Esa tarde pasaba lenta como la última hora de clases en la escuela. Se habían terminado todos los juegos y las ideas de diversión escaseaban en mi habitación. Ya no tenía nada más que hacer. Tenía nueve años y era todavía hija única en una era pre Internet, teléfonos inteligentes y diversión instantánea, y a veces me aburría.
Mi mamá, con el olfato de una mamá, sospechaba que mi estado de ánimo cambiaba cuando estaba aburrida, entonces, horneaba un pastel. “Uno facilito”, como ella le decía, con pocos ingredientes pero mucho ingenio y amor. A veces era de chocolate, otras de naranja, pero el que recuerdo con más cariño y el que está grabado en la memoria de mi paladar es su clásica torta de plátano o de maqueño.
Yo ayudaba a ordenar los ingredientes para que los tuviera listos a la mano. Rompía los huevos, medía la harina, el azúcar y cortaba en cubitos la mantequilla, jugando a que eran dados resbaladizos. Luego solo me quedaba mirar a mi mamá, atenta a todos sus movimientos con los que, descomplicada, iba juntando los ingredientes hasta tener la mezcla perfecta: una crema esponjosa y brillante que olía a azúcar y gloria.
Apenas estaba listo el pastel, mi mamá agarraba el teléfono para llamar a la mamá de mis vecinas, mis amigas de toda la vida, que venían a salvarme del aburrimiento. Llegaban a la casa con la excusa de “tomar café con pastel” pero terminábamos vestidas con disfraces bailando y cantando Fey y las Spice Girls hasta quedarnos roncas. El aburrimiento y el pastel, por supuesto, quedaban en migajas.
Hornear es unir, es estar en casa y sentirse acompañado. Todas las veces que he estado lejos y sola, el horno me ayuda a sentirme cerca y de vuelta.
La preparación es un momento casi de introspección: los ingredientes secos por un lado, los mojados por otro. Se mezclan siguiendo los pasos y respetando los tiempos, como guardando una cuidadosa rutina, que sabes, tendrá resultados extraordinarios. Luego todo se junta despacio, con pausas necesarias para crear alegrías esponjadas. Después, la algarabía del timbre del horno anuncia que ya es hora de compartir.
Cuando horneo pienso en mi mamá. Cada vez que mezclo los ingredientes siguiendo sus pasos, imitando lo que hacía cuando tenía nueve años y quería salvarme del aburrimiento. La pienso cuando me como los restos de mezcla que quedan en las espátulas y la recuerdo diciéndome que eso me dará dolor de barriga. Y de vez en cuando, mientras horneo, me acuerdo de mis vecinas y de cómo el tiempo, las distancias y la prisa en volvernos adultas nos fue separando hasta no volver a disfrazarnos ni cantar karaoke a todo pulmón.
Cuando horneo, la calma llega a mi cabeza. En estos días de incertidumbre, he horneado tres pasteles.
Cada uno ha sido un momento de tranquilidad necesaria: descubrí que batir las claras a punto de nieve puede ser un ejercicio de meditación exitoso.
Presenciar cómo un líquido viscoso se va transformando poco a poco en una espuma majestuosa que se eleva —y me eleva— a las nubes, es invaluable.
Hornear es mi pausa de la gran pausa que estamos viviendo, y me ha llevado a pensar en vivir mejor los momentos y disfrutar de la cotidianeidad: invitar a tomar café a los vecinos, volver a cantar con amigas, no encerrarme en la burbuja de la rutina casa-trabajo-casa. Ahora esas cosas chiquitas, como ir al parque o ir a tomar un café, ya no parecen tan chiquitas en el encierro.
Esta es la receta de la torta de maqueño de mi mamá, que espero, les traiga alegrías en estos días en las que tanto las necesitamos.
¡Buen provecho!
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Torta de Maqueño
Ingrendientes:
2 maqueños
2 huevos
2 cdas de mantequilla
2 tazas de harina
½ cdita de polvo de hornear
½ taza de azúcar
8 PORCIONES / 50 MINUTOS
Junta todos los ingredientes secos en un tazón. En otro, aplasta los maqueños cocidos hasta que se hagan puré. Derrite la mantequilla y mézclala con el puré.
Separa las yemas de las claras. Junta las yemas con el puré y la mantequilla. Bate las claras a punto de nieve.
Junta poco a poco, los ingredientes secos con el puré hasta que esté todo mezclado. Al final, incorpora las claras a punto de nieve despacio, con movimientos envolventes hasta tener una mezcla uniforme.
Engrasa un molde para hornear, vierte la mezcla y hornea a 180 grados por 30 minutos o hasta que el pastel esté dorado.
Puedes servirlo solo o con caramelo.