La carrera por una vacuna para enfrentar el Covid-19 se ha acelerado, pero a pesar de lo que se ha publicado en varios medios del mundo (y en redes sociales), no hay ninguna que esté lista. “Este es un virus que no tiene vacuna, ni va a tener en el corto plazo: quizá dentro un año, año y medio, pero no tenemos ni la fórmula mágica para manejarlo, ni la fórmula mágica para prevenirlo”, dijo Gina Watson, representante de la OMS en Ecuador, en una entrevista del 15 de marzo de 2020. Pensar que podría estar antes es, puesto en términos simples, engañarse. 

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Lo que los científicos chinos han dicho, en realidad, es que una vacuna en la que están trabajando está en fase de pruebas clínicas en humanos. “A pesar de lo rápido que se están haciendo las pruebas, hay ciertas cosas que no se pueden hacer más rápido”, explica Carlos Barba, experto en Bioquímica y Biología Molecular. “Se tienen que evaluar los efectos, en un período relativamente largo: 6, 8, 10 meses. Y eso no se puede hacer antes, porque debe evaluarse por un lado la seguridad del uso de diferentes dosis de la vacuna experimental y, por otro, su capacidad para inducir una respuesta inmune en los participantes”, dice Barba. Según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés), el proceso general para que una vacuna llegue al público tiene cuatro etapas antes de que pueda ir a producción: la etapa preclínica, el desarrollo clínico, la revisión y aprobación por parte de las agencias de control.  

La etapa de desarrollo clínico, dice el CDC, está compuesta de tres fases: en la primera, pequeños grupos de personas reciben una vacuna experimental. En la segunda, la experimentación se amplía a personas con determinadas características —como edad y estado de salud— similares a las de quienes sería administrada la vacuna. En la última fase, es recibida por miles de personas para testear su eficacia y seguridad. Muchas atraviesan “una Fase 4 de estudios formales y constantes después de que la vacuna es aprobada”, dice el CDC. Solo esta etapa de desarrollo puede durar hasta 6 años. 

No solo la vacuna que están desarrollando en China está en la primera fase del desarrollo clínico, sino también la que se desarrolla en Estados Unidos. El 16 de marzo de 2020, el Instituto Nacional para la Salud estadounidense (NIH) anunció que una vacuna desarrollada por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID, por sus siglas en inglés) y la compañía de biotecnología Moderna, Inc. había entrado en fase de pruebas clínicas. Será testeada en un grupo inicial reducido de 45 personas, explica Barba. “Eso va a tomar al menos hasta diciembre”, dice. Después pasará a las otras dos o tres fases clínicas. 

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Recién ahí irá a revisión y aprobación regulatoria, para pasar, finalmente, a producción masiva. Hasta entonces, el mejor antídoto contra el coronavirus seguirá siendo acatar la orden gubernamental de quedarnos en casa cultivando el distanciamiento social. 

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Esos 18 meses que a la mayoría nos suenan a una eternidad, son en realidad una veloz excepción al tiempo que, por lo general, toma desarrollar una vacuna: un promedio de entre 8 y 10 años, aunque pueden llegar a 15. “El proceso completo puede durar un montón de tiempo y el presupuesto para eso está en el rango de los billones de dólares”, dice Barba, que explica que hay diferentes formas de desarrollar una vacuna. 

La primera consiste en inyectar un virus atenuado o inactivado en una persona para generar una respuesta inmune fuerte y duradera. Es un forma extraída directamente de la época en que se crearon las primeras vacunas, en el siglo XVIII. “Es un método muy poco utilizado en la actualidad, porque aunque estas vacunas pueden ser eficaces para proporcionar inmunidad a largo plazo, existe el riesgo de que algunas personas puedan desarrollar síntomas de la enfermedad debido a la vacunación.”, dice Barba. 

