a nivel de empresas y al nivel de países. Las empresas viejas, que no han sabido innovar van a morir”. Los países débiles sin capacidad de desarrollarse también van a ser los más golpeados.  

Pero si alguna vez tuvimos la oportunidad como sociedad de replantearnos el futuro y de hacer los cambios necesarios para salir adelante —como lo hicieron Japón después de las bombas nucleares o Alemania después de la segunda guerra mundial— este es el momento.