El método más utilizado desde mediados de la década de 1980, es producir individualmente proteínas del virus mediante el uso de técnicas de ingeniería genética, y posteriormente inyectar estas proteínas en humanos para inducir inmunidad en contra del patógeno que causa la infección. La primera que utilizó esa tecnología fue una vacuna contra la hepatitis B llamada Recombivax HB y supuso un salto cualitativo en el desarrollo de las vacunas. Este tipo de vacunas se conocen como vacunas recombinantes o vacunas de subunidades.

Son mucho más seguras porque no se usa el virus completo para generar inmunidad, solo algunos de sus componentes individuales. Por lo tanto, no causan problemas en los individuos.

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En el caso del coronavirus, los científicos introducen un pedazo de la cadena de ácido ribonucleico (el material genético que el coronavirus utiliza para replicarse) en una célula humana buscando producir una proteína del virus que se espera genere una respuesta inmune protectora contra el virus. Luego se analiza la respuesta de la célula humana que fue expuesta a una parte del material genético del virus. Si tuvo el efecto deseado, se intenta que “las células produzcan esta molécula del virus, para generar una respuesta inmune protectora en humanos”, dice Barba. Tanto la vacuna que se desarrolla en China y la que se probará en Estados Unidos usan ese método. 

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Para comprender bien este proceso, primero hay que entender la estructura de un coronavirus, la familia viral a la que el Covid-19 —junto al SARS y el MERS— pertenece. En general, los virus son estructuras diminutas —en promedio, mucho más pequeñas que las bacterias— y han sido tan enigmáticas como fascinantes. En particular, los coronavirus son virus que tienen ARN como material genético; es decir, tienen una cadena de ácido ribonucleico (en oposición a tener la doble hélice del ADN). Ese material genético está revestido por una proteína que lo recubre, una membrana protectora y unas espigas salientes (las que le dan esa forma de corona y su nombre). 

Una partícula completa de un virus es conocida como un virión y tiene el potencial completo de enfermar. En cada gota microscópica de tos o estornudo, se expulsan miles de miles de millones de viriones. Varios estudios sugieren que al ir dentro de estas gotitas, el virus no se queda flotando en el aire, sino que aterriza en las superficies cercanas (por eso es necesaria la desinfección constante y mantener al menos dos metros de distancia con alguien con síntomas, para que sus microgotas cargadas de viriones de coronavirus no nos alcancen). 

Lo que el virión del Covid-19 hace es adherirse a la superficie de las células y utilizar esas espigas para penetrarlas.  Ya adentro, utiliza la maquinaria de la célula para replicarse hasta causar la destrucción mecánica de la célula, lo que produce que el paciente muestre los síntomas y, en el peor de los casos, muera.  Barba usa una didáctica analogía: “el virus es como un terrorista que tiene una llave para abrir una puerta y un arma para secuestrar a la célula y obligarla a hacer más copias del virus”. Las vacunas lo que buscan es dar “armas” al sistema inmune para combatir eficazmente la infección.

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Todo este trabajo que sucede en distintos laboratorios del mundo suele tomar en promedio de una década. En el caso del Covid-19 ese tiempo ha sido comprimido lo más posible. Sucede de forma excepcional por la inyección de muchísimo dinero en acelerar el proceso ante la urgencia de resolver una pandemia que ha puesto al mundo en un escenario solo visto en las películas de ciencia ficción de invasiones alienígenas. 

La Coalición para las Innovaciones de Preparación para Epidemias (CEPI, por sus siglas en inglés) dijo que se necesitaban 2 mil millones de dólares para lograr el objetivo (475 millones hasta finales de marzo de 2020). La Unión Europea ha destinado más de 47 millones de euros. Canadá ha ofrecido 275 millones de dólares. El Congreso de los Estados Unidos autorizó 3 mil millones de dólares para el desarrollo e investigación de la vacuna (lo que reabre el necesario debate sobre inversión constante —y no reactiva— en desarrollo e investigación científica).

Pero ni la disponibilidad o aplicación de todos estos fondos hará que una vacuna aparezca de la noche a la mañana —ni de aquí a tres o seis meses. En un mundo marcado por el hierro indeleble de lo inmediato, el desafío será saber esperar sin contagiarnos, ni perder la cordura en el intento.